Sobre las mayorías y sus legitimidades

2239928Tras las elecciones del 20 de diciembre y del 26 de junio, se han podido escuchar un cúmulo de afirmaciones sobre la legitimidad para gobernar y sobre la responsabilidad de los dirigentes políticos para facilitar el acceso al poder de uno u otro partido. En dichos debates, a menudo alejados de la objetividad debido al interés y a la conveniencia de los propios implicados, se han mezclado conceptos para, a mi juicio, tratar de desvirtuar los principios esenciales de nuestro sistema parlamentario. Por ello, resulta conveniente realizar una serie de puntualizaciones al respecto.

Guste o no guste, en un sistema parlamentario el pueblo no elige al Presidente del Gobierno. Ni en la convocatoria de las elecciones ni en las normas electorales existen argumentos que vinculen los votos de los ciudadanos a la persona que ocupará la Presidencia de la nación. De hecho, ni siquiera es necesario que este ostente la condición de diputado. Bastará con que goce de la confianza de los miembros del Congreso, aunque no haya pasado por las urnas. Así son las reglas a día de hoy y, mientras no se modifiquen, a ellas nos tenemos que atener. Cosa bien distinta es que se defienda la conveniencia de cambiar de sistema y tender hacia modelos más presidencialistas en los que, a una vuelta o a dos, el pueblo designe directamente al líder del Ejecutivo. Hasta yo me sumaría con entusiasmo a dicha propuesta de reforma si estuviera correctamente planteada, porque el modelo actual comienza a dar evidentes signos de agotamiento, cuando no muestras de caducidad. Pero, en todo caso, se trataría de una controversia de cara al futuro.  

El presente intento de equiparar una mayoría simple de votos y/o escaños a un derecho de acceder al cargo gubernamental es una patente distorsión de nuestras normas, además de una maniobra poco elegante de desinformación y de manipulación de la ciudadanía. Paradójicamente, el concepto de mayoría, por muy matemático que sea, puede utilizarse de diferentes maneras y para defender posturas muy diversas. Evidentemente, los ciento treinta y siete diputados del Partido Popular logrados en las últimas Elecciones Generales (entre ellos, dos de Unión del Pueblo Navarro que, a buen seguro, terminarán en el Grupo Mixto) son más que los ochenta y cinco obtenidos por el Partido Socialista Obrero Español (uno de ellos, de Nueva Canarias, que tampoco se quedará en las filas del PSOE). Sin embargo, también evidentemente, esos mismos ciento treinta y siete diputados populares son una minoría frente a los doscientos trece que restan para conformar la totalidad del Cámara Baja.

Lo mismo podría decirse del pacto PSOE-Ciudadanos de hace algunos meses. Sus ciento treinta diputados (ciento treinta y uno, contando el de Coalición Canaria en segunda votación) sumaban más que los del entonces primer partido en número de escaños, pero en la investidura se evidenció la esterilidad de aquella suma, puesto que tenía enfrente a más de doscientos representantes.  Por lo tanto, en ausencia de mayoría absoluta, también se puede alegar una hipotética mayoría (legitimadora o no) en función de los rechazos que esta genere, y no aludiendo tan sólo al argumento de poseer más asientos que los rivales en el hemiciclo.

Ante la posibilidad de unas hipotéticas terceras elecciones, pues, la llamada a la responsabilidad debe hacerse a todos los implicados en el proceso. No contando ninguna formación política con mayoría absoluta para gobernar, es necesario pactar. O, dicho de otra manera, es preciso ceder. Ni el más votado puede imponer su programa y su concreto candidato, ni los restantes grupos o coaliciones pueden exigir la totalidad de propuestas y el reparto de cargos. Es hora de buscar las coincidencias en vez de insistir en las diferencias y, a partir de ese punto, comenzar a construir un proyecto. Y es precisamente para llevar a cabo esa labor cuando todos deben ser generosos. Parece razonable que quienes han obtenido menor apoyo cedan en mayor medida, pero sin olvidar que ninguno de ellos cuenta con el suficiente respaldo ciudadano para gobernar por sí solos. Si quienes aspiran a ser auténticos hombres de Estado (todos, sin distinción) poseen un mínimo de sensatez, deberán desprenderse de su orgullo y su vanidad, ceder parte de sus intereses particulares y centrarse en  los intereses comunes. De lo contrario, ya pueden ir poniendo fecha a los próximos comicios.

Una última matización sobre las denominadas “líneas rojas”. Nuestros políticos pueden negociar y debatir sobre multitud de asuntos, pero no sobre el cumplimiento de las normas. Podrán decidir cambiar una ley, pero deberán respetarla hasta que se modifique. Quizás acuerden reformar la Constitución, pero habrán de garantizar su cumplimiento mientras no se inicien los trámites para su revisión. Contrariamente a lo que se dice por ahí, ellos sí tienen líneas rojas, porque ni están por encima del ordenamiento jurídico ni pueden desvincularse del Estado de Derecho. Al menos, mientras España siga incluida en la órbita de países democráticos y constitucionalistas.

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