Category Archives: Derecho constitucional

Inteligencia artificial: entre el oxímoron y la ley

El Parlamento Europeo aprobó el pasado 13 de marzo por 523 votos a favor, 46 en contra y 49 abstenciones la denominada “Ley de Inteligencia Artificial de la Unión Europea”. Bien es cierto que, de entrada, existe la polémica sobre si se puede afirmar con rigor que una máquina pueda tener la cualidad de la inteligencia. De la misma manera que la expresión “realidad virtual” supone una contradicción en sí misma (si es virtual, no es real), se defiende por parte de varios sectores humanistas y filosóficos que una máquina no puede ser inteligente, dado que, como artefacto programado, actúa mecánicamente conforme a su programación, sin que tenga capacidad de entender, aprender, pensar y crear, al menos no como tales verbos fueron concebidos, es decir, como habilidad del ser humano (o de otro ser vivo) autónomo e independiente. Pero, dejando a un lado el posible oxímoron de base que nace del asunto en cuestión, lo cierto es que la norma aprobada intenta dar respuesta normativa a un problema (o a una oportunidad) que no podemos ignorar.

En cualquier caso, la norma europea se enfrenta a la “inteligencia artificial” como un riesgo a controlar. Ya en 2017, el Consejo Europeo instó a «concienciarse de la urgencia de hacer frente a las nuevas tendencias, lo que comprende cuestiones como la inteligencia artificial […], garantizando al mismo tiempo un elevado nivel de protección de los datos, así como los derechos digitales y las normas éticas». En 2019 el Consejo de la Unión Europea destacó la importancia de garantizar el pleno respeto de los derechos de los ciudadanos europeos y pidió que se revisase la legislación pertinente en vigor, con vistas a garantizar su adaptación a las nuevas oportunidades y retos que plantea la IA. El reto es regular o controlar la opacidad, la complejidad, el sesgo, cierto grado de imprevisibilidad y los comportamientos parcialmente autónomos de ciertos sistemas de IA, para garantizar su compatibilidad con los derechos fundamentales y facilitar la aplicación de las normas jurídicas.

Buena parte de la norma se halla destinada a prohibir. Así, expresamente se prohíbe:

  1. a) La introducción en el mercado, la puesta en servicio o la utilización de un sistema de IA que se sirva de técnicas subliminales que trasciendan la conciencia de una persona, para alterar de manera sustancial su comportamiento de un modo que provoque, o sea probable que provoque, perjuicios físicos o psicológicos a esa persona o a otra.
  2. b) La introducción en el mercado, la puesta en servicio o la utilización de un sistema de IA que aproveche alguna de las vulnerabilidades de un grupo específico de personas debido a su edad o discapacidad física o mental, para alterar de manera sustancial el comportamiento de una persona que pertenezca a dicho grupo de un modo que provoque, o sea probable que provoque, perjuicios físicos o psicológicos a esa persona o a otra.
  3. c) La introducción en el mercado, la puesta en servicio o la utilización de sistemas de IA por parte de las autoridades públicas o en su representación con el fin de evaluar o clasificar la fiabilidad de personas físicas durante un período determinado de tiempo, atendiendo a su conducta social o a características personales o de su personalidad conocidas o predichas, de forma que la clasificación social resultante provoque una o varias de las situaciones siguientes:

i)un trato perjudicial o desfavorable hacia determinadas personas físicas o colectivos enteros en contextos sociales que no guarden relación con los contextos donde se generaron o recabaron los datos originalmente.

ii)un trato perjudicial o desfavorable hacia determinadas personas físicas o colectivos enteros que es injustificado o desproporcionado con respecto a su comportamiento social o la gravedad de este.

  1. d) El uso de sistemas de identificación biométrica remota «en tiempo real» en espacios de acceso público, salvo que dicho uso sea estrictamente necesario para alcanzar uno o varios de los objetivos siguientes:

i)la búsqueda selectiva de posibles víctimas concretas de un delito, incluidos menores desaparecidos.

ii)la prevención de una amenaza específica, importante e inminente para la vida o la seguridad de las personas físicas o de un atentado terrorista.

iii)la detección, la localización, la identificación o el enjuiciamiento de la persona que ha cometido o se sospecha que ha cometido determinados delitos.

Pero, obviamente, el problema y los retos no son europeos sino mundiales. El 30 de octubre de 2023, el presidente de los Estados Unidos Joe Biden emitió la denominada “Executive Order on Safe, Secure, and Trustworthy Artificial Intelligence”, donde se proclama que el Gobierno Federal tratará de promover principios y acciones responsables de seguridad y protección de la IA con otras naciones, para garantizar que la IA beneficie a todo el mundo en lugar de exacerbar las desigualdades, amenazar los derechos humanos y causar otros daños.

España, por su parte, dio luz verde recientemente el Real Decreto 729/2023, de 22 de agosto, por el que se aprueba el Estatuto de la Agencia Española de Supervisión de Inteligencia Artificial. Corresponde a esta Agencia llevar a cabo tareas de supervisión, asesoramiento, concienciación y formación dirigidas a entidades de derecho público y privado, para la adecuada implementación de toda la normativa nacional y europea en torno al adecuado uso y desarrollo de los sistemas de inteligencia artificial, más concretamente, de los algoritmos. Además, la Agencia desempeñará la función de inspección, comprobación, sanción y demás que le atribuya la normativa europea que le resulte de aplicación y, en especial, en materia de inteligencia artificial.

Parece evidente que nos encontramos ante un momento crucial en la historia de la Humanidad, uno de esos puntos de inflexión que determinará si las oportunidades que la nueva tecnología nos ofrece serán usadas en beneficio de la prosperidad común o se destinarán a nuevas formas de control, represión y discriminación. No es ciencia ficción. Se trata de nuestro presente y nuestro futuro.

Nueva sentencia del TJUE sobre el abuso de la contratación temporal en España: ¿seguimos haciendo oídos sordos?

En el año 1999 la catedrática de Derecho Constitucional Rosario Serra Cristóbal publicó su libro “La guerra de las dos cortes”, sobre las tensiones y desavenencias producidas entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional con ocasión de las sentencias y resoluciones dictadas por cada uno de estos órganos, que el otro interpretaba como invasiones de sus competencias, cuando no como auténticos ataques hacia su institución. Se podría escribir otro libro, bastante extenso por cierto, sobre la “guerra” entre el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y nuestro Tribunal Supremo, con ocasión de múltiples temas, desde las resoluciones sobre las “cláusulas suelo” en la defensa de los consumidores a la propia resistencia a asumir la primacía de la normativa comunitaria sobre la legislación interna de los Estados miembros.

Entre las numerosas polémicas y férreas resistencias que nuestro T.S. ha protagonizado frente al órgano jurisdiccional de la U.E., está la referida a los empleados públicos temporales en situación de abuso de la contratación temporal. Han sido muchos años de batalla judicial en los que nuestro máximo intérprete de la ley iba por un lado y la jurisprudencia comunitaria por otro bien distinto, y han tenido que dictarse reiteradas sentencias por parte del T.J.U.E. para que nuestro Tribunal Supremo haya ido reculando poco a poco. Primero, en todo lo relativo a la equiparación de derechos entre interinos y funcionarios de carrera (como, por ejemplo, el derecho la carrera profesional). Luego, en la propia negativa a aceptar la existencia del abuso de la contratación temporal como realidad contraria al Derecho en vigor. Y, por último, una vez se ha aceptado con años de retraso que el abuso en la contratación temporal realizado desde las Administraciones Públicas supone una conducta ilegal, nos queda la cuestión de qué sanción o compensación deben recibir los millones de interinos y eventuales que, en abuso o en fraude de contratación temporal, han pasado años y hasta décadas en precariedad laboral.

Dando otra vuelta más de tuerca al despropósito, además de la resistencia judicial a asumir la jurisprudencia del T.J.U.E., hemos asistido a una grave inoperancia, por no usar otros términos, por parte de nuestro Legislador y nuestro Ejecutivo central, los cuales dictaron primero el Real Decreto-ley 14/2021, de 6 de julio, de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público y, posteriormente, la Ley 20/2021, de 28 de diciembre, de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público. Desde muchos sectores académicos y jurídicos se advirtió de que dichas normas no suponían una correcta transposición de la Directiva 1999/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, relativa al Acuerdo Marco de la CES, la UNICE y el CEEP sobre el trabajo de duración determinada, que no contemplaba ninguna sanción o compensación para el colectivo de trabajadores afectados y que los procesos selectivos, tal y como estaban configurados, no respondían a las exigencias de las normas comunitarias.

Pero no se nos hizo ningún caso. Siguieron adelante y ahora el problema se ha acrecentado si cabe, con ocasión de la realización de una serie de procesos selectivos de consolidación que han derivado en centenares, quizá miles, de demandas judiciales, tanto de empleados públicos temporales como de opositores externos que no ocupan las plaza convocadas, generando un laberinto procesal que es el resultado de una inseguridad jurídica y de una deficiente normativa aprobada por nuestro Parlamento y nuestros Gobiernos (estatales y autonómicos). Dentro de esta estrambótica realidad, algunos sectores resultan más perjudicados que otros. En mi opinión, el peor parado, con diferencia, es el sector educativo, con unos docentes en una situación más precaria que cuando se eternizaba su temporalidad, todo ello por normas dictadas por el Gobierno central (me refiero al nefasto Real Decreto 270/2022, de 12 de abril) que, directamente, desnaturalizaban estos procesos selectivos.

Y es que se ha pretendido hacer un círculo cuadrado con tales procesos selectivos, configurándolos a la vez como procesos libres y abiertos y como procesos especialmente configurados para la consolidación de los empleados públicos temporales. Parafraseando el célebre razonamiento de la sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Marbury contra Madison del año 1803, hay sólo dos alternativas demasiado claras para ser discutidas: o los procesos selectivos de la Ley 20/2021 se configuran como un mecanismo excepcional y extraordinario para compensar y terminar con el abuso de la contratación temporal en los términos de la normativa y jurisprudencia de la Unión Europea, o dichos procesos selectivos responden a los criterios ordinarios y habituales de cualquier proceso selectivo de las Administraciones. Entre ambas alternativas no hay términos medios: o como procesos selectivos extraordinarios y excepcionales se prima suficientemente a los trabajadores públicos temporales en situación de abuso de la temporalidad en los términos establecidos en la jurisprudencia del T.J.U.E., sin que exista una igualdad real entre los candidatos que opten a las plazas en situación de abuso de la temporalidad con otros externos o, por el contrario, todos los participantes en esos procesos selectivos deben encontrarse en las mismas condiciones. Si es cierta la primera alternativa, entonces se estará dando cumplimiento a la normativa y jurisprudencia de la Unión Europea en esta materia. Si, en cambio, es cierta la segunda, entonces la Ley 20/2021 supone un absurdo intento de terminar con el problema del abuso de la contratación temporal, y las llamadas en el preámbulo y el articulado a la Directiva 1999/70 CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, serán papel mojado.

Tras este panorama, el pasado 22 de febrero el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha tenido que repetir alguno de sus pronunciamientos y recalcar otros, para sacar los colores a los Poderes Públicos españoles. Esta sentencia resuelve una cuestión prejudicial presentada por la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Si bien esta consulta se halla vinculada a los trabajadores temporales con un vínculo laboral, algunas de sus conclusiones son perfectamente aplicables a los empleados públicos temporales con vínculo administrativo. Para estos últimos, existen más cuestiones judiciales pendientes de resolver.

Las principales conclusiones de la sentencia, a mi juicio, son:

  1. a) La figura denominada “indefinido no fijo” no es más que otro trabajador temporal afectado por la Directiva 1999/70/CE del Consejo, así como por el Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que se incluye en la citada norma comunitaria. La Sala de lo Social del Tribunal Supremo español había dictaminado y reiterado que la solución a aplicar a los trabajadores de vínculo laboral en situación de abuso de la temporalidad era considerarlos como “indefinidos no fijos”, hasta la espera del proceso selectivo que finalmente cubra dicha plaza. Es decir, que la gran conclusión a la que llegaban los Magistrados de nuestro Tribunal Supremo era que la sanción a la Administración, así como la compensación al trabajador, por los años (o décadas) de abuso en la contratación temporal, era perpetuar esa temporalidad más tiempo. Es obvio y manifiesto que la solución dada por nuestro Supremo no es tal, y que sigue contraviniendo la normativa y la jurisprudencia del TJUE.
  2. b) Concluye la sentencia que vulnera la normativa de la Unión Europea (Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que figura en el anexo de la Directiva 1999/70) una normativa nacional que establezca el pago de una indemnización tasada igual a veinte días de salario por cada año trabajado, con el límite de una anualidad, a todo trabajador cuyo empleador haya recurrido a una utilización abusiva de contratos indefinidos no fijos prorrogados sucesivamente, cuando el abono de dicha indemnización por extinción de contrato es independiente de cualquier consideración relativa al carácter legítimo o abusivo de la utilización de dichos contratos. Esa indemnización es la que prevé la ley 20/2021 en caso de que el empleado público temporal no supere los procesos selectivos de consolidación. Y la conclusión es que esa previsión normativa vulnera el Derecho de la Unión.
  3. c) También concluye la sentencia que vulnera la normativa de la Unión Europea (Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que figura en el anexo de la Directiva 1999/70) una normativa nacional que establezca la convocatoria de procesos de consolidación del empleo temporal mediante convocatorias públicas para la cobertura de las plazas ocupadas por trabajadores temporales, entre ellos los trabajadores indefinidos no fijos, cuando dicha convocatoria es independiente de cualquier consideración relativa al carácter abusivo de la utilización de tales contratos de duración determinada. Esos procesos selectivos contrarios a la normativa europea son muchos de los que se están desarrollando ahora mismo bajo la cobertura legal de la ley 20/2021.
  4. d) Para finalizar, la sentencia concluye asimismo que, a falta de medidas adecuadas en el Derecho nacional para prevenir y, en su caso, sancionar o compensar, los abusos derivados de la utilización sucesiva de contratos temporales con arreglo a la normativa de la Unión Europea (Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que figura en el anexo de la Directiva 1999/70), la conversión de esos contratos temporales en contratos fijos puede constituir tal medida compensatoria. Corresponde, en su caso, al tribunal nacional modificar la jurisprudencia nacional consolidada si esta se basa en una interpretación de las disposiciones nacionales, incluso constitucionales, incompatible con los objetivos de la Directiva 1999/70.

Está por ver qué ocurre ahora, si España va a seguir haciendo oídos sordos a lo que nos reclaman desde la Unión Europea o si nuestro Tribunal Supremo y nuestros Tribunales Superiores de Justicia de las CC.AA. empiezan a rendirse a la evidencia. O cumplen con esta jurisprudencia o incumplen el artículo 4 bis de la Ley Orgánica del Poder Judicial, el cual establece que los Jueces y Tribunales aplicarán el Derecho de la Unión Europea de conformidad con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Si optan por la segunda opción, conforme a la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, podrían estar vulnerando el derecho a la tutela judicial efectiva de miles de demandantes que reclaman su aplicación, dado que, como ya se ha reiterado en varias sentencias, (por ejemplo la STC 232/2015 o la 31/2019), al Tribunal Constitucional le corresponde «velar por el respeto del principio de primacía del Derecho de la Unión cuando exista una interpretación auténtica efectuada por el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea» y el desconocimiento y preterición de una norma de Derecho de la Unión, tal y como ha sido interpretada por el Tribunal de Justicia, puede suponer una selección irrazonable y arbitraria de una norma aplicable al proceso, lo cual puede dar lugar a una vulneración del derecho a la tutela judicial.

El retroceso de la democracia en el mundo

Recientemente se ha publicado el índice de calidad democrática que elabora cada año la publicación “The Economist”. Resulta indiscutible que el ranking “Democracy Index” de esta revista se alza como uno de los más influyentes y esperados y que, a nivel mundial, sus conclusiones no son alentadoras. La salud de la democracia se resiente considerablemente, reflejando en 2023 una disminución del bienestar democrático respecto al año anterior. Así, teniendo en cuenta que en 2024 se prevé la celebración de unos setenta procesos electorales en todo el planeta, se espera que sólo cuarenta y tres se lleven a cabo de forma libre y justa.

El citado ranking puntúa la calidad democrática de los países en una escala de 0 a 10, siendo 10 el nivel máximo de democracia y 0 el nivel mínimo, estableciendo varias categorías según la puntuación numérica que recibe cada país. Así, los países entre 8 y 10 puntos son clasificados como “democracia plena”, entre 6 y 8 se consideran “democracia defectuosa”, entre 4 y 6 se llaman “gobiernos híbridos” y, si se obtiene menos de 4 puntos, “gobiernos autoritarios”. Para efectuar tal clasificación se examinan diversas características, como las normas y procesos electorales, el funcionamiento del sistema de gobierno o el nivel de libertades civiles.

Según este informe, en el mundo hay 24 democracias plenas. Encabeza la lista Noruega, seguida por Nueva Zelanda, Islandia, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Irlanda y Suiza (los únicos nueve países que superan el 9 en la puntuación). A continuación, Países Bajos, Taiwan, Luxemburgo, Alemania, Canadá, Australia, Uruguay, Japón, Costa Rica, Austria, Reino Unido, Grecia, Mauricio y Corea del Sur. Cierran la lista de esta clasificación de “democracias plenas” Francia y España. Nuestro país ocupa, por lo tanto, el puesto 24.

El grupo de “democracias defectuosas” lo integran cincuenta países, entre ellos Estados Unidos, Israel (con una nota muy baja en el apartado de libertades civiles), Portugal, Italia, Bélgica o Argentina.

Entre los denominados “gobiernos híbridos” (con una nota entre el 4 y el 6), figuran treinta y cuatro Estados, como Turquía, El Salvador o México.

Formalmente, cincuenta y nueve Estados son considerados autoritarios, formando el grupo más numeroso. Cierra la clasificación Afganistán, con una puntuación de 0,26. Le acompañan Corea del Norte, Siria, Arabia Saudí, China, Rusia, Venezuela, Irak, Irán o Qatar.

Lo expuesto implica que menos de un ocho por ciento de la población del planeta vive en una democracia considerada plena (en el año 2015 era casi un nueve por ciento), mientras que el cuarenta por ciento de la humanidad soporta algún tipo de régimen autoritario. Se refleja el mayor deterioro en los índices de las libertades civiles y en los de la calidad de los procesos electorales.

Destacan positivamente los países nórdicos (Noruega, Islandia, Suecia, Finlandia y Dinamarca), que siguen dominando la clasificación con cinco de los seis primeros puestos (siendo Nueva Zelanda la que ocupa el segundo lugar).

Un apartado del análisis se dedica a la relación entre democracia y paz. Ciertamente, los conflictos bélicos y la progresión de la violencia impulsan a los regímenes autoritarios, mientras que en la pacífica convivencia proliferan las democracias. La invasión de Rusia en Ucrania, los enfrentamientos en los territorios palestinos, los conflictos entre Hamás e Israel, la conquista militar de Nagorno Karabaj por parte de Azerbaiyán, la crisis entre Guyana y Venezuela, la guerra civil en Sudán o las insurgencias islamistas en el Sahel constituyen ejemplos de una larga lista. Buena parte de África y todo Oriente Medio parecen estar sumidos en una lucha permanente. Y el número de contiendas entre Estados, conflictos territoriales, combates civiles, insurgencias islamistas y yihadistas, ataques violentos a bases militares o al transporte marítimo comercial lleva a concluir a “The Economist” que vivimos en un mundo cada vez más inseguro y conflictivo.

Es innegable que este tipo de diagnóstico puede llevar a lecturas muy diversas y que no todas las situaciones resisten la misma comparación. Por ejemplo, la realidad de un pequeño país como Luxemburgo no es comparable a la de un gigante como los Estados Unidos de América a la hora de confrontar datos y contrastar circunstancias. Por otro lado, se recurre a determinados parámetros difícilmente evaluables o cuya potencial influencia sobre el resultado de la calidad de la democracia se torna ambigua. Cuando se incluyen en la misma ecuación los datos económicos, la calidad de vida de los votantes y el funcionamiento de un sistema de gobierno, las conclusiones resultantes pueden dar lugar a discusión.

Tal vez la desigualdad en las democracias suponga uno de los puntos más complejos cuando se trata de evaluar a todos los participantes con las mismas reglas. Así, se parte inicialmente de la premisa de que el mayor desarrollo económico produce, por lo general, un efecto positivo en el incremento de democracia, pero se constata que no se traduce necesariamente en un mayor bienestar en la ciudadanía. Se suele hablar de la “paradoja de Easterlin”, según la cual el progreso económico no ha conseguido cambiar apenas la sensación de satisfacción subjetiva de la población.

En cuanto a las elecciones políticas, para la puntuación se presta especial atención a las posibles irregularidades en las votaciones, si el sufragio es universal, si la votación se desarrolla con libertad, si hay igualdad de oportunidades en las campañas electorales y si la financiación de los partidos se ejerce con transparencia. Posteriormente, realizados ya los comicios, se observa si se produce la transferencia de poderes de forma ordenada y si la población puede formar partidos políticos o cualesquiera organizaciones civiles independientes de los Ejecutivos.

Con relación al funcionamiento del Gobierno, se tiene en cuenta para valorar a los Estados si disponen de un sistema eficaz que rinda cuentas. También, si el Poder Legislativo constituye la institución política fundamental y si el Ejecutivo se halla libre de interferencias por parte de las Fuerzas Armadas o de poderes u organizaciones extranjeras. Igualmente, se contempla el grado de conexión del poder político con grupos económicos, sociales o religiosos dentro del país, se valora si se garantiza un acceso público a la información y se calibra el nivel de corrupción existente.

Dentro del apartado de los derechos y de las libertades civiles, se otorga una singular importancia a la existencia de medios de comunicación libres y a las libertades de prensa y de expresión, comprobando que los debates de interés público sean abiertos y plurales. Y no deben existir restricciones en el acceso a Internet, requiriéndose igualdad y ausencia de discriminaciones, tanto de forma individual como grupal.

La inviolabilidad del domicilio como límite a la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad

En los últimos meses varias noticias relacionadas con procedimientos judiciales analizaban las actuaciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que pretendían entrar en los domicilios de los particulares dentro del desempeño de sus funciones. El artículo 18.2 de la Constitución Española establece que «El domicilio es inviolable. Ninguna entrada o registro podrá hacerse en él sin consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito». Así, a principios de enero de este año, se dio a conocer una sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, la cual anuló una previa condena por los delitos de resistencia a la autoridad y lesiones leves que otro tribunal impuso a un ciudadano que trató de impedir la entrada en su domicilio de policías municipales de Madrid, avisados por una queja vecinal de ruidos en dicho inmueble.

En la argumentación del Tribunal Supremo se establece que, en el caso enjuiciado, no existió un delito flagrante que hubiese habilitado la entrada legítima de los agentes en la casa sin autorización judicial, ya que ni la existencia de ruidos, ni la negativa del acusado a identificarse suponían la comisión de un delito, por más que pudiesen acarrear responsabilidades en el ámbito administrativo, de acuerdo con la Ley de Seguridad Ciudadana o la normativa municipal.

Según los hechos probados, tras la llegada de madrugada de los agentes de la Policía Local, uniformados, a la puerta de la casa que los vecinos habían denunciado por ruidos, el acusado abrió la misma, pero se negó a facilitar su documentación al ser requerido de identificación. Tras ello, apartó a uno de ellos y trató de cerrar la puerta del piso, lo que intentaron impedir los agentes, produciéndose un forcejeo con la puerta, atrapando la pierna de uno de los agentes, pese a lo cual los agentes lograron abrirla y entrar en la vivienda, procediendo a detenerle, a pesar del forcejeo para impedirlo del acusado. Por todo ello, el Juzgado de lo Penal, en sentencia ratificada después por la Audiencia de Madrid, condenó al acusado por un delito de resistencia y un delito leve de lesiones.

Sin embargo, el condenado recurrió y el Tribunal Supremo ha estimado ahora su recurso y le absuelve de ambos delitos. Recuerdan los magistrados del Alto Tribunal que “la protección domiciliaria que la Constitución reconoce ofrece al ciudadano la facultad para oponerse a los controles públicos, si bien no deja cabida a reacciones desproporcionadas”, pero en el caso concreto no lo fueron. La sentencia destaca que “los policías traspasaron el espacio físico que delimita la zona de exclusión a razón de la inviolabilidad domiciliaria, al acceder a la vivienda para, previo forcejeo con el acusado, proceder a su detención. Una extralimitación que desvanece los perfiles del delito de resistencia por el que el recurrente viene condenado. Cierto es que pudiera entenderse que la actitud del acusado puso fin a las perspectivas de indagación de los policías pero, en definitiva, fue un intento de evitar la intromisión de los Poderes Públicos en el espacio de intimidad domiciliaria. Una intimidad que inicialmente cedió de manera parcial al abrir la puerta a los agentes, pero de la que no por ello perdió disponibilidad”, argumentan los jueces del Supremo.

Frente a esta decisión judicial se contrapone otra, que ocupó mucho espacio en los medios de comunicación, por la que un jurado popular declaró no culpables a los dos agentes de la Policía Nacional que dirigieron el operativo que irrumpió sin autorización judicial, el 21 de marzo de 2021, en un piso de Madrid, para poner fin a una fiesta que contravenía las restricciones impuestas durante el Estado de Alarma, vigente en aquellas fechas por la pandemia. Los dos policías absueltos se enfrentaban a una pena de dos años y seis meses de prisión y seis de inhabilitación, que pedía para ellos la acusación particular al considerarles autores de un delito de allanamiento de morada. La Fiscalía y las otras partes personadas habían planteado la absolución de los seis agentes desde el comienzo de la vista, al considerar que su actuación aquel día no fue constitutiva de delito alguno.

En el veredicto, los nueve miembros del jurado concluyen que los policías estaban habilitados para derribar la puerta con un ariete y entrar en la vivienda, al considerar que hubo una desobediencia grave y flagrante por parte de los ocupantes de la vivienda, al negarse de manera reiterada e insistente a salir del inmueble para identificarse, como les pidieron los agentes.

Por esos hechos se iniciaron dos procesos judiciales. Uno primero, contra los participantes de la referida fiesta, por los delitos de resistencia o desobediencia a la autoridad y coacciones y, al mismo tiempo, uno segundo contra los agentes de Policía. La causa contra los ocupantes de la vivienda fue archivada finalmente por la Audiencia Provincial de Madrid, en una resolución judicial que concluía que la negativa de los ocupantes a identificarse no podía calificarse de delito. Sin embargo, la causa contra los funcionarios continuó, celebrándose juicio y dictándose la referida decisión. No obstante, este caso no ha concluido, toda vez que la acusación particular ha presentado recurso contra la absolución.

La inviolabilidad del domicilio se vincula al derecho a la intimidad de las personas, pues protege el ámbito donde estas desarrollan su esfera más íntima. Por ello, el Tribunal Constitucional ha dado al término “domicilio” un significado amplio, identificándolo con el espacio donde el individuo vive esa libertad más íntima. En concreto, se consideran domicilio a efectos constitucionales las segundas viviendas o las habitaciones de hotel, aunque no constituyan la residencia habitual de los afectados.

Por lo que se refiere al “delito flagrante”, el Tribunal Constitucional lo ha definido como «situación fáctica en la que el delincuente es sorprendido -visto directamente o percibido de otro modo- en el momento de delinquir o en circunstancias inmediatas a la perpetración del delito» (STC 341/1993, de 18 de noviembre). Para que ello habilite a la entrada en un domicilio se exige: a) inmediatez del hecho, es decir, que se está realizando o se acaba de cometer; b) percepción directa del hecho; y c) la necesidad de intervención urgente para evitar la consumación del delito o la desaparición de los efectos del mismo (Sentencias del Tribunal Supremo 701/2005, de 6 de junio, y 40/2001, de 16 de enero).

El odio y su repercusión en el mundo del Derecho

Los medios de comunicación han difundido la denuncia que el PSOE ha presentado ante el Ministerio Fiscal por los hechos acaecidos frente a su sede de la madrileña calle Ferraz la pasada Nochevieja, cuando decenas de personas apalearon una piñata con el rostro del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Entre los varios delitos que considera el Partido Socialista susceptibles de investigarse, figura el denominado ”delito de odio”. Con independencia de las valoraciones éticas, morales o políticas de cada persona sobre el hecho en cuestión, así como sobre actos similares dirigidos anteriormente hacia otros líderes o formaciones partidistas, procede efectuar algunas aclaraciones o puntualizaciones desde una estricta perspectiva jurídica.

En primer lugar, aunque pueda resultar obvio o innecesario, procede dejar claro que no pueden regularse por norma los sentimientos humanos y que, por ello, no se puede imponer ni sancionar el odio, como tampoco el amor o, en su caso, la indiferencia hacia individuos o colectivos. Cabrá educar, concienciar o promover campañas de sensibilización, pero ninguna ley podrá imponer un determinado sentir, ni castigar la expresión de otro contrario al considerado deseable.

A partir de ahí, el odio se contempla en nuestro Código Penal desde dos perspectivas diferentes. Por un lado, como agravante a la hora de aplicar una pena por un concreto delito. Así, el artículo 22 apartado cuarto del CP considera como agravante cometer un delito por motivos racistas o por otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, o por la etnia o nación a la que pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, aporofobia o exclusión social, o por su discapacidad. La animadversión y el desprecio hacia esas personas o colectivos no se castiga como tal, sino como consecuencia de la comisión de un delito autónomo. Si se comete un homicidio, lesión o vejación, y la motivación está vinculada a la antipatía y la rabia del agresor hacia dichas características de la víctima, se le impondrá una pena mayor.

En segundo lugar, no ya como agravante de otro delito, sino como delito propiamente dicho, el artículo 510 del Código Penal castiga una serie de conductas contra personas o colectivos por las mismas razones ya expuestas en el apartado anterior. Se trata de un precepto extenso y complejo que, como resumen, persigue las conductas por las que se promueve o incita al odio, la hostilidad, la discriminación o la violencia contra un grupo, una parte del mismo, o un individuo determinado, por esas circunstancias expuestas derivadas de su raza, sexo, religión, orientación sexual, etcétera.

Por supuesto, uno de los principales problemas que existen en el ámbito jurídico radica en compatibilizar lo anterior con la libertad de expresión, por la que se pueden difundir libremente y como ejercicio de un derecho fundamental ideas o manifestaciones que no siempre resultan agradables al oído. Así, nuestro Tribunal Constitucional, entre otras en su célebre sentencia 112/2016 de 20 de junio, establece que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática». Es decir, no existe el derecho a no ser ofendido. Otra forma más coloquial de expresarlo, aunque provenga de un relevante magistrado, es la famosa frase del juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Robert Jackson, cuando afirmaba que “el precio de la libertad de expresión es aguantar una gran cantidad de basura”.

Lo cierto es que tal libertad de expresión también tiene límites, aunque no de todos ellos se ocupa el Derecho Penal por la vía del delito. Lo que sí se ha de recalcar, precisamente para poder trazar esa frontera que delimitará los propios límites es que, conforme a la Jurisprudencia tanto interna (Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional) como internacional (Tribunal Europeo de Derechos Humanos), para que exista delito de incitación al odio la acción debe dirigirse contra un colectivo calificado de “especialmente vulnerable”. A sensu contrario, si el supuesto destinatario de ese odio no se encuadra dentro de los denominados “colectivos vulnerables”, no se podrá aplicar el artículo 510 del CP.

La quema en 2019 de un monigote que, por aquel entonces, simbolizaba al expresidente catalán Carles Puigdemont, protagonizó otro episodio de los que se intentó perseguir como delito de incitación al odio. Sin embargo, en aquella ocasión los Tribunales descartaron la comisión del delito. Otro caso similar también tuvo lugar años atrás, cuando apareció colgado de un árbol un muñeco tiroteado representando a Santiago Abascal. El líder de VOX ejerció la acusación particular, reclamando una condena de tres años de prisión por un delito de odio. Nuevamente, la Justicia no consideró aplicable el denominado “delito de odio”, si bien lo condenó por amenazas a la pena de ocho meses de prisión y una multa. Así pues, considero que resulta inapropiado pretender la condena por un “delito de odio” de los hechos acaecidos en fin de año frente a la sede del PSOE, con independencia de la reprobación ética o moral que susciten.

Por último, conviene resaltar la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, condenando a España en más de una ocasión por las sanciones penales ante actos como la quema de la imagen del rey Felipe VI y recalcando que los cargos políticos, incluidos el Jefe del Estado y el Presidente del Gobierno, tienen que soportar una mayor injerencia en su honor y en su reputación, y que es el conjunto de la sociedad, y no los Tribunales, quien debe calificar las formas de protesta, rechazando determinadas conductas desagradables.

 

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