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Artículo 155: aplicación, consecuencias y finalidades

El pasado 10 de octubre algunos diputados del Parlamento catalán firmaron un documento en el que, bajo el título de “Declaración de los representantes de Cataluña”, se decía literalmente que “Cataluña restaura hoy su plena soberanía”, declarando a continuación sus firmantes que “constituimos la República catalana como Estado independiente y soberano”. Junto a las afirmaciones anteriores, se instaba en el texto a “los Estados y las organizaciones internacionales a reconocer la República catalana como Estado independiente y soberano” e, igualmente, se realizaban alusiones a un diálogo con España.

A partir de dicha fecha se ha generado una gran confusión sobre lo sucedido realmente. Minutos antes, el Presidente Carles Puigdemont había pronunciado un discurso en el que combinaba la solemnidad de aquella proclamación de independencia con la subsiguiente petición de mantenerla en suspenso. Quienes defendían que se había proclamado la nueva República se aferraban para argumentar su postura a la literalidad del papel firmado. Quienes sostenían lo contrario, invocaban para motivar su tesis la suspensión demandada por el mismo mandatario catalán, así como la invalidez del citado documento y la irrelevancia en términos jurídicos de todo lo sucedido. Ambas afirmaciones resultaban tan razonadas como contradictorias, muestra del desconcierto más típico en este tipo de situaciones de manifiesta anormalidad en las que cada uno solo ve lo que quiere ver y oye lo que quiere oír.

El clima de incredulidad e indecisión llegó a tal extremo que el responsable del Ejecutivo español, en un requerimiento enviado al Gobierno catalán, preguntó si la independencia se había proclamado verdaderamente. Tras un cruce de cartas y comunicados, quedó constancia de la negativa de las instituciones autonómicas a volver a la legalidad, empeñándose en continuar por un camino al margen de Derecho y haciendo inevitable la activación del artículo 155 de la Constitución como fórmula para restablecer la normalidad jurídica.

Son evidentes y manifiestas las ilegalidades cometidas por numerosos cargos públicos catalanes en ese empeño por lograr la secesión. Muy probablemente, delictivas. Asimismo, llama la atención que, no solo se han saltado la Carta Magna y las correspondientes normas estatales, sino incluso su propia Ley de referéndum (presunta fuente de su nueva legitimidad), con el ánimo de proclamar los supuestos resultados electorales del 1 de octubre. Desde un punto de vista histórico, es habitual que las regiones que se independizan no tengan en cuenta la legalidad anterior. Sin embargo, en este caso, iniciar la andadura saltándose esas leyes propias, llamadas servir de fundamento de la denominada “desconexión”, dice mucho de la impureza y la falta de nobleza de este movimiento, cuyos miembros se hacen trampas a sí mismos y a todos los que les rodean. El Tribunal Constitucional dictó el pasado 17 de octubre una sentencia anulando la citada Ley del Parlamento de Cataluña 19/2017, denominada “del referéndum de autodeterminación”, usando para su razonamiento una frase que, en sí misma, es una obviedad, aunque en estos tiempos en los que se prescinde de los principios, valores y reglas más elementales, parece se hace necesario recalcar: «un poder que niega expresamente el Derecho se niega a sí mismo como autoridad merecedora de acatamiento».

Pero ha sido igualmente clamorosa la falta de habilidad y capacidad política de los gobiernos estatales ante un problema que se veía venir desde hace muchísimos años. La técnica del avestruz de meter la cabeza bajo tierra para evitar los conflictos, unida a cierta cerrazón tendente a negar las realidades y a perpetuar unas regulaciones caducas, ha avivado un conflicto que se ha convertido en el más grave de los últimos cuarenta años.

Pensando con sensatez y lógica, sin fanatismos, solo existe un camino para salir de este laberinto: volver a la legalidad para, desde ella, afrontar el problema y dialogar sobre cómo mejorar nuestras normas de convivencia. Pero para todos, no sólo para algunos. Por ello, se opta por acudir al artículo 155 de la Constitución como vía imprescindible para retornar al escenario en el que el ordenamiento jurídico se respete. Porque el requisito de restaurar la legalidad no es una opción, es un imperativo, al menos si queremos seguir llamándonos Estado de Derecho.

Sin embargo, recurriendo a una metáfora médica, no dudo de que recurrir al tan citado artículo 155 sea una medicina que ayude a normalizar la situación actual, pero el tratamiento del paciente no concluirá exclusivamente con su uso. Servirá para reparar las ilegalidades que, junto a la depuración de responsabilidades políticas y jurídicas, ayudará a limpiar una herida que destila infección por todas partes, aunque las controversias políticas seguirán estando ahí hasta que el conjunto de las fuerzas políticas tengan la sensatez de abordarlas.

El procedimiento para la aplicación del precepto 155 no está exento de inconvenientes. Es cierto que el Senado -llamado a intervenir en este asunto- se sustenta sobre una amplísima mayoría de miembros del Partido Popular. Tampoco cabe duda de que la unión con otros partidos en torno a la utilización del mencionado precepto favorece su aplicación. Pero su precaria regulación y la ausencia de precedentes suscita varias dudas al respecto de su alcance y sus límites.

El 155 está inspirado claramente en la figura de la «coerción federal», prevista en el 37 de la Ley Fundamental de Bonn. Habilita al Gobierno Central a “adoptar las medidas necesarias” para lograr el “cumplimiento forzoso” de las obligaciones que la Comunidad Autónoma no cumple o para restituir la protección del interés general quebrantado. Qué se puede incluir dentro de esas “medidas necesarias” y qué no resulta impreciso, puesto que no se contempla expresamente. Se habla mucho de disolver el Parlamento catalán y convocar elecciones, una resolución, en principio, extraña e incierta. En otros sistemas federales o compuestos, con similares mecanismos de reacción en manos de los órganos federales o centrales ante conductas de los Estados federados o de los entes territoriales subestatales que atentan contra la mínima lealtad institucional, se prevé la suspensión o disolución de esos órganos regionales. Como ejemplos que contemplan explícitamente la suspensión o disolución de las instituciones territoriales, pueden citarse el artículo 100 de la Constitución austriaca, el artículo 126 de la Constitución italiana o el apartado 31 del artículo 75 de la Constitución argentina. Hubiese sido deseable que estas medidas vinieran recogidas de forma clara y nítida en nuestra Carta Magna, pero la laxitud de nuestra regulación, unida al alcance de la medida en el Derecho comparado, invitan a pensar que la opción es posible.

Menos polémicas suscitan otras medidas, como las de control de los “Mossos d’Esquadra” o las derivadas de un control económico o financiero directo, las cuales sí parecen encajar sin duda dentro de esas facultades tan amplias que figuran en la literalidad del artículo 155.

En cualquier caso, pese a la hipótesis futura de una nueva composición de la Cámara autonómica, o incluso de un nuevo Ejecutivo catalán con muchos de sus integrantes inhabilitados y condenados por  sus clamorosas vulneraciones de las normas, el problema político de fondo seguirá pendiente de resolver.

He manifestado infinidad de veces que los retos políticos y jurídicos a los que este caso nos enfrenta han de ser resueltos con sus propios procedimientos y reglas. Es necesario (imprescindible diría yo) que se subsanen los quebrantos cometidos contra el ordenamiento jurídico y que se depuren cuantas responsabilidades legales, ya sean penales, civiles o administrativas, estén pendientes de resolver. En caso contrario, no mereceremos denominarnos Estado de Derecho. En ese sentido, el mecanismo del 155 ayudará a conseguir dicho objetivo. Pero cuando se resuelvan todos los procedimientos judiciales abiertos y se restaure el normal cumplimiento de la ley, no habremos acabado. Faltará abordar de una vez por todas el tema del modelo territorial español y la resolución de sus cuestiones políticas subyacentes. Por lo tanto, persistir en la actitud tozuda de negar el problema o de dilatarlo sin remisión no procede.

A modo de conclusión, una aclaración final. Negociar no es compatible con la exigencia previa de una de las partes de alcanzar todas sus pretensiones. Tampoco con poner sobre la mesa desde un inicio el resultado final de la negociación. Se trata únicamente de llamadas rastreras y falaces al diálogo hechas por quienes, atrincherados en la más absoluta ilegalidad, pretenden imponer sus postulados a toda costa.

Debate político y aplicación del Derecho: Agua y aceite

Ya ha pasado la fecha del 1 de octubre. Como era de esperar, asistimos a un espectáculo lamentable y bochornoso que debería avergonzarnos como sociedad, como democracia y como Estado de Derecho. Pudimos reconocer al Presidente y al Vicepresidente del Ejecutivo catalán, a la Presidenta de su Parlamento y a varios rostros famosos depositando unos trozos de papel en recipientes habilitados a tal efecto. Presenciamos un simulacro de referéndum, en ausencia de censo electoral, con gente votando varias veces y sin las mínimas garantías elementales de cualquier consulta democrática. Los medios de comunicación trasladaban las imágenes de numerosos ciudadanos introduciendo papeletas en urnas callejeras sin ningún tipo de control, cajas supuestamente depositarias de impresos que aspiraban a considerarse votos y que, desplomadas en sus precipitados traslados, esparcían por la vía pública todo su contenido. Contemplamos cargas policiales, empujones y heridos. Vimos absolutamente de todo, excepto lo que corresponde ver en una sociedad democrática, madura y seria.

Recuerdo ahora a un profesor de mi etapa como estudiante universitario, una de cuyas frases más repetidas era que “lo obvio no se debe discutir”. ¡Pobre docente! Debe estar pasándolo francamente mal en estos tiempos en que lo más básico, lo más elemental y lo más evidente se niega y se rebate por la ignorancia (que es tan atrevida) o por el fanatismo (que no atiende a la lógica). Los humanos se jactan de ser la especie racional del planeta. Sin embargo, los argumentos para perder dicha condición se acumulan, suponiendo que fuera merecida en alguna época. Actuamos cada vez más a través de impulsos irracionales y de arrebatos incontrolados, cegados por una alienante obcecación. Quienes más gritan y quienes más insultan son los que mueven a las masas, ajenos a la reflexión, al estudio, a la meditación de las acciones y a las consecuencias de los actos.

La ilegalidad del referéndum convocado desde la Generalidad de Cataluña es patente y manifiesta. Hasta el propio Presidente del Gobierno vasco Iñigo Urkullu, al que nadie podrá tachar de centralista ni de defensor del Gobierno central, ha reconocido públicamente la ausencia de garantías de semejante consulta. Cientos de profesores universitarios de diferentes disciplinas han explicado y reiterado la improcedencia de los propósitos del Ejecutivo catalán. La Unión Europea y el Consejo de Europa también se han pronunciado en el mismo sentido. Y, sin embargo, el pasado día 1 hemos tenido que padecer una jornada dantesca que se recordará para siempre como una de las páginas más negras de nuestra Historia.

Por lo tanto, después de una catarsis colectiva de tal magnitud, considero muy necesario analizar algunas afirmaciones escuchadas hasta la saciedad que, en mi opinión, no ayudan a calibrar la cuestión correctamente.

1.- Primera afirmación: El problema catalán es un problema político, no jurídico.

Cierto, pero sólo en parte. Efectivamente, el debate sobre el modelo territorial del Estado, sobre la forma de financiación de las Comunidades Autónomas, sobre la reforma de la Constitución o sobre la posibilidad de que un concreto territorio se independice, son cuestiones políticas que pueden (y deben) abordarse en las correspondientes instituciones de la mano de los políticos de turno y, tanto hacerlo como no hacerlo, conlleva una serie de repercusiones. Hasta ahí, nada que alegar. Sin embargo, cuando algunos de esos actores deciden que el camino para lograr sus aspiraciones es saltarse la legalidad y cuando toman la consciente decisión de incumplir las sentencias y de vulnerar las normas, en ese preciso momento, se genera un problema jurídico paralelo al anterior que cuenta con sus propias reglas y procedimientos para ser solucionado. La premisa es bien sencilla. El razonamiento, simple. La fórmula, tan elemental como la tabla de multiplicar del dos: En un Estado Social y Democrático de Derecho se puede discutir sobre cambiar las normas pero, en tanto en cuanto no se modifiquen, se deben cumplir y respetar. De lo contrario, la maquinaria judicial y policial debe actuar.

2.- Segunda afirmación: Los procesos judiciales iniciados con motivo de la celebración del referéndum del 1 de octubre no acabarán con el problema catalán.

Completamente cierto, pero el objetivo de dichos procesos judiciales no es solucionar el problema catalán sino asegurar que las normas se cumplan mientras estén vigentes. Lo contrario supondría defender que, mientras unos políticos tratan de ponerse de acuerdo para encontrar la solución a una controversia de naturaleza política que contente a todos, el Estado de Derecho debe dejar de actuar, las normas deben dejar de tener vigencia y las sentencias deben dejar de aplicarse. Es obvio que las cosas no funcionan así. Se aplica la ley porque eso es lo que sucede en los Estados de Derecho. No para solventar enfrentamientos de índole política, sino como consecuencia ante un quebrantamiento normativo.

3.- Tercera afirmación: Se está judicializando en exceso el denominado problema catalán.

Cierto, y no deseable. Pero los responsables no son quienes persiguen el cumplimiento de las leyes, sino quienes las incumplen deliberada y reiteradamente. Los fiscales tienen la obligación de perseguir los delitos. Los jueces, la responsabilidad de hacer cumplir el ordenamiento jurídico. Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, el deber de imponer el restablecimiento del orden perturbado y de perseguir las infracciones cometidas. No es una opción. Es una obligación. Cabría mejor preguntarse si se judicializa mucho porque se delinque mucho y, en ese caso, dirigir el dedo acusador hacia los poderes públicos catalanes, ya sea a su Presidente, a sus consejeros o a los alcaldes que, amparándose en el cargo, pensaban que sus actos iban a resultar impunes. He asistido atónito a algunos discursos en los que se recriminaba al Ministerio Fiscal por no quedarse de brazos cruzados ante flagrantes ilegalidades retransmitidas en directo por televisión, o en los que se presionaba a los jueces para que mirasen hacia otro lado, o en los que se insultaba a la Policía y a la Guardia Civil por el mero hecho de cumplir con su deber. Acto seguido, se vomitaban proclamas culpabilizando a quienes trabajan para que se respeten las reglas de convivencia de ser los que crean y agravan el problema. Y, mientras tanto, aquellos que indiscriminadamente vulneran los derechos y normas son calificados de víctimas y mártires en un sermón que jamás puede ser pronunciado por ningún defensor de un modelo de libertades y de un sistema basado en el Derecho.

4.- Cuarta afirmación: Se ha actuado con desproporción por parte del Estado.

Ante este escenario se ha tildado de “desproporción” la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado cuando se han dado de frente con personas que se negaban a cumplir sus órdenes y a acatar los requerimientos judiciales. Cabe volver a recordar (porque parece haberse olvidado) que el Estado ostenta el legítimo monopolio del uso de la fuerza. Y debe quedar claro que no es una particularidad de España, sino que sucede en cualquier país del globo terráqueo. La proporción en los métodos empleados y en las acciones realizadas por la policía se debe valorar teniendo en cuenta el bien que se pretende tutelar y el supuesto daños producido o, en otras palabras, que no se genere un daño superior al bien que pretenden amparar. A aquellas personas que se echan las manos a la cabeza cuando la policía usa la fuerza ante el incumplimiento reiterado de las sentencias y de las órdenes legalmente dictadas, les pido que citen algún lugar en el mundo donde, ante situaciones similares, no suceda lo mismo. Los que critican la actuación policial defienden en realidad la impunidad de actuar al margen de la ley y sus discursos, revestidos de pacifismo y de bondad, no son más que alegatos interesados de quienes buscan salirse con la suya a cualquier precio. Y por mucho que griten, insulten o amedrenten, ese “salirse con la suya” equivale a operar al margen de la legalidad sin ninguna consecuencia. Si aceptamos que la vía de los hechos consumados se imponga sobre las normas, hemos fracasado como Estado de Derecho.

En resumen, es cierto que se parte de un problema político. Cierto que, durante décadas, los Gobiernos del Estado han sido irresponsables, cobardes e ineptos a la hora de abordar un problema que se veía venir de lejos. Cierto que, Constitución incluida, muchos aspectos deben ser mejorados. Y cierto también que el diálogo es necesario. Pero este conjunto de afirmaciones no puede ocultar otra igualmente obvia: en un Estado Social y Democrático de Derecho las normas, mientras estén vigentes, deben cumplirse. Por ello, situarse al margen de la legalidad no convierte a nadie en libertador, mártir o romántico revolucionario sino, en su caso, en un delincuente. La política va por un lado y el cumplimiento del Derecho, por otro. Pueden estar conectados, pero no se mezclan. Como el agua y el aceite.

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