SOBRE LA EXTENSIÓN DEL AFORAMIENTO Y DE LA INMUNIDAD DE LOS MONARCAS

justicia-ciegaLa abdicación del rey Juan Carlos I y la consiguiente proclamación de su heredero, Felipe VI, ha originado numerosos debates políticos y constitucionales. De entre todos ellos, es el que se refiere a la inmunidad y al aforamiento el que cobra ahora mayor protagonismo. La explicación se halla en la reciente aprobación de una ley por las Cortes Generales en la que el Partido Popular ha introducido, por vía de enmienda, que el monarca saliente y algunos miembros de la Familia Real gocen de ese trato especial que conlleva la figura del aforamiento. Llegados a este punto, conviene tener claros una serie de conceptos.

El Jefe del Estado español goza de inmunidad porque así lo establece la Constitución en su artículo 56, cuando dice su persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Esta situación proviene de una antigua tradición de las monarquías que es fruto del viejo aforismo británico «The king can do not wrong». En la actualidad, significa además que se exonera al monarca de toda responsabilidad, no sólo jurídica sino también política, puesto que el titular de la Corona nunca actúa solo («The king can not act alone”) y, en consecuencia, responden por él quienes, mediante el refrendo en sus diversas formas, asumen tales actos como propios.

Bien es cierto que, con el transcurso de los años, dicha figura ha perdido su sentido, se ha vuelto caduca y resulta absolutamente incompatible con el espíritu de los Estados de Derecho avanzados, máximo cuando genera impunidades y situaciones de desamparo provocadas por la inaplicación de las normas y, sobre todo, cuando se extiende a supuestos que nada tienen que ver con el ejercicio de las funciones de un Jefe del Estado, sin que la vía del refrendo mitigue esa irresponsabilidad.

Cuestión distinta es la relativa al aforamiento, que en absoluto proporciona a las personas espacios de impunidad sino una modificación de las reglas que establecen qué juez será el encargado de juzgarlas. En este caso, ante una demanda, denuncia o querella, se fija un tribunal superior (normalmente, el Tribunal Supremo) como único órgano habilitado para enjuiciar el caso, en lugar de considerar competente el que corresponde al resto de sus conciudadanos. El hecho es que, aunque no se trata del mismo supuesto que la inmunidad, supone igualmente un quebranto en la selección del juez ordinario predeterminado por la ley, que deberá justificarse debidamente para no convertir en papel mojado el principio de igualdad que debe presidir nuestro sistema constitucional. En palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, una diferenciación es discriminatoria si carece de una justificación objetiva y razonable, esto es, si no persigue un objetivo legítimo o si no existe una relación razonable de proporcionalidad entre los medios empleados y el fin perseguido.

Analizado de esta manera, el aforamiento con que se pretende blindar al padre del actual Rey de España recorre la habitual senda de chapuzas y parches a la que ya nos tienen acostumbrados, tanto en la forma como en el fondo.

En cuanto a la forma, sus responsables no se han atrevido a proponer una norma específica que regulase esta materia y que, tras el necesario debate parlamentario, obtuviera la aprobación mayoritaria de las Cámaras. Por el contrario, han aprovechado un proyecto de Ley Orgánica destinada a regular otras cuestiones (en concreto, la racionalización del sector público y otras medidas de reforma administrativa que modifican la Ley Orgánica del Poder Judicial) para colar por la vía de una enmienda el aforamiento del monarca recién abdicado. Obviamente, no existe conexión lógica alguna con el resto del contenido de la norma aprobada, siendo ejemplo de una técnica legislativa chapucera que, pese a ser muy criticable, no deja de ser más habitual en nuestro parlamentarismo de lo deseable.

Y, por lo que respecta al fondo, ese aforamiento estirado artificialmente a las fechas posteriores al ejercicio de ese cargo público que lo pudo justificar y, para colmo, ampliado a cualquier aspecto (conectado o no) con el desempeño de la Jefatura del Estado, constituye el enésimo borrón en el nivel de pulcritud de nuestro Estado de Derecho. Por consiguiente, y retomando la argumentación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, si era el cargo el que justificaba el trato diferenciado, mantenerlo sin vincularlo al mismo debería considerarse una diferenciación discriminatoria, al carecer ya de la justificación objetiva y razonable que lo fundamentaba.

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