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El retroceso de la democracia en el mundo

Recientemente se ha publicado el índice de calidad democrática que elabora cada año la publicación “The Economist”. Resulta indiscutible que el ranking “Democracy Index” de esta revista se alza como uno de los más influyentes y esperados y que, a nivel mundial, sus conclusiones no son alentadoras. La salud de la democracia se resiente considerablemente, reflejando en 2023 una disminución del bienestar democrático respecto al año anterior. Así, teniendo en cuenta que en 2024 se prevé la celebración de unos setenta procesos electorales en todo el planeta, se espera que sólo cuarenta y tres se lleven a cabo de forma libre y justa.

El citado ranking puntúa la calidad democrática de los países en una escala de 0 a 10, siendo 10 el nivel máximo de democracia y 0 el nivel mínimo, estableciendo varias categorías según la puntuación numérica que recibe cada país. Así, los países entre 8 y 10 puntos son clasificados como “democracia plena”, entre 6 y 8 se consideran “democracia defectuosa”, entre 4 y 6 se llaman “gobiernos híbridos” y, si se obtiene menos de 4 puntos, “gobiernos autoritarios”. Para efectuar tal clasificación se examinan diversas características, como las normas y procesos electorales, el funcionamiento del sistema de gobierno o el nivel de libertades civiles.

Según este informe, en el mundo hay 24 democracias plenas. Encabeza la lista Noruega, seguida por Nueva Zelanda, Islandia, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Irlanda y Suiza (los únicos nueve países que superan el 9 en la puntuación). A continuación, Países Bajos, Taiwan, Luxemburgo, Alemania, Canadá, Australia, Uruguay, Japón, Costa Rica, Austria, Reino Unido, Grecia, Mauricio y Corea del Sur. Cierran la lista de esta clasificación de “democracias plenas” Francia y España. Nuestro país ocupa, por lo tanto, el puesto 24.

El grupo de “democracias defectuosas” lo integran cincuenta países, entre ellos Estados Unidos, Israel (con una nota muy baja en el apartado de libertades civiles), Portugal, Italia, Bélgica o Argentina.

Entre los denominados “gobiernos híbridos” (con una nota entre el 4 y el 6), figuran treinta y cuatro Estados, como Turquía, El Salvador o México.

Formalmente, cincuenta y nueve Estados son considerados autoritarios, formando el grupo más numeroso. Cierra la clasificación Afganistán, con una puntuación de 0,26. Le acompañan Corea del Norte, Siria, Arabia Saudí, China, Rusia, Venezuela, Irak, Irán o Qatar.

Lo expuesto implica que menos de un ocho por ciento de la población del planeta vive en una democracia considerada plena (en el año 2015 era casi un nueve por ciento), mientras que el cuarenta por ciento de la humanidad soporta algún tipo de régimen autoritario. Se refleja el mayor deterioro en los índices de las libertades civiles y en los de la calidad de los procesos electorales.

Destacan positivamente los países nórdicos (Noruega, Islandia, Suecia, Finlandia y Dinamarca), que siguen dominando la clasificación con cinco de los seis primeros puestos (siendo Nueva Zelanda la que ocupa el segundo lugar).

Un apartado del análisis se dedica a la relación entre democracia y paz. Ciertamente, los conflictos bélicos y la progresión de la violencia impulsan a los regímenes autoritarios, mientras que en la pacífica convivencia proliferan las democracias. La invasión de Rusia en Ucrania, los enfrentamientos en los territorios palestinos, los conflictos entre Hamás e Israel, la conquista militar de Nagorno Karabaj por parte de Azerbaiyán, la crisis entre Guyana y Venezuela, la guerra civil en Sudán o las insurgencias islamistas en el Sahel constituyen ejemplos de una larga lista. Buena parte de África y todo Oriente Medio parecen estar sumidos en una lucha permanente. Y el número de contiendas entre Estados, conflictos territoriales, combates civiles, insurgencias islamistas y yihadistas, ataques violentos a bases militares o al transporte marítimo comercial lleva a concluir a “The Economist” que vivimos en un mundo cada vez más inseguro y conflictivo.

Es innegable que este tipo de diagnóstico puede llevar a lecturas muy diversas y que no todas las situaciones resisten la misma comparación. Por ejemplo, la realidad de un pequeño país como Luxemburgo no es comparable a la de un gigante como los Estados Unidos de América a la hora de confrontar datos y contrastar circunstancias. Por otro lado, se recurre a determinados parámetros difícilmente evaluables o cuya potencial influencia sobre el resultado de la calidad de la democracia se torna ambigua. Cuando se incluyen en la misma ecuación los datos económicos, la calidad de vida de los votantes y el funcionamiento de un sistema de gobierno, las conclusiones resultantes pueden dar lugar a discusión.

Tal vez la desigualdad en las democracias suponga uno de los puntos más complejos cuando se trata de evaluar a todos los participantes con las mismas reglas. Así, se parte inicialmente de la premisa de que el mayor desarrollo económico produce, por lo general, un efecto positivo en el incremento de democracia, pero se constata que no se traduce necesariamente en un mayor bienestar en la ciudadanía. Se suele hablar de la “paradoja de Easterlin”, según la cual el progreso económico no ha conseguido cambiar apenas la sensación de satisfacción subjetiva de la población.

En cuanto a las elecciones políticas, para la puntuación se presta especial atención a las posibles irregularidades en las votaciones, si el sufragio es universal, si la votación se desarrolla con libertad, si hay igualdad de oportunidades en las campañas electorales y si la financiación de los partidos se ejerce con transparencia. Posteriormente, realizados ya los comicios, se observa si se produce la transferencia de poderes de forma ordenada y si la población puede formar partidos políticos o cualesquiera organizaciones civiles independientes de los Ejecutivos.

Con relación al funcionamiento del Gobierno, se tiene en cuenta para valorar a los Estados si disponen de un sistema eficaz que rinda cuentas. También, si el Poder Legislativo constituye la institución política fundamental y si el Ejecutivo se halla libre de interferencias por parte de las Fuerzas Armadas o de poderes u organizaciones extranjeras. Igualmente, se contempla el grado de conexión del poder político con grupos económicos, sociales o religiosos dentro del país, se valora si se garantiza un acceso público a la información y se calibra el nivel de corrupción existente.

Dentro del apartado de los derechos y de las libertades civiles, se otorga una singular importancia a la existencia de medios de comunicación libres y a las libertades de prensa y de expresión, comprobando que los debates de interés público sean abiertos y plurales. Y no deben existir restricciones en el acceso a Internet, requiriéndose igualdad y ausencia de discriminaciones, tanto de forma individual como grupal.

Incapacidades propias y ayudas ajenas

Hace algunos días se publicó una noticia en la que se afirmaba que el Gobierno de España había solicitado oficialmente a la Comisión Europea su mediación en las negociaciones para avanzar en la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Inmediatamente, también se difundió que Didier Reynders, Comisario europeo de Justicia,  estaba » reflexionando sobre esta solicitud de las autoridades españolas». Asimismo, semanas atrás ya se había dado a conocer que el PSOE y Junts per Catalunya habían recurrido a la supervisión de un verificador internacional, en concreto un diplomático salvadoreño, para que realizara una serie de funciones indeterminadas como mediador, iniciándose para ello una ronda de contactos en Suiza.

Existen numerosos manuales que ensalzan las bondades de la mediación para la resolución de conflictos. La intervención de un “tercero” neutral e imparcial que ayuda a dos personas a comprender el origen de sus diferencias, a conocer la visión del otro y a encontrar soluciones para resolver sus controversias puede suponer una alternativa apta para desatascar determinados problemas. No seré yo quien cuestione tal opción como vía para avanzar en la armonía y dejar atrás las disputas. La Ley 5/2012, de 6 de julio, de Mediación en Asuntos Civiles y Mercantiles, en su artículo primero establece que “se entiende por mediación aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador”.

No obstante lo anterior, cuando se trata de un Estado, de problemas constitucionales o de la política al más alto nivel, resulta más cuestionable que el recurso de la mediación se contemple con naturalidad y normalidad. De hecho, la mencionada ley excluye expresamente las controversias en las Administraciones Públicas de cualquier mediación posible. Cierto es que algunos pasos tienden a trasladar las herramientas de la mediación a los conflictos internacionales, pero en este caso ni siquiera se puede hablar de problemas entre dos países o de pugnas transfronterizas entre diferentes Estados, sino de divergencias internas de un país que se intentan resolver con la vigilancia, control o intercesión de una persona u órgano internacional, incluso trasladando al extranjero la ubicación de las conversaciones entre las partes en conflicto.

Y no puede verse con naturalidad dicho recurso a la mediación pues se supone que internamente existen instituciones y mecanismos especialmente previstos para discutir, debatir y resolver los problemas políticos y jurídicos que se planteen entre los partidos políticos o acerca del cumplimiento de las normas. El que se torne necesario solicitar ayuda a la Comisión Europea para renovar el Consejo General del Poder Judicial, o se requiera ir a Ginebra bajo la observancia de un diplomático extranjero para que el PSOE y Junts per Catalunya sean capaces de conversar, constata la incapacidad propia para abordar un asunto tan sencillo como nombrar a los miembros de un órgano o debatir políticamente entre partidos.

Es precisamente a este punto al que quiero llegar, al de la constatación de la incapacidad propia que conduce a recurrir a la ayuda ajena. Esta situación debe causar vergüenza y, ante la evidencia de ese fracaso personal, provocar una reacción para promover un cambio. Que los miembros del Consejo General del Poder Judicial lleven cinco años con el mandato caducado y que durante todo ese tiempo las Cortes Generales no hayan podido nombrar a los nuevos cargos debería abochornar a sus responsables. Y que dos formaciones políticas no puedan utilizar el Parlamento para discutir sus posiciones evidencia de nuevo la inutilidad de una institución cada vez más entregada al Ejecutivo. En definitiva, acudir a entidades y organismos internacionales para resolver cuestiones internas de nuestro país, lejos de constituir un signo de madurez y responsabilidad, obra como un reflejo de incompetencia.

Carece de sentido ocultar la realidad o disfrazarla de lo que no es. El Parlamento ya no sirve para discutir nuestros problemas políticos y los representantes no cumplen su función en las instituciones. Entonces, ¿qué opciones restan? Una, normalizar y aceptar esa manifiesta incapacidad y lanzarse a pedir ayuda internacional. Otra, llevar a cabo reformas internas para recuperar unas Cortes Generales que cumplan sus funciones de acuerdo a su naturaleza.

Urge repensar el modelo parlamentario, a día de hoy en situación de letargo, por no decir moribundo. Las Cortes Generales se hallan desnaturalizadas, habida cuenta de que son la institución que controla al Gobierno y que, de forma libre, representa al pueblo. Actualmente, una ficción, por no decir una ciencia ficción. Diputados y senadores no controlan a nadie. Más bien, son controlados por los partidos y acatan las directrices de sus órganos de dirección. La disciplina de partido (prohibida expresamente por nuestra Constitución, pero admitida en la práctica) y el control respecto de quiénes integran las listas electorales, han convertido a “nuestros” representantes en cumplidores dóciles y obedientes a sus respectivas siglas.

Ciertamente, tal y como establece la ley, los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial deben ser elegidos por los diputados y senadores de las Cortes Generales. Sin embargo, la realidad es que no eligen nada ni a nadie. Ni siquiera son ellos los que se reúnen en el Parlamento de la Nación para llegar a acuerdos. Esperan a que sus líderes se pongan de acuerdo en las respetivas sedes de sus partidos y escojan según su criterio para, a posteriori, limitarse a pulsar el botón que les ordenan. Un fenómeno similar sucede con el denominado “problema catalán”. Diputados y senadores tampoco se ocupan de este tema. Aguardan pacientemente a que el Gobierno y Carles Puigdemont fijen las reglas sobre cuándo, cómo, dónde y quiénes se reúnen para, a renglón seguido, apretar dicho botón que se les indique. Para eso, pues, no necesitamos un Parlamento.

Es preciso acabar con esta situación y abordar cambios en las normas electorales y en la regulación de las asambleas legislativas, a fin de reforzar la separación de poderes, recuperar la institución parlamentaria como centro de gravedad del sistema político y ejercer la verdadera representatividad de los diputados y senadores electos respecto de sus electores. En caso contrario, habrá que admitir esa incapacidad propia para resolver los problemas y que conduce a solicitar ayuda internacional.

Amnistía y “Lawfare”: maquillaje y eufemismo

Las últimas semanas (y, a buen seguro, las venideras) han estado marcadas por el pacto establecido entre el PSOE y Junts Per Catalunya (partido al que pertenece Carles Puigdemont), así como por la investidura de Pedro Sánchez como Presidente del Ejecutivo. Desde el punto de vista político se pueden realizar múltiples consideraciones, si bien yo me intentaré centrar exclusivamente en las jurídicas. Por un lado, el Partido Popular debe reconocer de una vez por todas la diferencia entre ganar las Elecciones Generales y poder formar Gobierno. En España lo logra quien obtenga más apoyos en el Congreso de los Diputados, sea el partido con más diputados o no. Por otra parte, el Partido Socialista ha de ser consciente de que posee un amplio margen para llegar a acuerdos con sus futuros socios, pero no un margen ilimitado. No podrá extralimitarse en modo alguno ni de la Constitución ni de las previsiones que sobre el Estado de Derecho figuran en los Tratados y normas de la Unión Europea.

Y, aunque los socialistas defiendan ahora las bondades de la amnistía, deberían admitir al menos que existen fundadas razones para rechazarla, si quiera porque ellos mismos avalaban dicha postura hasta las elecciones celebradas en julio, existiendo declaraciones tanto de Pedro Sánchez como de varios de sus ministros manifestando su inconstitucionalidad y su inconveniencia. Se necesita una gran cantidad maquillaje y una potente campaña de marketing para dar un giro de ciento ochenta grados en apenas unos meses y proclamar como constitucional lo que antes no lo era. Pero, en política, parece que todo cabe y la conveniencia partidista tiene más peso que los ideales que supuestamente la sustentan. Sin embargo, el ámbito jurídico, pese a disponer también de cierto margen para la interpretación normativa, no es tan flexible como para pasar del negro al blanco por arte de magia.

Ciertamente nuestra Carta Magna no utiliza en ningún momento la palabra “amnistía” y, por lo tanto, no la prohíbe expresamente. Ahora bien, varios artículos y mandatos constitucionales posibilitan deducir inequívocamente su veto. Así, el artículo 62 prohíbe expresamente los “indultos generales”. La diferencia entre la amnistía y el indulto radica en que el segundo supone un perdón posterior a que los juzgados o tribunales juzguen y condenen, mientras que la primera supone un impedimento legal a que el Poder Judicial pueda realizar su labor jurisdiccional. Por ello, si se prohíbe la medida de gracia de menor calado, no puede defenderse que se permita la de mayor entidad.

A pesar de que el Tribunal Constitucional no se ha pronunciado sobre la constitucionalidad de una amnistía, pues no ha existido ninguna con posterioridad a la entrada en vigor de nuestra Constitución, sí existen algunos de sus pronunciamientos en este sentido. Por ejemplo, en el Auto 32/1981 ya se manifestaba claramente que las medidas generales de gracia están prohibidas de forma expresa por la citada norma constitucional.

Todo ello por no hablar de otras consideraciones, como que la fundamentación teórica de las amnistías halla cabida ante alteraciones bruscas de Formas de Estado o de modelos de convivencia que impliquen un cambio de legitimidad jurídica y política. Cabe aludir en este punto al tránsito de una dictadura a una democracia, supuesto que dio lugar a la ley de amnistía aprobada en nuestro país en 1977.

Obviamente, no pueden compararse con rigor las denominadas “amnistías fiscales” con este otro tipo de amnistía. Para empezar, y al margen de las valoraciones políticas que cada cual quiera defender al respecto, las amnistías fiscales no implican en ningún caso que los defraudadores no deban pagar nada por el dinero no declarado. Se establecen porcentajes de pago más benévolos que acarrean, en todo caso, una recaudación para la Hacienda Pública, sin perjuicio de que, a cambio de las declaraciones y los ingresos derivados de ella, no se impongan multas, recargos u otras sanciones. Hablamos, no obstante, de efectos eminentemente administrativos y de relaciones entre ciudadanía y Hacienda, no de la imposibilidad de los tribunales para perseguir delitos y aplicar las leyes de forma genérica.

Pero, además de la amnistía, se ha de incorporar al vocabulario político la expresión “Lawfare”. Al parecer, resulta habitual recurrir a un término extranjero  o a algún concepto de sonoridad más agradable para ocultar el verdadero significado de lo que sucede. El eufemismo consiste en utilizar una palabra más suave o decorosa en vez de otra considerada de mal gusto, grosera o incómoda de pronunciar y oír.

La pretensión consiste en hacer ver que los jueces y tribunales han actuado movidos por motivaciones políticas y en contra de determinadas ideologías, de tal manera que los procesos judiciales y las condenas pronunciadas no se deben a la aplicación de las leyes sino a una persecución política. No seré yo quien afirme que hay que estar de acuerdo con todas sus resoluciones. De hecho, discrepo de ellas en no pocas ocasiones. Pero la regla básica, esencial, elemental e imprescindible del Estado de Derecho estriba en el acatamiento de las normas y de las sentencias judiciales, gusten o no.

El Constitucionalismo, en sus diferentes versiones, comporta dos grandes objetivos: por una parte, organizar y limitar al poder y, por otra, reconocer y garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. No se entienden los modelos constitucionales ni las democracias surgidas de los mismos sin el control y limitación de los Poderes Públicos, es decir, de los gobiernos, de los partidos políticos y de los cargos públicos. Como es lógico, cualquier poder se resiste a ser controlado y fiscalizado y desde hace siglos la tensión entre los órganos judiciales que controlan y los poderes públicos controlados se ha producido y se seguirá produciendo. No constituye ninguna novedad.

Ahora bien, debe quedar meridianamente claro que el Poder Judicial, con sus aciertos y sus errores, juzga actos, no ideas. Jamás ha existido una sola condena por defender ideas, pero sí por ejecutar actuaciones en defensa de las mismas que se han considerado contrarias al ordenamiento jurídico.  Determinados líderes políticos piensan que la legitimidad que les otorga los votos les inviste de una especie de impunidad, de tal manera que pueden hacer y deshacer a su antojo, amparados en unas determinadas aspiraciones y sin que por ello se les pueda denunciar, procesar o condenar. En definitiva, defienden una sociedad con dos tipos de personas: el conjunto de la ciudadanía, que debe cumplir con todas las normas y con todas las sentencias, les gusten o no, y los mandatarios, gobernantes y líderes políticos, que pueden verse inmunes a la hora de rendir cuentas ante la Justicia y de cumplir las normas en función de sus particulares ideologías o creencias.

Evidentemente, eso no es democracia, eso no es un Estado de Derecho y eso no es un sistema constitucional. Se pretende dar un primer paso para cambiar la esencia misma de ese sistema y que sean los órganos de naturaleza política los que controlen y fiscalicen el Poder Judicial. No es, pues, de extrañar que todas las asociaciones de jueces y fiscales, tanto las calificadas de “progresistas” como las denominadas “conservadoras”, hayan compartido manifiestos y comunicados criticando y rechazando el pacto entre el PSOE y “Junts per Catalunya”

Aunque el Partido Socialista cuente con la legitimidad constitucional para formar Gobierno si recibe el apoyo mayoritario del Congreso, debería reflexionar sobre los medios utilizados para la consecución de sus fines. De hecho, muchos de sus líderes, presentes y pasados, se muestran abiertamente contrarios al modo en el que la actual dirección está negociando la investidura del nuevo Gobierno. Porque estas cuestiones no tienen que ver con ser de izquierdas o de derechas, militantes de un partido o apolíticos. Tienen que ver con la defensa, por encima de todo, de una serie de valores y principios. Y cuando defiendes esos valores y principios, también tienes que ceñirte a ellos cuando no te convienen. De lo contrario, no los defiendes.

Jurar y prometer… o no

Hace escasas semanas se dio a conocer una sentencia del Tribunal Constitucional que resolvía un recurso de amparo presentado por algunos diputados del Partido Popular en el Congreso, contra el acuerdo de la Presidenta de la Cámara Baja adoptado en la sesión constitutiva de la XIII Legislatura, celebrada el 21 de mayo de 2019, y por la que se consideró debidamente prestado el juramento o promesa de acatamiento de la Constitución de veintinueve representantes electos que utilizaron en sus fórmulas diversas expresiones al “sí juro” o “sí prometo”. Así, algunos de ellos reinventaron el enunciado inicialmente previsto para cumplir con el trámite, añadiendo menciones a los «presos políticos», la «República catalana» o «vasca», a las denominadas “Trece Rosas”, al planeta o a la «España vaciada». En la deliberación del citado recurso se abstuvo el magistrado Juan Carlos Campo Moreno, antiguo Ministro de Justicia del Gobierno de Pedro Sánchez, debido a su relación personal con la Presidenta del Congreso, autora de la resolución recurrida.

De entrada, en el fallo del T.C. se advierte que no ha enjuiciado si las fórmulas de acatamiento usadas por los diputados en cuestión contravienen las normas parlamentarias, sino solamente si ello afectó al núcleo esencial del derecho de representación política de los demandantes de amparo, dado que los recurrentes alegaron que, al admitir como juramento o promesa esas otras expresiones, se había vulnerado el derecho a la representación política del artículo 23.2 de la Constitución. Centrado, pues, el debate en tal aspecto, la decisión mayoritaria del Constitucional fue que con la decisión de Meritxell Batet no se vulneró el derecho fundamental de los recurrentes.

Desde hace décadas el Alto Tribunal ha mantenido una doctrina (por ejemplo, en su sentencia 119/1990) por la que, para considerar cumplido el requisito de acatamiento de la Constitución, no bastaría sólo con emplear la fórmula ritual, sino hacerlo, además, sin acompañarla de cláusulas o expresiones que, de una u otra forma, varíen, limiten o condicionen su sentido propio, sea cual fuese la justificación invocada para ello. Sin embargo, sí ha permitido la adición de palabras que no desvirtúen el significado del juramento o promesa, como sucede con la coletilla «por imperativo legal».

En ese sentido, resultan célebres las manifestaciones del Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo expresadas en una de las sesiones del juicio que terminó condenando por sedición a varios diputados y cargos públicos en relación a los hechos ocurridos el 1 de octubre de 2017 en Cataluña. Durante uno de los interrogatorios, una testigo dijo que respondería “por imperativo legal”, a lo que el Presidente de la Sala manifestó: «Usted está sentada ahí por imperativo legal, ha respondido a las preguntas de su letrado por imperativo legal, ha respondido a las preguntas del Ministerio Fiscal por imperativo legal… Y ahora tiene el imperativo legal de responder a la circular… Todo lo que ha pasado esta mañana es por imperativo legal».

Evidentemente, numerosas conductas de los ciudadanos se cumplen porque lo impone la ley. Pagamos impuestos por exigencia de las normas, de la misma manera que acatamos el Código de la Circulación o cualquier otra regla de convivencia regulada en la normativa vigente y válidamente aprobada. Por lo tanto, se trata de un añadido superfluo y absurdo. El artículo 9 de nuestra Carta Magna ya establece que la ciudadanía y los Poderes Públicos se hallan sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.

No obstante, esta sentencia del T.C. cuenta con los votos discrepantes de cuatro de sus miembros. Ricardo Enríquez Sancho, César Tolosa Tribiño, Enrique Arnaldo Alcubilla y Concepción Espejel Jorquera defienden que el recurso debió ser estimado y que el Tribunal tendría que haber declarado vulnerado el derecho de los recurrentes en cuanto a los juramentos prestados que, o bien eran ininteligibles o introducían adiciones que los desnaturalizaban y vaciaban de sentido, al incluir reservas o condicionamientos irreconciliables con la exigencia de acatamiento de la Constitución. En realidad, estos disidentes de la postura mayoritaria consideran que el Constitucional evitó pronunciarse sobre la verdadera cuestión de fondo, perdiendo una gran oportunidad para zanjar el debate sobre esta polémica.

Imponer un requisito como este para acceder a la condición de diputado o senador no vulnera el derecho fundamental del candidato al acceso y ejercicio del cargo público, pues tal derecho «no comprende el de participar en los asuntos públicos por medio de representantes que no acaten formalmente la Constitución» (sentencia 101/1983, de 18 de noviembre, del Tribunal Constitucional). El acto de juramento o promesa es individual y, como dice el Supremo, no puede entenderse cumplido de manera implícita por el acceso a un cargo o a un empleo público, ni tampoco puede entenderse cumplimentado de forma tácita en otros deberes, como el de «actuar en el ejercicio de sus funciones».

Ahora bien, el propio Tribunal Constitucional ha establecido en reiteradas sentencias que esta manifestación de quienes quieren optar a un cargo público no debe interpretarse como una adhesión ideológica al texto constitucional, ni tampoco como una conformidad total a su contenido. Nuestra Constitución, como norma de cabecera de un Estado democrático plural, respeta las ideologías que defienden su modificación por los cauces procedimentales previstos. Dicho de otro modo, los candidatos y candidatas se comprometen a respetar el ordenamiento jurídico, aunque puedan defender su reforma y su discurso difiera de las reglas vigentes en cada momento.

La respuesta del Derecho al sentimiento de odio

El mundo del fútbol ha protagonizado estas últimas semanas las portadas de todos los medios de comunicación, al hilo de los lamentables incidentes ocurridos durante un partido disputado entre el Real Madrid y el Valencia C.F.. Fue tal el revuelo originado que la titular del Juzgado de Instrucción número 10 de la capital del Turia ha abierto un procedimiento judicial para investigar dichos acontecimientos, ante la posible comisión de un delito de odio. El odio, como tal, no es sancionable y, como cualquier otro sentimiento humano, no puede regularse a través de normas jurídicas. Por ley no cabe imponer el amor ni la simpatía, ni tampoco es posible prohibir el rechazo o la animadversión personal ni colectiva. Los sentires y pensamientos internos resultan inabarcables para el ámbito del Derecho.

Cuestión bien distinta se deriva de convertir dichos sentimientos en actos externos. En ese caso, la regulación jurídica sí cuenta con la posibilidad de penalizar los comportamientos en que se traducen. Mediante las leyes se regulan conductas que la mayoría de la sociedad considera reprochables y perseguibles y, en esa línea, desde hace varios años la respuesta jurídica a aquellas que reflejan odio hacia las personas y colectivos minoritarios o vulnerables revisten especial importancia. Así, conviene resaltar tres concretos aspectos sobre la citada cuestión:

1.- El odio como agravante en la comisión de delitos: A la hora de decidir la concreta pena a imponer, el artículo 22 de nuestro Código Penal considera una agravante que el delito castigado sea perpetrado por motivos racistas u otra clase de discriminación, referente a la ideología, religión o creencias de la víctima. Ello significa que, sea cual sea el delito cometido (lesiones, asesinato, injurias, etc..), si el motivo que llevó al delincuente a cometerlo fue la raza, el sexo, la edad y la orientación o identidad sexual de la víctima, el castigo debe ser mayor. Todo delito lleva aparejada una penalidad que ofrece al juez una horquilla, que va desde una pena mínima a una máxima. Al configurarse como agravante, se obliga al juzgador a escoger la pena más elevada.

2.- El odio como delito en sí mismo: El artículo 510 del Código penal castiga una amplia variedad de conductas vinculadas con las acciones ejecutadas por motivos de odio a un determinado colectivo. Entre ellas figuran:

  1. a) los que públicamente fomenten o inciten, directa o indirectamente, al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, su origen nacional, sexo, orientación sexual, aporofobia, enfermedad o discapacidad.
  2. b) los que produzcan y difundan escritos o cualquier otra clase de material que, por su contenido, sean idóneos para fomentar o incitar al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada, por las mismas razones expresadas en el apartado anterior.
  3. c) los que lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito de alguno de los grupos vulnerables señalados anteriormente, o de cualquier persona por idénticos motivos de los ya reseñados.

Las penas a imponer pueden ir desde los seis meses hasta los cuatro años de prisión, además de multa. Igualmente, está prevista la inhabilitación especial para profesión u oficio educativos en el ámbito docente o deportivo por un tiempo superior, entre tres y diez años al de la duración de la pena de privación de libertad impuesta en su caso en la sentencia. Por último, se faculta al juez o tribunal a acordar la destrucción, borrado o inutilización del soporte usado para la comisión del delito.

3.- El discurso del odio como límite a la libertad de expresión: La libertad de expresión, como cualquier derecho fundamental, tiene límites, siendo el más destacado el denominado “discurso del odio”, que se configura como las palabras pronunciadas en unos términos que supongan una incitación directa a la violencia contra determinadas razas, colectivos o creencias. Para poder diferenciar cuándo estamos ante discursos amparados por la libertad que debe exigirse en un Estado Social y Democrático de Derecho y cuándo, ante opciones que no están legitimadas, debemos dilucidar si tales palabras son expresión de una opción política o ideológica legítima que pudieran estimular el debate social o si, por el contrario, persiguen desencadenar un reflejo emocional de hostilidad incitando y promoviendo el odio y la intolerancia, incompatibles con el sistema de valores de la democracia.

Por otro lado, y al margen de la concreta respuesta que dé el Derecho a este tipo de actuaciones, existe el reproche social, vinculado a la consideración que para la sociedad posean estas conductas, y que pueden y deben generar una reacción de la ciudadanía ante comportamientos que se consideren ética o moralmente reprobables.

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