Qué esperar del nuevo monarca (y qué no)

discurso-rey--644x362Formalizado el cambio en la Jefatura del Estado, procede ya mirar hacia el futuro. En este clima de crisis económica que alcanza a otros ámbitos institucionales, sociales y políticos, son muchas las voces que se alzan proponiendo ideas, o más bien deseos, sobre cómo debe afrontarse esta nueva etapa de la Historia de España. Ante este aluvión de manifestaciones y proclamas, conviene tener bien presentes algunos principios básicos y elementales del constitucionalismo y de las monarquías parlamentarias, para no confundir conceptos ni aspirar a objetivos imposibles.

A estas alturas, he escuchado numerosas declaraciones sobre la pretensión de que Felipe VI impulse -prácticamente, lidere- las reformas esenciales que precisa España para modernizarse y adaptarse a los nuevos tiempos. Peticiones sobre la mejora de la calidad democrática, la transparencia e, incluso, el denominado «Estado del bienestar», se le acumulan al nuevo monarca. A este respecto, es preciso aclarar que, por definición, un rey desempeña una serie de funciones tasadas y simbólicas, generalmente de cumplimiento debido y no discrecional, que no le permiten llevar adelante ninguna iniciativa en cuanto a las decisiones de carácter político y normativo de la Nación. Podrá, en su caso, mantener un tratamiento más cercano con la prensa, multiplicar el número de actos de su agenda o dar una imagen más afable pero, por definición, no debe entrar en ningún otro terreno. De hecho, su posición de neutralidad se lo impide y le sitúa al margen de las estrategias de los partidos, inmune a las periódicas convocatorias electorales y apartado de la toma de decisiones. En otras palabras, si queremos un Jefe del Estado que impulse programas de actuación, leyes y una participación activa en la misión de cambiar la sociedad, no queremos un monarca.  

Por el contrario, lo que sí se le puede exigir a Felipe VI es la dedicación más absoluta a su cometido como símbolo y como representante de España en la escena internacional, un moderador que cumpla con sus obligaciones institucionales con prontitud pero siempre sometido a las directrices que provienen de quienes poseen la legitimación democrática. Y, por derivación de lo anterior, también es exigible la irreprochable conducta ética y moral que ha de ir implícita a todo cargo público, en su caso de un modo más especial si cabe, ya que si el resto de representantes estatales, autonómicos y locales asumen un control periódico a través de las urnas y pueden ser objeto de procedimientos judiciales, él evita ambas circunstancias en virtud de la sucesión dinástica y de la irresponsabilidad proclamada en la Constitución. Aunque personalmente considero que dicha inmunidad ha de interpretarse de forma restrictiva y limitarse a la responsabilidad derivada de los actos en el ejercicio de su cargo (al existir la figura del refrendo, otra persona la asume por él), en la práctica se ha derivado hacia una esfera de impunidad tan difícil de explicar como de entender y que, por lo menos, debería llevar aparejada una conducta exquisita que evitara la más mínima crítica.De hecho, del discurso pronunciado en el día de ayer por el nuevo titular de la Corona se desprende con claridad que es muy consciente de los deberes y de las responsabilidades inherentes a su recién estrenado cargo. Confío, por el bien de nuestro país, que sus bonitas palabras se conviertan en hechos el día de mañana.

Asimismo, son jornadas en las que se están escuchando voces que solicitan un cambio de forma de gobierno y que defienden para nuestro futuro la opción republicana. A este respecto, cabe añadir tres puntualizaciones. La primera, que ni la monarquía ni la república son un fin en sí mismo sino un medio para alcanzar la auténtica meta de todo modelo constitucional: garantizar los derechos de los ciudadanos, el Estado de Derecho, la democracia y la separación de poderes. La segunda, que lo deseable es que la forma en que se organizan los órganos constitucionales suscite un arraigo y un apoyo de la ciudadanía, si no unánimes, sí claramente mayoritarios. Por ello, no se debe cerrar la puerta a los cambios que aseguren que ese pueblo (el verdadero soberano, no lo olvidemos) se sienta identificado y a gusto con su sistema de gobierno. Y la tercera, que mientras esos hipotéticos cambios futuros no se produzcan, resulta imprescindible cumplir con la legislación vigente. Hasta que no quede plenamente demostrado que otro consenso diferente al de 1978 se consolide, procede continuar con éste que, hasta la fecha, nos ha proporcionado lo verdaderamente importante: un Estado Social y Democrático de Derecho. Su profundización y mejora es la principal meta que nos aguarda y, para afrontarla, se impone una profunda reflexión sobre el comportamiento de nuestros dirigentes y sobre nuestra implicación como ciudadanos. Y ante este reto tan crucial, el nuevo rey, aun constituyendo una figura relevante, no deja de ser un actor secundario.

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