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Democracia caduca, democracia perenne
Theodore Roosevelt fue el vigésimo sexto Presidente de los Estados Unidos de América, en el periodo comprendido entre 1901 y 1909, así como el primero en recibir el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos para poner fin a la guerra entre Rusia y Japón. Una de sus frases más conocidas es la siguiente: “Una gran democracia debe progresar, o pronto dejará de ser o grande o democracia”. En otras palabras, cuando una Nación se convierte en una Democracia, tal logro no puede considerarse nunca como definitivo. Las libertades y las ventajas de dicho sistema pueden degradarse, e incluso perderse, si no se realiza un esfuerzo colectivo por reforzar y progresar constantemente en los valores y elementos imprescindibles para su mantenimiento.
No hace falta ser un gran estudioso ni un avispado analista para concluir que en los últimos años se está produciendo un deterioro en las sociedades que se auto califican como libres y democráticas. El asalto violento al Capitolio con el que inauguramos este 2021 constituye un buen ejemplo de la degeneración de la nación que otrora presumía de ser un modelo a seguir en lo tocante al Constitucionalismo. No obstante, en modo alguno se trata de un problema exclusivamente norteamericano. La violencia, sea física o dialéctica; la desigualdad, sea económica o social; la crisis, sea de valores o patrimonial; y el continuo enfrentamiento, sea religioso, racial o geoestratégico, conforman un caldo de cultivo muy propicio para avivar el descontento de la ciudadanía y la proliferación de los extremismos. Si a ello se añaden los asuntos derivados de una pandemia mundial y de una incontrolable presión migratoria, el porcentaje de ciudadanos que se sienten engañados ante el incumplimiento de las promesas del denominado “Estado de bienestar” y dispuestos a caer en brazos de cualquier discurso que les garantice su particular idea de progreso crece sin remisión.
A mi juicio, nos hemos despreocupado, como sociedad, de robustecer nuestra democracia, bien porque se ha consolidado la pueril y errónea idea de que basta con meter una papeleta en una urna cada cuatro años para sustentarla, bien porque se considera de forma infantil y equivocada que es suficiente con proclamar su existencia en una norma para que resista inalterable cualquier embate. Sin embargo, como ocurre con las hojas de los árboles, la Democracia puede ser también caduca o perenne, sin garantizar eternamente su supuesto escenario de libertad y prosperidad. Cuatro son las enfermedades sociales que nos aquejan y que debemos tratar y curar con afán, al modo que actualmente se lucha contra el coronavirus:
La primera: la división social en bandos irreconciliables. Las luchas religiosas, raciales, económicas y políticas provocan que ahora nos sintamos más divididos que nunca. Encontrar objetivos, principios y deseos que nos unan como sociedad resulta una ardua tarea. Se impone lo que nos separa y da la sensación de que la finalidad no es convencer, ni tampoco respetar a quien piensa distinto, sino aniquilarlo y pasarle por encima. No se ejerce la critica sobre actos o decisiones concretos, sino sobre sus autores, en función de si son “los míos” o “los otros”, y así es imposible construir una nación sobre la que asentar una democracia.
La segunda: la creciente desigualdad genera cada vez una mayor tensión social y supone una fuente de injusticia que, tarde o temprano, explota por algún lado. Todos los informes que analizan esta cuestión, provengan del organismo que provengan (ONU, Consejo de Europa, ONGs, etc.) llevan décadas alertando sobre el incremento de las desigualdades en el mundo, una realidad que evidentemente no se transforma fomentando la vía de las “subvenciones para todos”. Se trata de generar auténticas oportunidades en ámbitos como la educación, el trabajo y la cultura para que generaciones presentes y futuras puedan sentirse libres y desarrolladas en la esfera personal.
La tercera: la paulatina y constante concentración de poder en los Gobiernos, que convierten cada vez más en pura teoría, al margen de la práctica, los frenos, contrapesos y controles imprescindibles en los Poderes Públicos. Idéntica actitud ascendente presentan los partidos políticos a la hora de asfixiar la Democracia, imponiendo sin cesar las listas cerradas y bloqueadas a los votantes, teatralizando sus primarias internas y convirtiendo a sus formaciones en “oficinas de empleo” para sus afiliados, a quienes colocan en los puestos que sea menester, como parásitos incapaces de vivir prescindiendo de un sueldo público y un coche oficial.
La cuarta: la creciente falta de formación de la ciudadanía y la deficiencia de nuestro sistema educativo, que refleja la paradoja de contar con los miembros con más títulos y conocimientos técnicos y, al mismo tiempo, más crédulos y manipulables, en lugar de más críticos y reflexivos.
Si no tomamos conciencia urgentemente de esta tesitura y comenzamos a mimar nuestra democracia, un día nos levantaremos entre lamentos asistiendo a su pérdida, por colaborar con nuestra actitud a convertir en caduco un sistema que debe ser necesariamente perenne.
Periodismo y Democracia: simbiosis imperfecta
Según el último informe de Reporteros Sin Fronteras (organización no gubernamental internacional de origen francés cuyo objetivo es defender la libertad de prensa en el mundo y, en concreto, a los informadores perseguidos por su actividad profesional), durante el pasado 2020 fueron asesinados 50 periodistas por ejercer su profesión y otros 387 se encuentran presos por realizar dicho trabajo. Son cifras que, aunque se repiten año tras año, hemos asimilado como casi “normales”, y es que todo dato que se reitera una y otra vez corre el riesgo de ser aceptado como una realidad a la que el individuo se termina por acostumbrar. Pero no debería ser así. La relación entre libertad informativa y Democracia es estrecha, habida cuenta que el primer concepto constituye una condición “sine qua non” para la existencia del segundo. Cuanto más perfecta, rigurosa y excelente sea la primera, mejor calidad tendrá la segunda. «La prensa es la artillería de la libertad», decía Hans Christian Andersen. «Las naciones prosperan o decaen simultáneamente con su prensa», decía Joseph Pulitzer. Ambas, afirmaciones certeras. Sin una prensa libre, la libertad queda indefensa y las naciones democráticas caen.
Por ello, debemos preguntarnos si nos preocupa realmente esa calidad de la información que consumimos, la veracidad de las noticias que se difunden y las condiciones en las que un periodista trabaja o un medio de comunicación informa. Mucho se ha hablado estos últimos meses sobre las precarias situaciones laborales del personal sanitario (otro servicio público esencial que ha de ser objeto de nuestra preocupación), pero apenas nadie repara en los canales que emiten las informaciones, por más que resultan fundamentales. Tanto como la Administración de Justicia, la Sanidad o la Educación, la libertad de prensa se alza como indispensable en un Estado Constitucional pleno. Sin embargo, despierta escaso interés entre la ciudadanía y cuenta con una exigua protección en nuestro ordenamiento jurídico.
Es cierto que las estadísticas reflejadas en el informe de Reporteros sin Fronteras se asocian a países como México, China o Arabia Saudí, donde el crimen se sitúa por encima del poder político o la dictadura se ejerce con mano de hierro. Cabría pensar, por lo tanto, que nos hallamos ante un problema ajeno a España aunque, de ser así, incurriríamos en un grave error. Los retos a los que se tienen que enfrentar los periodistas españoles presentan cada vez más complejos y las amenazas que padecen se multiplican, entre ellas las siguientes:
1.- La independencia: El medio de comunicación y los profesionales que trabajan en él deben desarrollar sus funciones con independencia, es decir, desprovistos de presiones o influencias que maquillen y distorsionen la información o, directamente, la oculten. Para ello, es preciso que dispongan de una autosuficiencia económica que evite su dependencia de los grandes centros de poder sobre los que deben informar, así como de unos controles deontológicos eficaces que garanticen la neutralidad y la objetividad en el tratamiento de los hechos noticiables.
2.- Las “Fake News”: La manipulación organizada a gran escala y la propaganda se han acrecentado con la llegada de Internet y las redes sociales. Cualquier vídeo subido a YouTube, cualquier escrito publicado en Twitter, cualquier enlace colgado en Facebook, pueden terminar obteniendo millones de lecturas y reproducciones, elevando a la categoría de noticia lo que no lo es. Millones de personas crédulas están dispuestas a creer lo primero que lean o vean y otros tantos millones de fanáticos tan sólo están dispuestos a leer o ver aquellos contenidos permitidos por sus dogmas o credos. Aceptada esta realidad, urge trabajar para que tanto los crédulos como los fanáticos recuperen el espíritu crítico y el deseo de consumir información rigurosa y veraz.
3.- La censura y las amenazas: Numerosísimas noticias molestan a las diversas esferas del poder (político, económico, criminal, entre otros). Ello supone sufrir presiones con el único propósito de ocultar la noticia, para conservar o agrandar sus cuotas de dominio. Baste recordar cómo otros años el mismo informe de Reporteros Sin Fronteras ha denunciado coacciones provenientes del independentismo catalán sobre determinados periodistas, o reiteración de sentencias condenatorias por negar algunas Administraciones Públicas campañas institucionales a aquellos medios críticos con su gestión.
4.- La ciudadanía: Vivimos una etapa de abandono de los medios de comunicación convencionales en favor de otras alternativas no fiables. Una época de “youtubers” e “influencers” donde no sólo la distinción entre información y opinión es difusa, sino que apenas es posible diferenciar la propaganda de la noticia. Se impone recuperar la confianza en las fuentes tradicionales de información, llamadas a ganarse la confianza a base de profesionalidad, rigor y neutralidad.
5.- La veracidad: Tampoco son buenos tiempos para la verdad y la reflexión. A la gente le gusta leer y escuchar lo previamente interiorizado como postulados de fe inquebrantables. Proliferan los grupos de ofendidos, indignados ante la difusión de ideas que les repelen, y de colectivos que, a modo de secta, atacan a supuestos enemigos y ensalzan a supuestos líderes. La verdad, la objetividad y el análisis en profundidad requieren esfuerzo y dedicación, siendo bastante más sencillo quedarse con el titular políticamente correcto o con la insistencia del eslogan vacío. Esforzarnos por conocer la realidad y la verdad como únicas vías para ser ciudadanos libres y responsables se torna, pues, imprescindible.
Mientras no le dediquemos tiempo y empeño, la necesaria unión entre periodismo y Democracia seguirá presentando una simbiosis imperfecta que perjudicará la calidad de nuestro sistema democrático y que, como decía Joseph Pulitzer, derivará en la decadencia de nuestra sociedad.
Los resbaladizos límites de la libertad de expresión
El pasado 20 de septiembre el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictó una serie de sentencias (hasta cuatro) en una controversia entre un ciudadano alemán (el señor Klaus Günter Annen) y el Estado de Alemania, por unos requerimientos que las autoridades germanas habían decretado en relación a las campañas en contra del aborto que el citado particular llevaba a cabo en su página web. En su peculiar cruzada comparaba la interrupción voluntaria del embarazo con el Holocausto nazi y con el homicidio agravado, al tiempo que facilitaba los datos (nombres y direcciones) de los médicos que realizaban estas prácticas, calificándolos de pervertidos asesinos de niños. Uno de esos facultativos acudió a la justicia para que se eliminase su identificación. En una primera instancia, el tribunal desestimó la petición del doctor, alegando que era un hecho cierto y no discutido que realizase abortos, así como que en el resto de sus manifestaciones el señor Annen estaba amparado por la libertad de expresión.
Posteriormente, el médico varió sustancialmente su petición, solicitando una orden judicial civil para que Klaus Günter Annen desistiera de calificar la interrupción voluntaria de un embarazo como «asesinato con agravantes». En ese caso sí fue atendida su demanda y fue el demandado el que recurrió, alegando que, con la orden de prohibirle etiquetar en su página web los abortos como «homicidio agravado», el Tribunal de Apelaciones había violado su libertad de expresión.
En su sentencia, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconoce que la orden recibida por el señor Annen afectaba a su libertad de expresión. Sin embargo, dicha libertad no es absoluta, por lo que pueden imponerse límites, siempre y cuando resulten proporcionados y persigan un objetivo igualmente legítimo. En concreto, la Corte de Estrasburgo se centra en razonar si esta limitación de los derechos del ciudadano alemán a la hora de difundir en su blog sus ideas era necesaria y legítima en el seno de una sociedad democrática.
Para el Tribunal Europeo (y también para cualquier tribunal nacional) la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de un sistema constitucional, así como una de las condiciones básicas para su progreso y para la realización de cada individuo. Además, están amparadas por ella no solamente las ideas inofensivas o inocuas, sino también aquellas que ofenden y perturban, ya que sin la exigencia de pluralismo, tolerancia y amplitud de miras no existe una sociedad democrática plena.
Pero, acto seguido, ese mismo Tribunal establece que tal libertad está sujeta a excepciones. Las limitaciones deben ser aplicadas restrictivamente y en consonancia con la necesidad de amparar un valor esencial del sistema democrático, una libertad, un derecho. La Corte de Estrasburgo concede a los Estados cierto margen para apreciar si existe esa necesidad de protección que faculta la restricción de la libertad de expresión, pero se reserva siempre la facultad para pronunciarse definitivamente sobre si esas restricciones son acordes con el Convenio Europeo de Derechos Humanos.
La decisión final de este Tribunal Internacional ha sido considerar que las restricciones a la libertad de expresión eran razonadas, legítimas y proporcionadas. Pese a reconocer que las declaraciones del demandante abordaron cuestiones de interés público, se concluyó que sus opiniones, tal y como fueron expresadas, imputaban la comisión de un delito al médico, lo que con la legislación alemana en la mano es manifiestamente falso. Una de las conclusiones finales de la sentencia es que las acusaciones del señor Annen no solo fueron muy graves (dado que una condena por homicidio agravado supondría la cadena perpetua) sino que podrían incitar al odio y a la agresión. Además, se debe tener en cuenta que este ciudadano alemán no fue condenado penalmente por difamación ni obligado a pagar daños y perjuicios. Únicamente se le ordenó que dejase de calificar los abortos como «homicidio con agravantes» y desistir, por lo tanto, de afirmar que el profesional sanitario estaba cometiendo ese delito. En consecuencia, valoran la medida como proporcionada y acorde con el Convenio.
Esta es la decisión de la más alta instancia europea jurisdiccional para la protección de los Derechos Humanos. No obstante, el problema radica en compatibilizar por un lado esa libertad de expresión de ideas que pueden ofendernos o perturbarnos, como reflejo de una sociedad pluralista y tolerante que admite la discusión democrática de temas de relevancia pública, con las limitaciones a la manifestación de ciertos discursos alegando que fomentan el odio o suponen un peligro para la propia convivencia democrática. Esa frontera de hasta dónde permitir y a partir de qué momento prohibir no está clara y supone adentrarse en terrenos pantanosos y resbaladizos.
En España tenemos problemas similares. Enjuiciamos letras de canciones o discursos ideológicos cargados de ofensas y descalificaciones. Y la pregunta ahí queda: ¿hasta dónde se debe permitir? Obviamente, la tendencia más cómoda (y también la más injusta) es aplicar la tradicional “ley del embudo”, siendo muy permisivos y tolerantes con los que piensan como nosotros, pero extremadamente rigurosos y severos con los que piensan distinto. Teniendo en cuenta que hablamos de la mera difusión de ideas (en ningún caso de la comisión de actos) la preferencia de la libertad de expresión debe ser, a mi juicio, una regla general que solo puede inaplicarse ante una clara incitación o justificación del odio como elemento para propagar la xenofobia y la hostilidad contra minorías y que pueda generar un caldo de cultivo para pasar de las palabras a los hechos delictivos o a la postergación social.
Como caballeros… o como lo que somos
La libertad de expresión está siendo la protagonista de la contienda política, de la actualidad judicial y de las portadas de los medios de comunicación. Este pilar esencial de todo sistema democrático es usado como derecho legítimo, como arma arrojadiza y como argumento de polémicas dialécticas, y no siempre con el rigor y el respeto que merece. En este país tan habituado a pasar de un extremo a otro con inusitada rapidez y en el que tanto nos gusta considerar al otro como adversario y enemigo, parecemos estar dispuestos a convertir este elemento básico de cualquier sistema constitucional en otro problema a añadir a las numerosas dificultades de convivencia que ya padecemos. Por un lado, proliferan quienes desean coartar más de lo debido dicha libertad pero, simultáneamente, se multiplican aquellos que defienden que debe amparar cualquier discurso, por calumnioso e injurioso que resulte.
Cada vez que determinados colectivos sociales se enzarzan en estériles y mediocres disputas dialécticas, me viene a la cabeza una frase que Cantinflas pronunciaba con sorna en alguna de sus cómicas escenas: “¿Nos comportamos como caballeros o como lo que somos?”. Lo cierto es que en España hemos alcanzado un nivel de odio y resentimiento demasiado elevado, y para contrarrestar ideas, rebatir posturas y alentar debates es imprescindible recurrir al insulto, al grito y a la amenaza. Cuanto más nos ensañemos y cuanto más hirientes y crueles seamos, mejor. Curiosamente, nos apresuramos al mismo tiempo a recurrir a la represión, a acudir al Código Penal y a exhibir la porra con demasiada facilidad. En definitiva, no nos comportamos como caballeros porque no lo somos.
Procede, pues, tener en cuenta una serie de ideas mínimas sobre la libertad de expresión, a fin de ahondar en el concepto que sobre ella utilizamos. En ese sentido, me permito indicar los siguientes puntos:
1.- La libertad de expresión es un ingrediente sustancial para cualquier sociedad que aspira a ser calificada de democrática, en tanto en cuanto es el cauce idóneo para difundir ideas y opiniones, y para fomentar el debate social y colectivo. Esta posición de preferencia dentro de nuestro sistema constitucional deriva de su capacidad para conformar una opinión pública libre y deliberativa. Por ello, sus límites (que los tiene, como cualquier otro Derecho Fundamental) siempre deben ser interpretados de forma muy restrictiva. Así, se ha de ser extremadamente cuidadoso con las medidas que se tomen para su restricción y, de adoptarse, su aplicación será excepcional y conllevará la mínima repercusión posible.
2.- No existe ningún derecho, ni en España ni en ningún otro Estado constitucionalista, a no sentirse ofendido ante discursos ajenos. No se castiga la vulgaridad en el hablar, como tampoco se castiga el mal gusto en el vestir. No se sanciona la falta de tacto al expresarse, ni la mala educación al comportarse. La grosería, como la ignorancia, no pueden ser objeto de persecución penal. La libertad de expresión no está destinada a regalar los oídos de nadie. Como dijo el Tribunal Constitucional en su sentencia 112/2016, la libertad de expresión comprende la libertad de crítica “aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática”.
3.- El nivel de crítica que se debe soportar viene determinado, en buena medida, por la proyección pública de las personas y por el cargo que ocupen. La tolerancia hacia los mensajes molestos se mide en función de su repercusión pública y de la proyección orgánica e institucional de los puestos que desempeñen.
4.- Cuestión distinta a la defensa de ideas y a la difusión de pensamientos supone la exaltación de actos delictivos. Algunos ejemplos de reciente actualidad que pretenden ser asimilados al ejercicio de esta libertad amparada por la Carta Magna (desear que un hombre salte por los aires a consecuencia de la colocación de un coche bomba, querer que una mujer sea violada por un grupo de salvajes, proclamar las bondades de pegar tiros en la nuca, o regodearse en el sufrimiento físico y psíquico del otro) no pueden de ninguna de las maneras equipararse a una forma legítima de ejercer la libertad de expresión. Siguiendo la misma doctrina constitucional antes mencionada, es preciso diferenciar si los mensajes se encuadran dentro de “la expresión de una opción política legítima que pudieran estimular el debate tendente a transformar el sistema político, o si, por el contrario, persiguen desencadenar un reflejo emocional de hostilidad, incitando y promoviendo el odio y la intolerancia incompatibles con el sistema de valores de la democracia».
El criterio anterior viene reconocido a nivel internacional con clara contundencia. El Comité de Ministros de los Estados miembros del Consejo de Europa, en resolución adoptada el 30 de octubre de 1997, establece la necesaria prohibición de “todas las formas de expresión que difunden, incitan, promueven o justifican el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y otras formas de odio racial y de intolerancia, incluyendo la intolerancia expresada a través de un nacionalismo agresivo y etnocéntrico, la discriminación y la hostilidad contra minorías, inmigrantes y personas de origen inmigrante”. En idéntico sentido, la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia, en resolución de 8 de diciembre de 2015, proclama la erradicación de “la defensa, promoción, instigación del odio o la humillación”. Tampoco el acoso, descrédito, difusión de estereotipos negativos o estigmatización basada en la raza, idioma, religión, creencias, nacionalidad, ascendencia, edad, discapacidad, sexo u orientación sexual”.
En resumidas cuentas, no queramos disfrazar de derecho lo que, en el fondo, no es más que el vulgar y mezquino deseo de humillar y eliminar al que no piensa como nosotros. En un Estado de Derecho, afortunadamente, no todo vale.
Neutralidad en la red y sociedad democrática
Hasta ahora, la neutralidad en Internet ha sido un principio esencial en el funcionamiento de dicha vía de comunicación. Significa que los proveedores del servicio y los gobiernos que lo regulan deben tratar por igual todo tráfico de datos que transita por la red, sin discriminarlo ni cobrar a los usuarios de diferente manera según el contenido, la página web, la plataforma, la aplicación o el tipo de equipamiento utilizado para el acceso. Se garantiza así la igualdad de acceso a los citados contenidos, evitando que sean de primera y de segunda clase, así como la existencia de unos usuarios privilegiados y otros, ordinarios.
La importancia de este valor básico es de tal magnitud que la Unión Europea ha regulado sobre el mismo, aprobando el Reglamento 2015/2120 de 25 de noviembre de 2015, por el que se establecen medidas en relación con el acceso a una Internet abierta. La finalidad de esta normativa es garantizar un trato equitativo y no discriminatorio del tráfico en la prestación de servicios de acceso a Internet y salvaguardar los derechos de los usuarios finales, preservando el funcionamiento de Internet como motor de innovación. Se manifiesta expresamente que las medidas adoptadas deben respetar el principio de neutralidad tecnológica, es decir, no debe imponerse el uso de ningún tipo de tecnología en particular, ni permitir abusos que generen un desequilibrio entre los consumidores. En agosto de 2016, el Organismo de Reguladores Europeos de Comunicaciones Electrónicas aprobó las reglas para una aplicación armonizada de la “Neutralidad de Red”, definiéndola de la siguiente manera: “Todo el tráfico que circula por una red es tratado de forma igual, independientemente del contenido, la aplicación, el servicio, el dispositivo o la dirección del que lo envía o lo recibe”.
Todo lo referido anteriormente ha de ponerse en relación con la relevancia que conlleva Internet para las sociedades democráticas y para la libertad de los ciudadanos. Así por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictó una sentencia el 18 de diciembre de 2012 (asunto Ahmet Yildirim contra Turquía) en la que el Tribunal de Estrasburgo argumenta que Internet se ha convertido en un medio de tanta importancia que restringir el acceso al mismo equivale a afectar de forma contraria a Derecho la libertad de expresión e información. Igualmente, la sentencia del Consejo Constitucional francés de fecha 10 de julio de 2009 llegó a declarar inconstitucionales varios artículos de una ley gala que habilitaba a una autoridad administrativa la restricción o, incluso, la denegación del acceso a Internet a cualquier persona. La Asamblea General de las Naciones Unidas declaró en el año 2011 el acceso a Internet como un Derecho Humano, por tratarse de una herramienta que favorece el crecimiento y el progreso de la sociedad en su conjunto, y exhorta a los gobiernos a facilitar su acceso, no sólo al permitir a los individuos ejercer su derecho de opinión y expresión, sino como parte de sus Derechos Humanos. Por ello, la ONU también se ha mostrado contraria a las medidas opresoras de algunos gobiernos que violan el acceso a Internet. No estamos, por tanto, ante un tema baladí ni intrascendente.
Ahora, sin embargo, comienza a cuestionarse y a estar en peligro. Bajo el engañoso nombre de “Restauración del orden de la libertad en Internet”, se están debatiendo en Estados Unidos una serie de medidas que supondrán eliminar la neutralidad de la red en su territorio tal y como la conocemos hasta la fecha. La Administración del Presidente Trump y su equipo, encabezado por el presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones, Ajit Pai, desean acabar con este principio básico, permitiendo a las operadoras restringir el acceso a determinados contenidos y servicios online a los usuarios e, incluso, exigiendo pagos para poder visitar determinadas páginas, instaurando un Internet para ricos y otro para pobres y, como consecuencia, destruyendo la capacidad de igualdad con la que cualquier persona podía usar esta herramienta tan esencial para el desarrollo y la comunicación.
Será el próximo mes de diciembre cuando se votará la derogación de las actuales reglas, que impiden privilegiar o ralentizar el tráfico web. Para favorecer las prácticas e intereses de determinadas empresas y lobbies, se está dispuesto a derogar una de las reglas más importes de Internet. En palabras de Enrique Dans, Profesor de Sistemas de Información en I.E. Business School, “lo fundamental que define a Internet es que ha sido desde sus inicios un lugar en el que las buenas ideas podían prosperar, con independencia de quien estuviese detrás de ellas, en el que un clic es igual a otro clic, un bit es igual a otro bit, y llega siempre a su destino a la velocidad que un usuario tenga contratada, sin que nadie pueda interponerse negociando acuerdos preferentes que privilegien a unos o penalicen a otros”.
Si esta realidad empieza a destruirse, Internet dejará de ser un instrumento al servicio de un modelo más igualitario de la sociedad y se estará dando la espalda a una civilización más justa. Nos encontramos, pues, ante un acontecimiento de gran trascendencia social pero que parece pasar desapercibido para los grandes medios de comunicación y, por ende, para la población en general. A mi juicio, se trata de un error histórico equiparable al desastre que supuso la derogación en Norteamérica de la ley Glass-Steagall, que regulaba la banca y la especulación y que terminó por desembocar en la crisis económica de principios del presente milenio, una de las mayores de la Historia y cuyas consecuencias aún estamos padeciendo. La medida, pese a proceder de EE.UU., influirá con toda seguridad en el resto del mundo, como consecuencia directa de la globalización y de la innegable influencia de esta primera potencia anglosajona. Luego, cuando el mal ya esté hecho, vendrán los lamentos. Como siempre.