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La sentencia más esperada

Han pasado ya más de dos años desde aquel 1 de octubre de 2017 en el que se celebró en Cataluña lo que algunos denominan referéndum democrático, otros, mera consulta sin efecto alguno y otros, intento de golpe de Estado. Los hay también que, simplemente, no encuentran un término adecuado para calificar lo ocurrido aquel fatídico día ni lo que ha sucedido posteriormente. A partir de entonces, el proceso judicial abierto por dichos hechos ha salpicado a muchas instancias, tanto internas como internacionales, y generado polémicas jurídicas y guerras políticas más allá de lo deseable. Investigados fugados, órdenes de detención y entrega frustradas, presos preventivos, procesados elegidos en convocatorias electorales, cuestiones prejudiciales sobre inmunidades ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, un juicio retransmitido en directo, una filtración prematura del fallo a los medios de comunicación y un sinfín de acontecimientos y noticias más propios del espectáculo mediático, el entretenimiento televisivo y la tergiversación política que de un procedimiento ante un tribunal de justicia.

Puesto que incluso las defensas aceptaban el delito de desobediencia, desde un punto de vista jurídico la sentencia debía resolver dos grandes cuestiones. En primer lugar, si en los hechos enjuiciados existió rebelión o sedición. En segundo lugar, si tuvo lugar una malversación de caudales públicos. Soy consciente de la pretensión de politizar lo que debería ser un asunto exclusivamente jurídico y me consta la dificultad de desligar el análisis de la sentencia de las ideologías, sentimientos y pasiones particulares. Aun así, intentaré trasladar lo que en ella se establece y explicar las razones del Tribunal Supremo para fundamentar su decisión.

1.- Con relación a la rebelión o la sedición, procede saber diferenciar ambos delitos. La rebelión se regula en el Código Penal dentro de los “delitos contra la Constitución” y castiga a quienes se alzaren violenta y públicamente para suspender o modificar total o parcialmente la Constitución, o declarar la independencia de una parte del territorio nacional. La sedición, sin embargo, figura en el apartado dedicado a los “delitos contra el orden público” y sanciona a los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alzaren pública y tumultuariamente para impedir por la fuerza o fuera de las vías legales la aplicación de las leyes, o impedir el cumplimiento de resoluciones administrativas o judiciales. Se ha configurado habitualmente la diferencia entre estos dos delitos en función de la violencia ideada y ejercida para su comisión. El Tribunal Supremo considera que en este caso sí existió violencia. Sin embargo, tres son los argumentos por los que ha descartado el delito de rebelión:

  1. En primer lugar, dicha violencia debe ser el instrumento empleado para conseguir el fin de la secesión y ha de estar ideada por los autores como la vía para la consecución del fin rebelde, no dándose aquí por probado tal extremo.
  2. En segundo lugar, el bien jurídico que el delito de rebelión protege no pareció correr un peligro real, dado que con las decisiones del Tribunal Constitucional y con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, es decir, por medio de los instrumentos jurídicos del Estado de Derecho, se desbarataron los objetivos de los acusados.
  3. En tercer lugar, el plan ideado por los acusados era manifiestamente inviable para obtener el fin perseguido. Todos los procesados eran conscientes de que, ni la consulta celebrada el 1 de octubre de 2017 ni el resto de medidas puestas en marcha, resultarían eficaces para la creación de un Estado soberano. A juicio del Tribunal Supremo, el Estado mantuvo en todo momento el control de la fuerza militar, policial y jurisdiccional, por más que sí existieron desórdenes públicos.

La Sala de lo Penal del TS establece, por tanto, que para que se dé el delito de rebelión ha de existir un riesgo real, y no lo que califica de “una mera ensoñación de los autores”, plenamente conocedores de que su propósito estaba abocado al fracaso. El Alto Tribunal considera que, como mucho, se engañó a algunos “ilusionados ciudadanos” que pudieron creer que, efectivamente, estaban participando en unos hechos que conducirían a una república soberana, mientras que los acusados eran conscientes de lo ilusorio e irreal de su propósito.

Por el contrario, considera consumado el delito de sedición. Afirma que la defensa política del fin de derogar, suspender o modificar la Constitución no es delito, pero sí lo es movilizar a la ciudadanía en un alzamiento público y tumultuario con el objetivo de obstaculizar o impedir la normal aplicación de las normas y el cumplimiento de las resoluciones judiciales, afectando con especial gravedad al orden público.

La sentencia hace especial mención al hecho de que es consustancial a un Estado Democrático y de Derecho la defensa de su integridad territorial, siendo ello un punto común en las Constituciones europeas. También subraya la manifiesta inexistencia de un “derecho a decidir”, que no existe como tal en ningún modelo constitucional, y menos aún a través de cauces contrarios al ordenamiento jurídico. Se proclama de forma contundente que no hay Democracia fuera del Estado de Derecho. Tampoco se considera que pueda invocarse la “desobediencia civil” como reducto de la voluntad de un individuo o de un grupo social frente al normal complimiento de las normas en un Estado calificado de “Social y Democrático de Derecho”. Nadie puede arrogarse el monopolio de interpretar qué es legítimo o ilegítimo para escapar de ese modo al imperio de la ley. Existen cauces democráticos regulados para modificar las normas y las reglas de convivencia de las que nos hemos dotado y fuera de esos cauces normalizados para la defensa de ideas y objetivos no existe un derecho a la desobediencia entendida como libertad individual o colectiva que pueda invocarse. Todas estas últimas afirmaciones son, en realidad, meras obviedades, pero ha sido necesario recordar lo elemental en una sentencia, dado que estamos en una época en la que se ha pretendido negar la esencia misma de la Democracia y del Estado de Derecho con planteamientos sin ninguna base jurídica.

2.- Con relación a la malversación de caudales públicos, se sitúa dentro de los delitos contra las Administraciones Públicas. La finalidad de la tipicidad del delito de malversación es tutelar «no solo el patrimonio público y el correcto funcionamiento de la actividad patrimonial de la Administración en cualquiera de sus manifestaciones, sino también proteger la confianza de la ciudadanía en el correcto manejo de los fondos públicos por parte de los representantes públicos» (STS 470/2014 de 11 de junio). Reprueba la conducta de la autoridad o funcionario público encargado del patrimonio público que, quebrantando los vínculos de fidelidad y lealtad que le corresponden por el ejercicio de su función y abusando de las funciones de su cargo, causa un perjuicio al patrimonio administrado. En este concreto caso, el Tribunal Supremo considera acreditado que existió delito de malversación de caudales públicos en concurso medial con el de sedición, al haberse usado aquellos para un fin evidentemente contrario a la ley.

Resulta extremadamente complicado resumir en un breve artículo de divulgación periodística un fallo de casi quinientas páginas y que contiene conceptos jurídicos de elevada complejidad técnica. Por fuerza numerosas cuestiones quedan fuera de este análisis, desde la supuesta inviolabilidad parlamentaria de algunos de los condenados hasta la participación de partidos políticos como acusación particular, entre otras muchas. A través de estas líneas no he manifestado mi opinión o mi postura personal, sino que he pretendido explicar los razonamientos básicos usados por el Tribunal que condena, para que sirvan al lector como criterio para formarse su propia opinión.

Gastos hipotecarios e inseguridad jurídica

El pasado mes de marzo el Pleno de la Sala Primera del Tribunal Supremo (la encargada de los asuntos civiles) anunció que había resuelto dos recursos de casación en relación a reclamaciones de consumidores contra unas cláusulas de sus escrituras de préstamo con garantía hipotecaria, en concreto las que les atribuían el pago de todos los gastos e impuestos generados por la operación. Si bien partía de su propia jurisprudencia sobre el carácter abusivo de dicha cláusula, el T.S. aclaró los efectos de la nulidad que llevaba aparejada la abusividad del pacto firmado. En esas dos sentencias se analizaba lo relativo al pago del impuesto de transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados concluyendo que, por la constitución del préstamo, el pago incumbía al prestatario. Para fundamentar esa decisión se apoyó en la jurisprudencia constante de la Sala Tercera (la encargada de los asuntos contenciosos administrativos), que había venido estableciendo que el sujeto pasivo del impuesto era dicho prestatario. Igualmente se aclaró que, en lo relativo al pago del timbre de los documentos notariales, el impuesto correspondiente a la matriz se abonaría a partes iguales entre prestamista y prestatario, y el correspondiente a las copias, por quien solicitase las mismas.

Tal decisión afectó de forma clara a decenas de miles de pleitos que se estaban tramitando en todo el país, así como a las demandas en preparación donde los consumidores reclamaban a la banca por sus prácticas abusivas en la concesión de préstamos hipotecarios. Los demandantes renunciaban o desistían de solicitar la devolución de las cantidades abonadas por dichos impuestos al amparo de las cláusulas declaradas nulas, siguiendo el criterio que había establecido el máximo órgano judicial español. Y el hecho es que, con independencia de que se estuviese de acuerdo con la decisión del Supremo, lo cierto es que su posición como máximo intérprete de la legalidad, su rango dentro del Poder Judicial y su función unificadora de criterios judiciales hacían inevitable plegarse a la postura fallada por los magistrados de la Sala Primera.

Sin embargo, el pasado 18 de octubre se dio a conocer otro fallo, en este caso de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, sentenciando justo lo contrario. Se establece que es el banco y no el cliente quien debe pagar el impuesto de las hipotecas. Modifica, pues, toda su jurisprudencia anterior para concluir que no es el prestatario el sujeto pasivo en el impuesto sobre las escrituras notariales de préstamo con garantía hipotecaria, sino la entidad que presta la suma correspondiente. Es más, la sentencia llega a anular un artículo del reglamento del impuesto (el artículo 68.2 del Real Decreto 828/1995) por ser contrario a la ley.

Semejante modificación en la jurisprudencia y en la doctrina del Tribunal Supremo ha cogido por sorpresa a la mayoría del sector judicial. Abogados, jueces y asesores fiscales se han encontrado frente un nuevo escenario. Los ciudadanos que habían decidido no reclamar ante la anterior decisión del más alto órgano jurisdiccional comienzan ahora a preguntarse si todavía están a tiempo de exigir la devolución de las cantidades pagadas en virtud de esas cláusulas declaradas nulas.

Y cuando ya se estaban preparando nuevas demandas y nuevas estrategias judiciales con motivo de la reciente decisión, en apenas veinticuatro horas el Supremo ha vuelto a recular (como si se hubiera dado cuenta de que se había pasado de frenada) y se ha apresurado a dejar en el aire su novedoso criterio sobre el pago de los impuestos en las hipotecas. El presidente de la Sala Tercera de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo, Luis María Díez-Picazo, difundió una nota informativa en la que calificaba de “giro radical” la decisión sentenciada por la Sección Segunda de la Sala Tercera del día anterior. Por esa razón, anunciaba acto seguido que quedaban sin efecto todos los señalamientos sobre recursos de casación pendientes con un objeto similar, al tiempo que imponía que fuese el Pleno de dicha Sala el que determinase definitivamente si dicho requiebro jurisprudencial debe ser o no confirmado.

Así que, ante la pregunta de los ciudadanos cuestionándose qué pasa ahora con esos impuestos en las hipotecas con cláusulas abusivas declaradas nulas, la respuesta que debe darse es que no se sabe. Nos hallamos ante una increíble situación de inseguridad jurídica para la que no existe una clara solución. A día de hoy, ni los abogados que tienen que redactar las demandas ni los jueces que han de dictar las sentencias cuentan con un criterio sólido y seguro. Estamos asistiendo en pocos meses a un baile de posturas y a un vuelco de posiciones que marean al consumidor. Las personas que deciden enfrentarse judicialmente a las entidades financieras han sido conducidas irresponsablemente a un proceso judicial eterno, puesto que la decisión del Consejo General del Poder Judicial de crear sólo cincuenta y cuatro juzgados en toda España para resolver la avalancha de cientos de miles de demandas les aboca a una oficina judicial colapsada y a una demora de años en sus pleitos. Y, para colmo, sufren una indefinición y una ausencia de seguridad jurídica sin precedentes. Quién sabe si tendrá que ser nuevamente el Tribunal de Justicia de la Unión Europea el que, ante este desorden interno, venga a poner las cosas en su sitio. En cualquier caso, se trata de un lamentable espectáculo que no es de recibo.

Intimidad, privacidad y control en el ámbito laboral

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, órgano jurisdiccional del Consejo de Europa, ha emitido recientemente una sentencia estimando la reclamación de cinco cajeras de un supermercado de Barcelona que fueron despedidas después de que la empresa descubriera, gracias a cámaras ocultas colocadas sin el conocimiento de sus empleados, los hurtos que ellas habían cometido en el establecimiento. A juicio del Alto Tribunal, dicho comportamiento empresarial supone una vulneración del derecho a la privacidad y, dado que los tribunales españoles no ampararon correctamente a las trabajadoras, obliga a España a indemnizar a cada una de ellas con la cantidad 4.500 euros.

De los siete magistrados de la Corte, seis argumentan en el fallo que el dueño del establecimiento vulneró el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que reconoce que “toda persona tiene derecho al respeto a su vida privada”. Sin embargo uno de ellos, el juez Dmitry Dedov, disiente de la opinión mayoritaria y expresa su desacuerdo, afirmando que la decisión contradice la anterior jurisprudencia del mismo Tribunal Europeo y que, además, el concepto de “privacidad” del mencionado precepto no tiene conexión con los hechos enjuiciados.

Aunque los despidos fueron confirmados por la justicia española, la sentencia concluye que los Estados miembros del Consejo de Europa tienen la obligación de tomar medidas para garantizar el respeto a la vida privada de los ciudadanos y, por ello, se tendrían que haber ponderado correctamente los derechos de las demandantes con la conducta del empresario. Sin embargo, el mismo tribunal desestimó por unanimidad que se hubiesen quebrantado las garantías de un juicio justo, ya que las grabaciones ocultas no fueron la única prueba valorada por los jueces españoles, sino que contaron también con las declaraciones de algunos testigos que respaldaron la existencia de las sustracciones.

Hace pocos meses el Tribunal Europeo de Derechos Humanos emitía otra resolución, de fecha 5 de septiembre de 2017, en el asunto Bărbulescu contra Rumanía, donde la Corte daba de nuevo la razón a un empleado en cuanto a la supervisión y vigilancia por parte de la empresa de sus comunicaciones electrónicas. En este otro asunto se razonó que la vulneración del derecho a la intimidad y al secreto de las comunicaciones se producía por no haber  informado previamente la empresa sobre dichas labores de control con relación a los correos corporativos. Si bien se afirmaba que el empleador tiene el derecho de fiscalizar el buen funcionamiento de la empresa y, por ello, de supervisar la forma en la que los empleados desempeñan sus tareas profesionales, no se puede reducir a cero la vida social privada en el lugar de trabajo, por lo que el derecho al respeto de dicha vida privada y la privacidad de la correspondencia continúan existiendo incluso en ese entorno laboral.

La diferencia entre ambas sentencias (y motivo del desacuerdo del juez Dmitry Dedov) estriba en el contenido de la privacidad que se dice vulnerada. Mientras que en el asunto por el que se condenó a Rumanía se hace referencia a mensajes que el trabajador había intercambiado con su hermano y su novia sobre cuestiones personales, como su salud o su vida sexual, en el caso español se alude al supuesto ilícito del hurto cometido en las instalaciones del centro de trabajo. El magistrado discrepante argumenta que, en este último caso, no puede hablarse de privacidad en el mismo sentido y contexto que en el primero, alegando para ello numerosa jurisprudencia anterior en la que se desestimaron las pretensiones de los trabajadores. No es descartable que esta sentencia que condena a España se recurra ante la Gran Sala, con el objetivo de revisar y aclarar la postura judicial de este órgano en relación a este espinoso asunto.

El Tribunal Constitucional español también ha sostenido al respecto una postura vacilante. Si en su sentencia de fecha 3 de marzo de 2016 avalaba la posibilidad de instalar cámaras de vigilancia en el puesto de trabajo sin ser necesario informar al trabajador y sin su previo consentimiento, con anterioridad había admitido la instalación de sistemas de grabación siempre que el trabajador fuese informado expresamente de que estaba siendo grabado y prestase tal consentimiento. Sin embargo,  en su resolución de 2016 rectifica la doctrina anterior, dando luz verde a que el empresario, como parte de la capacidad de vigilancia y control otorgada en el Estatuto de los Trabajadores, pueda instalar cámaras de vigilancia en el centro de trabajo, aunque no cuente con el consentimiento expreso por parte del trabajador y sin que exista información específica sobre la grabación de imágenes.

El Tribunal Constitucional fundamenta este giro de su jurisprudencia en dos nuevas premisas. La primera, que en el ámbito laboral se considera que el consentimiento del trabajador se entiende implícito por el mero hecho de firmar el contrato de trabajo, es decir, que ya no es necesario que lo manifieste expresamente para ser grabado. Y la segunda, que basta una referencia informativa general sobre la existencia de cámaras de vigilancia en el centro de trabajo, aunque no se especifique concretamente su finalidad.

Finalmente, el T.C. matiza su cambio de postura al afirmar que cualquier tipo de restricción de los derechos fundamentales de los trabajadores debe cumplir un triple requisito: la necesidad basada en sospechas razonables sobre el ilícito cometido por el empleado, la idoneidad del método seleccionado susceptible de conseguir el objetivo propuesto y la proporcionalidad de la medida llevada a cabo.

En todo caso, se trata de un tema complicado con una regulación escasa y unas sentencias ambiguas, en ocasiones erráticas y poco clarificadoras. A buen seguro continuará provocando litigios y generando debate. La colisión entre derechos no siempre es fácil de resolver ni las soluciones adoptadas van en la misma dirección de forma invariable.

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