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El retroceso de la democracia en el mundo

Recientemente se ha publicado el índice de calidad democrática que elabora cada año la publicación “The Economist”. Resulta indiscutible que el ranking “Democracy Index” de esta revista se alza como uno de los más influyentes y esperados y que, a nivel mundial, sus conclusiones no son alentadoras. La salud de la democracia se resiente considerablemente, reflejando en 2023 una disminución del bienestar democrático respecto al año anterior. Así, teniendo en cuenta que en 2024 se prevé la celebración de unos setenta procesos electorales en todo el planeta, se espera que sólo cuarenta y tres se lleven a cabo de forma libre y justa.

El citado ranking puntúa la calidad democrática de los países en una escala de 0 a 10, siendo 10 el nivel máximo de democracia y 0 el nivel mínimo, estableciendo varias categorías según la puntuación numérica que recibe cada país. Así, los países entre 8 y 10 puntos son clasificados como “democracia plena”, entre 6 y 8 se consideran “democracia defectuosa”, entre 4 y 6 se llaman “gobiernos híbridos” y, si se obtiene menos de 4 puntos, “gobiernos autoritarios”. Para efectuar tal clasificación se examinan diversas características, como las normas y procesos electorales, el funcionamiento del sistema de gobierno o el nivel de libertades civiles.

Según este informe, en el mundo hay 24 democracias plenas. Encabeza la lista Noruega, seguida por Nueva Zelanda, Islandia, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Irlanda y Suiza (los únicos nueve países que superan el 9 en la puntuación). A continuación, Países Bajos, Taiwan, Luxemburgo, Alemania, Canadá, Australia, Uruguay, Japón, Costa Rica, Austria, Reino Unido, Grecia, Mauricio y Corea del Sur. Cierran la lista de esta clasificación de “democracias plenas” Francia y España. Nuestro país ocupa, por lo tanto, el puesto 24.

El grupo de “democracias defectuosas” lo integran cincuenta países, entre ellos Estados Unidos, Israel (con una nota muy baja en el apartado de libertades civiles), Portugal, Italia, Bélgica o Argentina.

Entre los denominados “gobiernos híbridos” (con una nota entre el 4 y el 6), figuran treinta y cuatro Estados, como Turquía, El Salvador o México.

Formalmente, cincuenta y nueve Estados son considerados autoritarios, formando el grupo más numeroso. Cierra la clasificación Afganistán, con una puntuación de 0,26. Le acompañan Corea del Norte, Siria, Arabia Saudí, China, Rusia, Venezuela, Irak, Irán o Qatar.

Lo expuesto implica que menos de un ocho por ciento de la población del planeta vive en una democracia considerada plena (en el año 2015 era casi un nueve por ciento), mientras que el cuarenta por ciento de la humanidad soporta algún tipo de régimen autoritario. Se refleja el mayor deterioro en los índices de las libertades civiles y en los de la calidad de los procesos electorales.

Destacan positivamente los países nórdicos (Noruega, Islandia, Suecia, Finlandia y Dinamarca), que siguen dominando la clasificación con cinco de los seis primeros puestos (siendo Nueva Zelanda la que ocupa el segundo lugar).

Un apartado del análisis se dedica a la relación entre democracia y paz. Ciertamente, los conflictos bélicos y la progresión de la violencia impulsan a los regímenes autoritarios, mientras que en la pacífica convivencia proliferan las democracias. La invasión de Rusia en Ucrania, los enfrentamientos en los territorios palestinos, los conflictos entre Hamás e Israel, la conquista militar de Nagorno Karabaj por parte de Azerbaiyán, la crisis entre Guyana y Venezuela, la guerra civil en Sudán o las insurgencias islamistas en el Sahel constituyen ejemplos de una larga lista. Buena parte de África y todo Oriente Medio parecen estar sumidos en una lucha permanente. Y el número de contiendas entre Estados, conflictos territoriales, combates civiles, insurgencias islamistas y yihadistas, ataques violentos a bases militares o al transporte marítimo comercial lleva a concluir a “The Economist” que vivimos en un mundo cada vez más inseguro y conflictivo.

Es innegable que este tipo de diagnóstico puede llevar a lecturas muy diversas y que no todas las situaciones resisten la misma comparación. Por ejemplo, la realidad de un pequeño país como Luxemburgo no es comparable a la de un gigante como los Estados Unidos de América a la hora de confrontar datos y contrastar circunstancias. Por otro lado, se recurre a determinados parámetros difícilmente evaluables o cuya potencial influencia sobre el resultado de la calidad de la democracia se torna ambigua. Cuando se incluyen en la misma ecuación los datos económicos, la calidad de vida de los votantes y el funcionamiento de un sistema de gobierno, las conclusiones resultantes pueden dar lugar a discusión.

Tal vez la desigualdad en las democracias suponga uno de los puntos más complejos cuando se trata de evaluar a todos los participantes con las mismas reglas. Así, se parte inicialmente de la premisa de que el mayor desarrollo económico produce, por lo general, un efecto positivo en el incremento de democracia, pero se constata que no se traduce necesariamente en un mayor bienestar en la ciudadanía. Se suele hablar de la “paradoja de Easterlin”, según la cual el progreso económico no ha conseguido cambiar apenas la sensación de satisfacción subjetiva de la población.

En cuanto a las elecciones políticas, para la puntuación se presta especial atención a las posibles irregularidades en las votaciones, si el sufragio es universal, si la votación se desarrolla con libertad, si hay igualdad de oportunidades en las campañas electorales y si la financiación de los partidos se ejerce con transparencia. Posteriormente, realizados ya los comicios, se observa si se produce la transferencia de poderes de forma ordenada y si la población puede formar partidos políticos o cualesquiera organizaciones civiles independientes de los Ejecutivos.

Con relación al funcionamiento del Gobierno, se tiene en cuenta para valorar a los Estados si disponen de un sistema eficaz que rinda cuentas. También, si el Poder Legislativo constituye la institución política fundamental y si el Ejecutivo se halla libre de interferencias por parte de las Fuerzas Armadas o de poderes u organizaciones extranjeras. Igualmente, se contempla el grado de conexión del poder político con grupos económicos, sociales o religiosos dentro del país, se valora si se garantiza un acceso público a la información y se calibra el nivel de corrupción existente.

Dentro del apartado de los derechos y de las libertades civiles, se otorga una singular importancia a la existencia de medios de comunicación libres y a las libertades de prensa y de expresión, comprobando que los debates de interés público sean abiertos y plurales. Y no deben existir restricciones en el acceso a Internet, requiriéndose igualdad y ausencia de discriminaciones, tanto de forma individual como grupal.

La inviolabilidad del domicilio como límite a la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad

En los últimos meses varias noticias relacionadas con procedimientos judiciales analizaban las actuaciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que pretendían entrar en los domicilios de los particulares dentro del desempeño de sus funciones. El artículo 18.2 de la Constitución Española establece que «El domicilio es inviolable. Ninguna entrada o registro podrá hacerse en él sin consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito». Así, a principios de enero de este año, se dio a conocer una sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, la cual anuló una previa condena por los delitos de resistencia a la autoridad y lesiones leves que otro tribunal impuso a un ciudadano que trató de impedir la entrada en su domicilio de policías municipales de Madrid, avisados por una queja vecinal de ruidos en dicho inmueble.

En la argumentación del Tribunal Supremo se establece que, en el caso enjuiciado, no existió un delito flagrante que hubiese habilitado la entrada legítima de los agentes en la casa sin autorización judicial, ya que ni la existencia de ruidos, ni la negativa del acusado a identificarse suponían la comisión de un delito, por más que pudiesen acarrear responsabilidades en el ámbito administrativo, de acuerdo con la Ley de Seguridad Ciudadana o la normativa municipal.

Según los hechos probados, tras la llegada de madrugada de los agentes de la Policía Local, uniformados, a la puerta de la casa que los vecinos habían denunciado por ruidos, el acusado abrió la misma, pero se negó a facilitar su documentación al ser requerido de identificación. Tras ello, apartó a uno de ellos y trató de cerrar la puerta del piso, lo que intentaron impedir los agentes, produciéndose un forcejeo con la puerta, atrapando la pierna de uno de los agentes, pese a lo cual los agentes lograron abrirla y entrar en la vivienda, procediendo a detenerle, a pesar del forcejeo para impedirlo del acusado. Por todo ello, el Juzgado de lo Penal, en sentencia ratificada después por la Audiencia de Madrid, condenó al acusado por un delito de resistencia y un delito leve de lesiones.

Sin embargo, el condenado recurrió y el Tribunal Supremo ha estimado ahora su recurso y le absuelve de ambos delitos. Recuerdan los magistrados del Alto Tribunal que “la protección domiciliaria que la Constitución reconoce ofrece al ciudadano la facultad para oponerse a los controles públicos, si bien no deja cabida a reacciones desproporcionadas”, pero en el caso concreto no lo fueron. La sentencia destaca que “los policías traspasaron el espacio físico que delimita la zona de exclusión a razón de la inviolabilidad domiciliaria, al acceder a la vivienda para, previo forcejeo con el acusado, proceder a su detención. Una extralimitación que desvanece los perfiles del delito de resistencia por el que el recurrente viene condenado. Cierto es que pudiera entenderse que la actitud del acusado puso fin a las perspectivas de indagación de los policías pero, en definitiva, fue un intento de evitar la intromisión de los Poderes Públicos en el espacio de intimidad domiciliaria. Una intimidad que inicialmente cedió de manera parcial al abrir la puerta a los agentes, pero de la que no por ello perdió disponibilidad”, argumentan los jueces del Supremo.

Frente a esta decisión judicial se contrapone otra, que ocupó mucho espacio en los medios de comunicación, por la que un jurado popular declaró no culpables a los dos agentes de la Policía Nacional que dirigieron el operativo que irrumpió sin autorización judicial, el 21 de marzo de 2021, en un piso de Madrid, para poner fin a una fiesta que contravenía las restricciones impuestas durante el Estado de Alarma, vigente en aquellas fechas por la pandemia. Los dos policías absueltos se enfrentaban a una pena de dos años y seis meses de prisión y seis de inhabilitación, que pedía para ellos la acusación particular al considerarles autores de un delito de allanamiento de morada. La Fiscalía y las otras partes personadas habían planteado la absolución de los seis agentes desde el comienzo de la vista, al considerar que su actuación aquel día no fue constitutiva de delito alguno.

En el veredicto, los nueve miembros del jurado concluyen que los policías estaban habilitados para derribar la puerta con un ariete y entrar en la vivienda, al considerar que hubo una desobediencia grave y flagrante por parte de los ocupantes de la vivienda, al negarse de manera reiterada e insistente a salir del inmueble para identificarse, como les pidieron los agentes.

Por esos hechos se iniciaron dos procesos judiciales. Uno primero, contra los participantes de la referida fiesta, por los delitos de resistencia o desobediencia a la autoridad y coacciones y, al mismo tiempo, uno segundo contra los agentes de Policía. La causa contra los ocupantes de la vivienda fue archivada finalmente por la Audiencia Provincial de Madrid, en una resolución judicial que concluía que la negativa de los ocupantes a identificarse no podía calificarse de delito. Sin embargo, la causa contra los funcionarios continuó, celebrándose juicio y dictándose la referida decisión. No obstante, este caso no ha concluido, toda vez que la acusación particular ha presentado recurso contra la absolución.

La inviolabilidad del domicilio se vincula al derecho a la intimidad de las personas, pues protege el ámbito donde estas desarrollan su esfera más íntima. Por ello, el Tribunal Constitucional ha dado al término “domicilio” un significado amplio, identificándolo con el espacio donde el individuo vive esa libertad más íntima. En concreto, se consideran domicilio a efectos constitucionales las segundas viviendas o las habitaciones de hotel, aunque no constituyan la residencia habitual de los afectados.

Por lo que se refiere al “delito flagrante”, el Tribunal Constitucional lo ha definido como «situación fáctica en la que el delincuente es sorprendido -visto directamente o percibido de otro modo- en el momento de delinquir o en circunstancias inmediatas a la perpetración del delito» (STC 341/1993, de 18 de noviembre). Para que ello habilite a la entrada en un domicilio se exige: a) inmediatez del hecho, es decir, que se está realizando o se acaba de cometer; b) percepción directa del hecho; y c) la necesidad de intervención urgente para evitar la consumación del delito o la desaparición de los efectos del mismo (Sentencias del Tribunal Supremo 701/2005, de 6 de junio, y 40/2001, de 16 de enero).

El odio y su repercusión en el mundo del Derecho

Los medios de comunicación han difundido la denuncia que el PSOE ha presentado ante el Ministerio Fiscal por los hechos acaecidos frente a su sede de la madrileña calle Ferraz la pasada Nochevieja, cuando decenas de personas apalearon una piñata con el rostro del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Entre los varios delitos que considera el Partido Socialista susceptibles de investigarse, figura el denominado ”delito de odio”. Con independencia de las valoraciones éticas, morales o políticas de cada persona sobre el hecho en cuestión, así como sobre actos similares dirigidos anteriormente hacia otros líderes o formaciones partidistas, procede efectuar algunas aclaraciones o puntualizaciones desde una estricta perspectiva jurídica.

En primer lugar, aunque pueda resultar obvio o innecesario, procede dejar claro que no pueden regularse por norma los sentimientos humanos y que, por ello, no se puede imponer ni sancionar el odio, como tampoco el amor o, en su caso, la indiferencia hacia individuos o colectivos. Cabrá educar, concienciar o promover campañas de sensibilización, pero ninguna ley podrá imponer un determinado sentir, ni castigar la expresión de otro contrario al considerado deseable.

A partir de ahí, el odio se contempla en nuestro Código Penal desde dos perspectivas diferentes. Por un lado, como agravante a la hora de aplicar una pena por un concreto delito. Así, el artículo 22 apartado cuarto del CP considera como agravante cometer un delito por motivos racistas o por otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, o por la etnia o nación a la que pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, aporofobia o exclusión social, o por su discapacidad. La animadversión y el desprecio hacia esas personas o colectivos no se castiga como tal, sino como consecuencia de la comisión de un delito autónomo. Si se comete un homicidio, lesión o vejación, y la motivación está vinculada a la antipatía y la rabia del agresor hacia dichas características de la víctima, se le impondrá una pena mayor.

En segundo lugar, no ya como agravante de otro delito, sino como delito propiamente dicho, el artículo 510 del Código Penal castiga una serie de conductas contra personas o colectivos por las mismas razones ya expuestas en el apartado anterior. Se trata de un precepto extenso y complejo que, como resumen, persigue las conductas por las que se promueve o incita al odio, la hostilidad, la discriminación o la violencia contra un grupo, una parte del mismo, o un individuo determinado, por esas circunstancias expuestas derivadas de su raza, sexo, religión, orientación sexual, etcétera.

Por supuesto, uno de los principales problemas que existen en el ámbito jurídico radica en compatibilizar lo anterior con la libertad de expresión, por la que se pueden difundir libremente y como ejercicio de un derecho fundamental ideas o manifestaciones que no siempre resultan agradables al oído. Así, nuestro Tribunal Constitucional, entre otras en su célebre sentencia 112/2016 de 20 de junio, establece que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática». Es decir, no existe el derecho a no ser ofendido. Otra forma más coloquial de expresarlo, aunque provenga de un relevante magistrado, es la famosa frase del juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Robert Jackson, cuando afirmaba que “el precio de la libertad de expresión es aguantar una gran cantidad de basura”.

Lo cierto es que tal libertad de expresión también tiene límites, aunque no de todos ellos se ocupa el Derecho Penal por la vía del delito. Lo que sí se ha de recalcar, precisamente para poder trazar esa frontera que delimitará los propios límites es que, conforme a la Jurisprudencia tanto interna (Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional) como internacional (Tribunal Europeo de Derechos Humanos), para que exista delito de incitación al odio la acción debe dirigirse contra un colectivo calificado de “especialmente vulnerable”. A sensu contrario, si el supuesto destinatario de ese odio no se encuadra dentro de los denominados “colectivos vulnerables”, no se podrá aplicar el artículo 510 del CP.

La quema en 2019 de un monigote que, por aquel entonces, simbolizaba al expresidente catalán Carles Puigdemont, protagonizó otro episodio de los que se intentó perseguir como delito de incitación al odio. Sin embargo, en aquella ocasión los Tribunales descartaron la comisión del delito. Otro caso similar también tuvo lugar años atrás, cuando apareció colgado de un árbol un muñeco tiroteado representando a Santiago Abascal. El líder de VOX ejerció la acusación particular, reclamando una condena de tres años de prisión por un delito de odio. Nuevamente, la Justicia no consideró aplicable el denominado “delito de odio”, si bien lo condenó por amenazas a la pena de ocho meses de prisión y una multa. Así pues, considero que resulta inapropiado pretender la condena por un “delito de odio” de los hechos acaecidos en fin de año frente a la sede del PSOE, con independencia de la reprobación ética o moral que susciten.

Por último, conviene resaltar la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, condenando a España en más de una ocasión por las sanciones penales ante actos como la quema de la imagen del rey Felipe VI y recalcando que los cargos políticos, incluidos el Jefe del Estado y el Presidente del Gobierno, tienen que soportar una mayor injerencia en su honor y en su reputación, y que es el conjunto de la sociedad, y no los Tribunales, quien debe calificar las formas de protesta, rechazando determinadas conductas desagradables.

 

Incapacidades propias y ayudas ajenas

Hace algunos días se publicó una noticia en la que se afirmaba que el Gobierno de España había solicitado oficialmente a la Comisión Europea su mediación en las negociaciones para avanzar en la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Inmediatamente, también se difundió que Didier Reynders, Comisario europeo de Justicia,  estaba » reflexionando sobre esta solicitud de las autoridades españolas». Asimismo, semanas atrás ya se había dado a conocer que el PSOE y Junts per Catalunya habían recurrido a la supervisión de un verificador internacional, en concreto un diplomático salvadoreño, para que realizara una serie de funciones indeterminadas como mediador, iniciándose para ello una ronda de contactos en Suiza.

Existen numerosos manuales que ensalzan las bondades de la mediación para la resolución de conflictos. La intervención de un “tercero” neutral e imparcial que ayuda a dos personas a comprender el origen de sus diferencias, a conocer la visión del otro y a encontrar soluciones para resolver sus controversias puede suponer una alternativa apta para desatascar determinados problemas. No seré yo quien cuestione tal opción como vía para avanzar en la armonía y dejar atrás las disputas. La Ley 5/2012, de 6 de julio, de Mediación en Asuntos Civiles y Mercantiles, en su artículo primero establece que “se entiende por mediación aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador”.

No obstante lo anterior, cuando se trata de un Estado, de problemas constitucionales o de la política al más alto nivel, resulta más cuestionable que el recurso de la mediación se contemple con naturalidad y normalidad. De hecho, la mencionada ley excluye expresamente las controversias en las Administraciones Públicas de cualquier mediación posible. Cierto es que algunos pasos tienden a trasladar las herramientas de la mediación a los conflictos internacionales, pero en este caso ni siquiera se puede hablar de problemas entre dos países o de pugnas transfronterizas entre diferentes Estados, sino de divergencias internas de un país que se intentan resolver con la vigilancia, control o intercesión de una persona u órgano internacional, incluso trasladando al extranjero la ubicación de las conversaciones entre las partes en conflicto.

Y no puede verse con naturalidad dicho recurso a la mediación pues se supone que internamente existen instituciones y mecanismos especialmente previstos para discutir, debatir y resolver los problemas políticos y jurídicos que se planteen entre los partidos políticos o acerca del cumplimiento de las normas. El que se torne necesario solicitar ayuda a la Comisión Europea para renovar el Consejo General del Poder Judicial, o se requiera ir a Ginebra bajo la observancia de un diplomático extranjero para que el PSOE y Junts per Catalunya sean capaces de conversar, constata la incapacidad propia para abordar un asunto tan sencillo como nombrar a los miembros de un órgano o debatir políticamente entre partidos.

Es precisamente a este punto al que quiero llegar, al de la constatación de la incapacidad propia que conduce a recurrir a la ayuda ajena. Esta situación debe causar vergüenza y, ante la evidencia de ese fracaso personal, provocar una reacción para promover un cambio. Que los miembros del Consejo General del Poder Judicial lleven cinco años con el mandato caducado y que durante todo ese tiempo las Cortes Generales no hayan podido nombrar a los nuevos cargos debería abochornar a sus responsables. Y que dos formaciones políticas no puedan utilizar el Parlamento para discutir sus posiciones evidencia de nuevo la inutilidad de una institución cada vez más entregada al Ejecutivo. En definitiva, acudir a entidades y organismos internacionales para resolver cuestiones internas de nuestro país, lejos de constituir un signo de madurez y responsabilidad, obra como un reflejo de incompetencia.

Carece de sentido ocultar la realidad o disfrazarla de lo que no es. El Parlamento ya no sirve para discutir nuestros problemas políticos y los representantes no cumplen su función en las instituciones. Entonces, ¿qué opciones restan? Una, normalizar y aceptar esa manifiesta incapacidad y lanzarse a pedir ayuda internacional. Otra, llevar a cabo reformas internas para recuperar unas Cortes Generales que cumplan sus funciones de acuerdo a su naturaleza.

Urge repensar el modelo parlamentario, a día de hoy en situación de letargo, por no decir moribundo. Las Cortes Generales se hallan desnaturalizadas, habida cuenta de que son la institución que controla al Gobierno y que, de forma libre, representa al pueblo. Actualmente, una ficción, por no decir una ciencia ficción. Diputados y senadores no controlan a nadie. Más bien, son controlados por los partidos y acatan las directrices de sus órganos de dirección. La disciplina de partido (prohibida expresamente por nuestra Constitución, pero admitida en la práctica) y el control respecto de quiénes integran las listas electorales, han convertido a “nuestros” representantes en cumplidores dóciles y obedientes a sus respectivas siglas.

Ciertamente, tal y como establece la ley, los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial deben ser elegidos por los diputados y senadores de las Cortes Generales. Sin embargo, la realidad es que no eligen nada ni a nadie. Ni siquiera son ellos los que se reúnen en el Parlamento de la Nación para llegar a acuerdos. Esperan a que sus líderes se pongan de acuerdo en las respetivas sedes de sus partidos y escojan según su criterio para, a posteriori, limitarse a pulsar el botón que les ordenan. Un fenómeno similar sucede con el denominado “problema catalán”. Diputados y senadores tampoco se ocupan de este tema. Aguardan pacientemente a que el Gobierno y Carles Puigdemont fijen las reglas sobre cuándo, cómo, dónde y quiénes se reúnen para, a renglón seguido, apretar dicho botón que se les indique. Para eso, pues, no necesitamos un Parlamento.

Es preciso acabar con esta situación y abordar cambios en las normas electorales y en la regulación de las asambleas legislativas, a fin de reforzar la separación de poderes, recuperar la institución parlamentaria como centro de gravedad del sistema político y ejercer la verdadera representatividad de los diputados y senadores electos respecto de sus electores. En caso contrario, habrá que admitir esa incapacidad propia para resolver los problemas y que conduce a solicitar ayuda internacional.

Amnistía y “Lawfare”: maquillaje y eufemismo

Las últimas semanas (y, a buen seguro, las venideras) han estado marcadas por el pacto establecido entre el PSOE y Junts Per Catalunya (partido al que pertenece Carles Puigdemont), así como por la investidura de Pedro Sánchez como Presidente del Ejecutivo. Desde el punto de vista político se pueden realizar múltiples consideraciones, si bien yo me intentaré centrar exclusivamente en las jurídicas. Por un lado, el Partido Popular debe reconocer de una vez por todas la diferencia entre ganar las Elecciones Generales y poder formar Gobierno. En España lo logra quien obtenga más apoyos en el Congreso de los Diputados, sea el partido con más diputados o no. Por otra parte, el Partido Socialista ha de ser consciente de que posee un amplio margen para llegar a acuerdos con sus futuros socios, pero no un margen ilimitado. No podrá extralimitarse en modo alguno ni de la Constitución ni de las previsiones que sobre el Estado de Derecho figuran en los Tratados y normas de la Unión Europea.

Y, aunque los socialistas defiendan ahora las bondades de la amnistía, deberían admitir al menos que existen fundadas razones para rechazarla, si quiera porque ellos mismos avalaban dicha postura hasta las elecciones celebradas en julio, existiendo declaraciones tanto de Pedro Sánchez como de varios de sus ministros manifestando su inconstitucionalidad y su inconveniencia. Se necesita una gran cantidad maquillaje y una potente campaña de marketing para dar un giro de ciento ochenta grados en apenas unos meses y proclamar como constitucional lo que antes no lo era. Pero, en política, parece que todo cabe y la conveniencia partidista tiene más peso que los ideales que supuestamente la sustentan. Sin embargo, el ámbito jurídico, pese a disponer también de cierto margen para la interpretación normativa, no es tan flexible como para pasar del negro al blanco por arte de magia.

Ciertamente nuestra Carta Magna no utiliza en ningún momento la palabra “amnistía” y, por lo tanto, no la prohíbe expresamente. Ahora bien, varios artículos y mandatos constitucionales posibilitan deducir inequívocamente su veto. Así, el artículo 62 prohíbe expresamente los “indultos generales”. La diferencia entre la amnistía y el indulto radica en que el segundo supone un perdón posterior a que los juzgados o tribunales juzguen y condenen, mientras que la primera supone un impedimento legal a que el Poder Judicial pueda realizar su labor jurisdiccional. Por ello, si se prohíbe la medida de gracia de menor calado, no puede defenderse que se permita la de mayor entidad.

A pesar de que el Tribunal Constitucional no se ha pronunciado sobre la constitucionalidad de una amnistía, pues no ha existido ninguna con posterioridad a la entrada en vigor de nuestra Constitución, sí existen algunos de sus pronunciamientos en este sentido. Por ejemplo, en el Auto 32/1981 ya se manifestaba claramente que las medidas generales de gracia están prohibidas de forma expresa por la citada norma constitucional.

Todo ello por no hablar de otras consideraciones, como que la fundamentación teórica de las amnistías halla cabida ante alteraciones bruscas de Formas de Estado o de modelos de convivencia que impliquen un cambio de legitimidad jurídica y política. Cabe aludir en este punto al tránsito de una dictadura a una democracia, supuesto que dio lugar a la ley de amnistía aprobada en nuestro país en 1977.

Obviamente, no pueden compararse con rigor las denominadas “amnistías fiscales” con este otro tipo de amnistía. Para empezar, y al margen de las valoraciones políticas que cada cual quiera defender al respecto, las amnistías fiscales no implican en ningún caso que los defraudadores no deban pagar nada por el dinero no declarado. Se establecen porcentajes de pago más benévolos que acarrean, en todo caso, una recaudación para la Hacienda Pública, sin perjuicio de que, a cambio de las declaraciones y los ingresos derivados de ella, no se impongan multas, recargos u otras sanciones. Hablamos, no obstante, de efectos eminentemente administrativos y de relaciones entre ciudadanía y Hacienda, no de la imposibilidad de los tribunales para perseguir delitos y aplicar las leyes de forma genérica.

Pero, además de la amnistía, se ha de incorporar al vocabulario político la expresión “Lawfare”. Al parecer, resulta habitual recurrir a un término extranjero  o a algún concepto de sonoridad más agradable para ocultar el verdadero significado de lo que sucede. El eufemismo consiste en utilizar una palabra más suave o decorosa en vez de otra considerada de mal gusto, grosera o incómoda de pronunciar y oír.

La pretensión consiste en hacer ver que los jueces y tribunales han actuado movidos por motivaciones políticas y en contra de determinadas ideologías, de tal manera que los procesos judiciales y las condenas pronunciadas no se deben a la aplicación de las leyes sino a una persecución política. No seré yo quien afirme que hay que estar de acuerdo con todas sus resoluciones. De hecho, discrepo de ellas en no pocas ocasiones. Pero la regla básica, esencial, elemental e imprescindible del Estado de Derecho estriba en el acatamiento de las normas y de las sentencias judiciales, gusten o no.

El Constitucionalismo, en sus diferentes versiones, comporta dos grandes objetivos: por una parte, organizar y limitar al poder y, por otra, reconocer y garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. No se entienden los modelos constitucionales ni las democracias surgidas de los mismos sin el control y limitación de los Poderes Públicos, es decir, de los gobiernos, de los partidos políticos y de los cargos públicos. Como es lógico, cualquier poder se resiste a ser controlado y fiscalizado y desde hace siglos la tensión entre los órganos judiciales que controlan y los poderes públicos controlados se ha producido y se seguirá produciendo. No constituye ninguna novedad.

Ahora bien, debe quedar meridianamente claro que el Poder Judicial, con sus aciertos y sus errores, juzga actos, no ideas. Jamás ha existido una sola condena por defender ideas, pero sí por ejecutar actuaciones en defensa de las mismas que se han considerado contrarias al ordenamiento jurídico.  Determinados líderes políticos piensan que la legitimidad que les otorga los votos les inviste de una especie de impunidad, de tal manera que pueden hacer y deshacer a su antojo, amparados en unas determinadas aspiraciones y sin que por ello se les pueda denunciar, procesar o condenar. En definitiva, defienden una sociedad con dos tipos de personas: el conjunto de la ciudadanía, que debe cumplir con todas las normas y con todas las sentencias, les gusten o no, y los mandatarios, gobernantes y líderes políticos, que pueden verse inmunes a la hora de rendir cuentas ante la Justicia y de cumplir las normas en función de sus particulares ideologías o creencias.

Evidentemente, eso no es democracia, eso no es un Estado de Derecho y eso no es un sistema constitucional. Se pretende dar un primer paso para cambiar la esencia misma de ese sistema y que sean los órganos de naturaleza política los que controlen y fiscalicen el Poder Judicial. No es, pues, de extrañar que todas las asociaciones de jueces y fiscales, tanto las calificadas de “progresistas” como las denominadas “conservadoras”, hayan compartido manifiestos y comunicados criticando y rechazando el pacto entre el PSOE y “Junts per Catalunya”

Aunque el Partido Socialista cuente con la legitimidad constitucional para formar Gobierno si recibe el apoyo mayoritario del Congreso, debería reflexionar sobre los medios utilizados para la consecución de sus fines. De hecho, muchos de sus líderes, presentes y pasados, se muestran abiertamente contrarios al modo en el que la actual dirección está negociando la investidura del nuevo Gobierno. Porque estas cuestiones no tienen que ver con ser de izquierdas o de derechas, militantes de un partido o apolíticos. Tienen que ver con la defensa, por encima de todo, de una serie de valores y principios. Y cuando defiendes esos valores y principios, también tienes que ceñirte a ellos cuando no te convienen. De lo contrario, no los defiendes.

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