LA PELIGROSA TENDENCIA A DESPRESTIGIAR LO PÚBLICO

publico00Es muy complicado analizar el actual momento que nos está tocando vivir. El cúmulo de aspectos dominados por la crisis es tan amplio y variado que limitarnos a hablar de economía o finanzas es un error manifiesto que solo puede hacerse en el supuesto de que se pretenda ocultar la realidad o, directamente, negarla. Y, obviamente, ese no es el camino para prosperar y dejar atrás los tiempos difíciles. El mejor escenario para adoptar soluciones es aquel que no te condiciona previamente a apostar por una opción concreta ni que tampoco te asusta hasta el punto de preferir su negación, ya que ambas premisas constituyen el origen de muchos conflictos. En el primer caso, no se toma la decisión después de una reflexión objetiva y razonada, sino que se acuerda de antemano torciendo y forzando los argumentos que aparentemente la avalan.  En el segundo, se elige la vía del auto engaño para solventar las cuestiones planteadas. En definitiva, son dos caminos nefastos para salir del túnel que conducen a un fracaso seguro. 

Conviene aceptar de entrada que existe una denigración de lo público. En teoría, “la cosa pública” merecería, además de aglutinar los intereses generales de la ciudadanía, estar revestida de una excelencia indiscutible que el mero interés privado -aun existiendo y siendo susceptible de protección- no se atreviese jamás a conculcar. Sin embargo, el descrédito de instituciones,   cargos y servicios públicos se extiende sin que evitarlo parezca posible. Y es en esa degeneración de lo que debería ser ensalzado donde está la raíz de la mayor parte de los males que ahora nos aquejan. La pésima imagen que arrastran no se debe, por lo general, a los profesionales de las diversas Administraciones sino más bien a sus directivos y a los políticos de quienes dependen. Son ellos quienes lastran el prestigio de los funcionarios de cualquier ámbito, sean médicos, maestros, policías o empleados. Esta impresión se desprende claramente de las encuestas y los estudios sociológicos y así es sumamente difícil que una democracia pueda prosperar.

En el fondo de todo este panorama subyace la peligrosa tendencia a que la mediocridad lo contamine todo y a que conceptos como “excelencia”, “rigor” o “servicio” sean percibidos como una excepción. La generalidad tiende a primar el cortoplacismo fácil frente al esfuerzo, la comodidad en vez de la responsabilidad, las políticas rápidas en lugar de las justas y, sobre todo, la prioridad de los intereses de partido por delante de los intereses ciudadanos con el único objetivo de acceder al poder. Al hilo de las palabras de Winston Churchill cuando expresaba que «el político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones» tengo la impresión de que en nuestro país sobran políticos y faltan estadistas. Dicho lo cual, también estoy convencido de que existen numerosos candidatos cualificados intelectualmente que mejorarían esta forma tan mediocre de hacer política pero que o se frenan o chocan contra unas estructuras donde predominan la disciplina y la jerarquía sobre el debate de ideas y donde prevalecen los intereses de los líderes antes que el protagonismo de las bases. Lamentablemente, por ese camino (el de “estás conmigo o estás contra mí”, el de “el que se mueve no sale en la foto”) hasta el  más adecuado de los sistemas termina por corromperse.

Y es justamente en este punto en el que nos encontramos, como la pescadilla que se muerde la cola y que nos remite a un bucle diabólico del que parece imposible salir. Es preciso, además de llevar a cabo reformas económicas y laborales, realizar otras de carácter político que afecten a las leyes electorales, al funcionamiento de los partidos políticos y a la potenciación de la democracia directa y que solo pueden ser impulsadas por esos mismos que se encuentran comodísimos con la actual situación y que, por lo tanto, no tienen ningún interés en acometer. Es imprescindible que los ciudadanos exijamos claramente dichos cambios y que pongamos de manifiesto la importancia de volver a revestir lo público de la dignidad que merece, una dignidad que jamás debió perder.

 

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