INCITAR A LA DESOBEDIENCIA DESDE LA POLTRONA

1410258472391Hace apenas unos días Oriol Junqueras, alcalde de Sant Vicenç dels Horts, presidente de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), diputado autonómico en el Parlamento catalán, otrora eurodiputado y a saber con cuántos cargos públicos más completando su currículum, proponía sin tapujos incumplir la legalidad, al mismo tiempo que defendía la desobediencia civil frente al cumplimiento de las normas y las sentencias judiciales, emulando -según él- a Martin Luther King en su defensa de los derechos de los afroamericanos en la Norteamérica de mediados del siglo pasado. Olvida el líder independentista (ignoro si intencionadamente o no) que el famoso mártir de tan noble causa se dedicaba a combatir contra un sistema en el que, a diferencia de Junqueras, no acaparaba cargos ni emolumentos ni privilegios. Por lo tanto, resulta harto sorprendente que se permita el lujo de deslegitimar ese mismo modelo que le reporta tantos puestos de relevancia en su condición de representante del pueblo, de la que tanto se jacta en su discurso habitual. En cualquier caso, y al margen de la incoherencia que denota desacreditar al Estado Constitucional que le ampara, así como las evidentes diferencias existentes entre el problema catalán en España y el racial en EE.UU., esta llamada a la rebeldía, promovida y defendida por un cargo público, bien merece una seria reflexión.

Y es que la desobediencia civil, como buena parte de los conceptos actuales, puede revestirse y disfrazarse para acabar significando una cosa y la contraria: la injustificada vulneración de una norma aprobada por la mayoría y aplicada por los tribunales de un país respetuoso con los derechos y garantías de los ciudadanos o -si se le inoculan las suficientes connotaciones románticas y heroicas- la noble resistencia ante la más vil injusticia que proviene del poder corrupto y despótico. El mismo término sirve para describir un vicio y una virtud y la reacción que provoca nace generalmente fuera del sistema, no dentro del mismo. Sin embargo en España, nación paradójica por excelencia, los diputados, senadores, alcaldes y representantes que, desde sus poltronas, se dedican a sostener pancartas antisistema con la misma facilidad con la que entregan sus tarjetas de visita plagadas de cargos y exigen el tratamiento de Ilustrísima, son demasiados.

«Así me gusta, que ondeen las banderas del descontento» decía Charlton Heston en “El planeta de los simios”. Pues aquí lo mismo. Ahora bien, decidido ya a incumplir las leyes que él califica de intolerables, me gustaría saber si el líder de Esquerra considera igual de loable la resistencia a cumplirlas por parte de un empresario al que se le impone una multa por rotular su comercio en castellano o la insubordinación de un padre de familia ante la imposición de que su hijo no pueda educarse en español. Porque, puestos a echarse las manos a la cabeza por la vigencia de normas que incitan a la insubordinación, los propios nacionalistas catalanes acumulan una larga serie de disposiciones que también invitan al enfrentamiento. La gran diferencia estriba en que los afectados por esa discutible reglamentación, ciudadanos de a pie normales y corrientes, acuden a los tribunales y ganan con frecuencia sus pleitos, mientras que ellos, desde los atriles que les brinda la Constitución Española, se dedican a ser desleales a esa misma Carta Magna que les da cobertura y a llenarse la boca apelando a la desobediencia civil.

Tanto Junqueras como quienes, desde cargos de responsabilidad, alientan el enfrentamiento social y la vulneración del Estado de Derecho, me recuerdan a aquel anuncio en el que un jugador amenazaba con llevarse a su casa el juego de mesa si no se aceptaba “pulpo” como animal de compañía. O al del niño malcriado que, como es el dueño del balón, amenaza con arrebatárselo a sus compañeros de juego si no reconocen que él ha ganado el partido. Solo que, en el caso que nos ocupa, nuestro sistema constitucional no es suyo. Es de todos. Y no se puede tolerar semejante desafío.

 

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