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Dando pasos hacia atrás, pero no para coger impulso

El Tribunal Supremo de los EE.UU. dictó en 1989 la sentencia del caso “Skinner v. Railway Labor Executives Association”, una importante resolución que contiene lo que en España conocemos como “votos particulares”, es decir, la expresión por parte de algunos magistrados de una postura diferente al parecer mayoritario del resto de los miembros de la Corte. En concreto, uno de los jueces, llamado

El Tribunal Supremo de los EE.UU. dictó en 1989 la sentencia del caso “Skinner v. Railway Labor Executives Association”, una importante resolución que contiene lo que en España conocemos como “votos particulares”, es decir, la expresión por parte de algunos magistrados de una postura diferente al parecer mayoritario del resto de los miembros de la Corte. En concreto, uno de los jueces, llamado Thurgood Marshall, manifestó su disidencia respecto del contenido del fallo en los siguientes términos: “La Historia enseña que las amenazas más graves a la libertad suelen ocurrir en tiempos de emergencia, cuando los derechos constitucionales son considerados demasiado extravagantes”. Creo que esta frase, reflejada en una decisión del órgano judicial más importante de Norteamérica, explica perfectamente la situación de peligro que ahora mismo atravesamos. Tal vez sin darnos cuenta, estamos limando, relegando o ignorando algunos de los valores, principios y derechos básicos de nuestro modelo de libertades esgrimiendo para ello una situación excepcional o emergencia, sin percatarnos de que sentamos una serie de precedentes que en el futuro pueden perpetuar acciones que se alejen del camino constitucional que nos habíamos trazado.

La situación generada por el Covid-19, la emergencia sanitaria, la amenaza de una pandemia global y el enfrentamiento a un enemigo invisible y desconocido, provocan escenarios de excepción incuestionables. Nada hay que objetar ni a la existencia del problema ni a la toma de medidas que comporta, sin duda anómalas e impropias dentro de una situación de normalidad. Sin embargo, en un Estado de Derecho la actuación de los poderes públicos siempre (y utilizo este adverbio de tiempo siendo muy consciente de la contundencia de su significado) deben estar sometidos al marco legal y constitucional vigente. En mi opinión, tanto cuando estaba en vigor el estado de alarma como cuando quedó derogado, se han adoptado decisiones y aprobado normativas justificadas en motivos sanitarios, eludiendo el hecho de que no siempre tenían un perfecto acomodo dentro de nuestro ordenamiento jurídico.

Siendo benevolentes, hasta se podrían pasar por alto algunas irregularidades jurídicas alegando la manifiesta falta de previsión de nuestras normas (que no estaban preparadas para dar respuesta y amparo jurídico al panorama generado por el coronavirus). Pero semejante benevolencia sólo podría tener sentido si, constatado dicho desfase normativo, se albergara un sincero propósito de cambiar las leyes para que, ante posteriores estados de emergencia, existiera un claro anclaje de las medidas a adoptar. Igualmente, cabe admitir la indulgencia de esta primera vez si quedan afectados algunos aspectos secundarios de nuestra vida, pero no los derechos fundamentales que nos definen como sociedad democrática.

Así, es cierto que el artículo tercero de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública establece que, con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, así como de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos, con el objeto de evitar el riesgo de transmisión de la enfermedad. No obstante, resulta muy dudoso que dicho precepto pueda ser invocado para confinar a miles o cientos de miles de personas sin decretar un estado de alarma, puesto que afectaría no sólo a los enfermos y a las personas que hayan tenido contacto con ellos, sino a la población en general.

Al mismo tiempo, no existe amparo legal o constitucional alguno a la prohibición de votar en las elecciones vascas y gallegas para determinados núcleos de población ni para quienes ni siquiera poseen la plena confirmación de portar la enfermedad, máxime cuando no se articulan medidas alternativas para asegurar el ejercicio de su derecho al voto. Dicho de otra manera, si es la excepcionalidad y el peligro de contagio lo que fundamenta la decisión de impedir el ejercicio del derecho fundamental a participar en unas elecciones, esa misma excepcionalidad valdría para articular inusuales plazos y procedimientos de voto por correo para esa parte de la ciudadanía a la que, no sólo se le prohíbe votar, sino que se le amenaza con imputarle un delito contra la salud pública si decide acercarse a las urnas. Una situación tan insólita como lamentable.

No cabe duda de que en el reciente estado de alarma se aplicaron medidas propias del estado de excepción. Se ha asumido que el Parlamento haya quedado aletargado (por no decir hibernado), cediendo al Gobierno todo el protagonismo de nuestro modelo parlamentario. Se observa con naturalidad que, por medio de Decretos Leyes, se modifiquen Leyes Orgánicas. Nuestro Tribunal Constitucional, además, acrecienta su selectiva lentitud para abordar los recursos que le llegan. Quizás un buen día, estos escenarios que ahora toleramos con resignación por el miedo al contagio se consoliden como muestra de esa “nueva normalidad” que poco o nada tiene que ver con lo que, desde un punto de vista constitucional, debe ser un verdadero Estado Social y Democrático de Derecho. Pero nunca olvidemos las palabras del magistrado Thurgood Marshall: “La Historia enseña que las amenazas más graves a la libertad suelen ocurrir en tiempos de emergencia, cuando los derechos constitucionales son considerados demasiado extravagantes”. Al menos seamos capaces de aprender esta lección.

, manifestó su disidencia respecto del contenido del fallo en los siguientes términos: “La Historia enseña que las amenazas más graves a la libertad suelen ocurrir en tiempos de emergencia, cuando los derechos constitucionales son considerados demasiado extravagantes”. Creo que esta frase, reflejada en una decisión del órgano judicial más importante de Norteamérica, explica perfectamente la situación de peligro que ahora mismo atravesamos. Tal vez sin darnos cuenta, estamos limando, relegando o ignorando algunos de los valores, principios y derechos básicos de nuestro modelo de libertades esgrimiendo para ello una situación excepcional o emergencia, sin percatarnos de que sentamos una serie de precedentes que en el futuro pueden perpetuar acciones que se alejen del camino constitucional que nos habíamos trazado.

La situación generada por el Covid-19, la emergencia sanitaria, la amenaza de una pandemia global y el enfrentamiento a un enemigo invisible y desconocido, provocan escenarios de excepción incuestionables. Nada hay que objetar ni a la existencia del problema ni a la toma de medidas que comporta, sin duda anómalas e impropias dentro de una situación de normalidad. Sin embargo, en un Estado de Derecho la actuación de los poderes públicos siempre (y utilizo este adverbio de tiempo siendo muy consciente de la contundencia de su significado) deben estar sometidos al marco legal y constitucional vigente. En mi opinión, tanto cuando estaba en vigor el estado de alarma como cuando quedó derogado, se han adoptado decisiones y aprobado normativas justificadas en motivos sanitarios, eludiendo el hecho de que no siempre tenían un perfecto acomodo dentro de nuestro ordenamiento jurídico.

Siendo benevolentes, hasta se podrían pasar por alto algunas irregularidades jurídicas alegando la manifiesta falta de previsión de nuestras normas (que no estaban preparadas para dar respuesta y amparo jurídico al panorama generado por el coronavirus). Pero semejante benevolencia sólo podría tener sentido si, constatado dicho desfase normativo, se albergara un sincero propósito de cambiar las leyes para que, ante posteriores estados de emergencia, existiera un claro anclaje de las medidas a adoptar. Igualmente, cabe admitir la indulgencia de esta primera vez si quedan afectados algunos aspectos secundarios de nuestra vida, pero no los derechos fundamentales que nos definen como sociedad democrática.

Así, es cierto que el artículo tercero de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública establece que, con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, así como de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos, con el objeto de evitar el riesgo de transmisión de la enfermedad. No obstante, resulta muy dudoso que dicho precepto pueda ser invocado para confinar a miles o cientos de miles de personas sin decretar un estado de alarma, puesto que afectaría no sólo a los enfermos y a las personas que hayan tenido contacto con ellos, sino a la población en general.

Al mismo tiempo, no existe amparo legal o constitucional alguno a la prohibición de votar en las elecciones vascas y gallegas para determinados núcleos de población ni para quienes ni siquiera poseen la plena confirmación de portar la enfermedad, máxime cuando no se articulan medidas alternativas para asegurar el ejercicio de su derecho al voto. Dicho de otra manera, si es la excepcionalidad y el peligro de contagio lo que fundamenta la decisión de impedir el ejercicio del derecho fundamental a participar en unas elecciones, esa misma excepcionalidad valdría para articular inusuales plazos y procedimientos de voto por correo para esa parte de la ciudadanía a la que, no sólo se le prohíbe votar, sino que se le amenaza con imputarle un delito contra la salud pública si decide acercarse a las urnas. Una situación tan insólita como lamentable.

No cabe duda de que en el reciente estado de alarma se aplicaron medidas propias del estado de excepción. Se ha asumido que el Parlamento haya quedado aletargado (por no decir hibernado), cediendo al Gobierno todo el protagonismo de nuestro modelo parlamentario. Se observa con naturalidad que, por medio de Decretos Leyes, se modifiquen Leyes Orgánicas. Nuestro Tribunal Constitucional, además, acrecienta su selectiva lentitud para abordar los recursos que le llegan. Quizás un buen día, estos escenarios que ahora toleramos con resignación por el miedo al contagio se consoliden como muestra de esa “nueva normalidad” que poco o nada tiene que ver con lo que, desde un punto de vista constitucional, debe ser un verdadero Estado Social y Democrático de Derecho. Pero nunca olvidemos las palabras del magistrado Thurgood Marshall: “La Historia enseña que las amenazas más graves a la libertad suelen ocurrir en tiempos de emergencia, cuando los derechos constitucionales son considerados demasiado extravagantes”. Al menos seamos capaces de aprender esta lección.

Banderas y símbolos como conflicto democrático

Se presupone que los símbolos están llamados a generar una respuesta emocional positiva entre las personas que se sienten representadas por ellos. Banderas, escudos e himnos aglutinan adhesiones entre quienes hallan en ellos signos comunes que evocan unos mismos principios, valores o creencias. Ya se trate de una Nación, una religión o un equipo de fútbol, sus emblemas oficiales representan un intangible. Como estableció el Tribunal Constitucional en su sentencia 94/1985, de 29 de julio, “el símbolo trasciende a sí mismo para adquirir una relevante función significativa al ejercer una función integradora y promover una respuesta socioemocional, contribuyendo a la formación y mantenimiento de la conciencia comunitaria”.

Sin embargo, la simbología se está convirtiendo de un tiempo a esta parte en fuente de conflictos de convivencia ciudadana. Ocurre así con determinados elementos que, en modo alguno, deberían usarse para enfrentar a los individuos, pero que las rencillas políticas y las mezquinas estrategias partidistas utilizan como arma arrojadiza en vez de como paradigma de riqueza cultural y paz social. Si las lenguas oficiales fueron las herramientas precursoras de estos enfrentamientos, ahora son las banderas las que reciben tan lamentable testigo.

El Tribunal Supremo ha dictado recientemente una sentencia de fecha 26 de mayo de 2020 en la que establece la siguiente jurisprudencia: “Se fija como doctrina que no resulta compatible con el marco constitucional y legal vigente, y en particular, con el deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones Públicas la utilización, incluso ocasional, de banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos, aun cuando las mismas no sustituyan, sino que concurran, con la bandera de España y las demás legal o estatutariamente instituidas”.

La resolución judicial se originó a raíz de un acuerdo del Pleno del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife en el que se reconoció una bandera no oficial (la denominada “bandera de las siete estrellas verdes”) como uno de los símbolos colectivos con los que se siente identificado el pueblo canario, ordenándose el izado de la misma en un lugar destacado del citado consistorio.

La decisión del TS se sustenta sobre varios argumentos. El primero, la manifiesta contradicción entre la normativa oficial que establece cuál es la bandera oficial de Canarias y la decisión municipal. El segundo, la reiterada jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional manifestando que las Administraciones Públicas no son titulares del derecho a la libertad de expresión, que sólo pueden detentar las personas físicas de modo individual. El  tercero, el hecho de que un Ayuntamiento no puede ir más allá de su concreta esfera de competencias. El cuarto, la afirmación obvia de que unas formaciones políticas, por más que representen el sentir mayoritario de una institución, no convierten en legal ni válido lo que no lo es, pues están obligadas a moverse dentro de los márgenes que la Constitución y el ordenamiento jurídico imponen.

Sea como fuere, la decisión judicial ha desatado una gran polémica, habida cuenta la práctica habitual de enarbolar diversas banderas coincidiendo con fechas determinadas o festividades señaladas. A mi juicio, un Ayuntamiento puede efectuar declaraciones institucionales que vayan acompañadas del izado de banderas no oficiales si los manifiestos están conectados con alguna de sus competencias (por ejemplo, conforme al artículo 25 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, el Municipio ejercerá como competencia propia la promoción de la igualdad entre hombres y mujeres, así como la lucha contra la violencia de género), pero fuera de esos supuestos, se debe limitar a ejecutar la normativa vigente de obligado cumplimiento sobre símbolos oficiales.

No obstante, el asunto tampoco termina ahí. Muchos países incorporan en sus leyes penales castigos por ultrajes a los símbolos propios. El caso de Alemania es más significativo si cabe, ya que la semana pasada entró en vigor una norma que sanciona a cualquier ciudadano que destruya o dañe en público una bandera, incluso si pertenece a un Estado extranjero. Esta postura choca con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que considera un ejercicio de libertad de expresión la quema de la bandera o de la foto de un Jefe de Estado para exteriorizar un sentimiento de aversión o una discrepancia política. En similar sentido, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha sentenciado que la quema de la bandera nacional en manifestaciones pacíficas no constituye delito, sino que es un acto protegido por la Primera Enmienda de la Constitución, referida al derecho a la libertad de expresión.

En conclusión, se ha convertido a las banderas en otro campo de batalla para pugnas políticas y problemáticas jurídicas, evidenciando una enorme habilidad para generar conflictos que entorpezcan una deseable convivencia en armonía. La enfermiza capacidad humana para transformar en un problema de desunión de primer orden lo que, en su origen, se había diseñado como espacio de integración, ha alcanzado ya la categoría de peligrosa patología. El enésimo ejemplo de que esa etiqueta de especie más racional de planeta con la que nos gusta definirnos nos queda enormemente grande.

De qué hablamos cuando hablamos de inmunidad parlamentaria

Durante los últimos meses, el revuelo mediático y jurídico relacionado con la inmunidad parlamentaria de Oriol Junqueras ha generado un aluvión de repercusiones en las que se ha podido escuchar de todo. Desde manifestaciones de personas con una innegable solvencia intelectual y una elevada argumentación en Derecho, hasta proclamas políticas desprovistas de cualquier base jurídica y que mostraban más una indignación particular que un razonamiento sustentado con criterio. Creo, por tanto, procede aclarar algunas cuestiones en relación a este asunto.

La figura de la inmunidad parlamentaria tiene un origen histórico que se remonta al Medievo, etapa en la que se ideó tal prerrogativa para proteger de los poderes de los monarcas a los miembros de las asambleas, dado que podían afectarles tanto desde el punto de vista policial como judicial. La idea era (y es) añadir una serie de trámites cuando se pretendiera actuar contra un parlamentario, aunque nunca fue (ni es) impedir por completo el enjuiciamiento de los componentes de dicha institución, ya que ello supondría otorgar una impunidad. Así, se proclama que un miembro de una Cámara legislativa no puede ser detenido (salvo en caso de flagrante delito) ni procesado, sin autorización de la propia Cámara a la que pertenece.

Igualmente, encontramos esa clase de “inmunidad” en el Parlamento Europeo, habida cuenta que sus diputados no pueden ser investigados, detenidos ni procesados por sus opiniones expresadas ni por sus votos emitidos. Dicha inmunidad presenta una doble vertiente. Por un lado, gozan en su propio territorio nacional de las inmunidades reconocidas a los diputados al Parlamento del Estado por el que han sido elegidos. Por otro, no pueden ser detenidos ni procesados en el territorio de cualquier otro Estado miembro.

Actualmente se sigue usando este mecanismo de protección, si bien se discute que las razones que fundamentaron su existencia hace siglos puedan persistir en los modernos Estados de Derecho. Tal es así que, pese a que formalmente se continúe requiriendo al Parlamento la petición de permiso para poder investigar y procesar a un diputado o senador por la vía del denominado “suplicatorio”, se entiende que la Asamblea que recibe esa petición no puede negarse si se cumplen los requisitos para ello o, al menos, debe ofrecer una suficiente motivación jurídica.

En ese sentido, resulta muy interesante la sentencia de nuestro Tribunal Constitucional  243/1988, de 19 de diciembre, que declaró la nulidad del Acuerdo del Pleno del Senado de 18 de marzo de 1987 por el que se denegó la autorización para proseguir un proceso judicial contra un senador, concluyendo que dicha denegación por parte de la Cámara Alta suponía una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva de los recurrentes. Reproduciendo las palabras del propio T.C. en la citada resolución, la inmunidad encuentra su fundamento en el objetivo de garantizar la libertad e independencia de la institución parlamentaria. Al servicio de este objetivo se confieren estos “privilegios, no como derechos personales, sino como derechos reflejos de los que goza el parlamentario en su condición de miembro de la Cámara legislativa, y que solo se justifican en cuanto son condición de posibilidad del funcionamiento eficaz y libre de la institución”. Además, se añade que “en la medida en que son privilegios obstaculizadores del derecho fundamental citado [la tutela judicial efectiva], solo consienten una interpretación estricta”.

Otro elemento determinante que se debe analizar es cuándo dicha inmunidad comienza a surtir efecto y, por lo que respecta al concreto caso de Oriol Junqueras, si la obtención de su escaño en un momento posterior a su procesamiento y enjuiciamiento pudiera tener incidencia en el proceso judicial que, finalmente, lo condenó a una pena de trece años de prisión y de inhabilitación absoluta por un delito de sedición en concurso medial con un delito de malversación. O, incluso, si su condena en firme antes siquiera de tomar posesión como parlamentario pudiera verse afectada por esa supuesta inmunidad.

La doctrina proclamada por el TJUE en su reciente sentencia ha fijado que, con carácter general, cualquier preso preventivo que adquiera la condición de eurodiputado lo hace desde el momento de su proclamación como electo y ha de ser puesto en libertad para cumplimentar los trámites formales posteriores a esa designación. Sin embargo, Oriol Junqueras ya no es un preso preventivo. Por ello, nuestro Tribunal Supremo considera que ahora, una vez conocida la sentencia del TJUE, no procede formalizar la petición de suplicatorio ante el Parlamento Europeo porque, cuando Junqueras fue proclamado electo en acuerdo de 13 de junio de 2019, el proceso penal que le afectaba había concluido y la Sala de lo Penal había iniciado el proceso de deliberación.

Es decir, si el electo adquiere su condición de diputado (y su inmunidad) cuando ya se ha procedido a la apertura del juicio oral, es obvio que decae el fundamento de esa inmunidad como condición de la actuación jurisdiccional, dado que ese fundamento no es otro que preservar a la institución parlamentaria de iniciativas dirigidas a perturbar su libre funcionamiento, lo que lógicamente no puede ocurrir si la actuación jurisdiccional es anterior a la elección de los componentes de ese Parlamento.

La sentencia más esperada

Han pasado ya más de dos años desde aquel 1 de octubre de 2017 en el que se celebró en Cataluña lo que algunos denominan referéndum democrático, otros, mera consulta sin efecto alguno y otros, intento de golpe de Estado. Los hay también que, simplemente, no encuentran un término adecuado para calificar lo ocurrido aquel fatídico día ni lo que ha sucedido posteriormente. A partir de entonces, el proceso judicial abierto por dichos hechos ha salpicado a muchas instancias, tanto internas como internacionales, y generado polémicas jurídicas y guerras políticas más allá de lo deseable. Investigados fugados, órdenes de detención y entrega frustradas, presos preventivos, procesados elegidos en convocatorias electorales, cuestiones prejudiciales sobre inmunidades ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, un juicio retransmitido en directo, una filtración prematura del fallo a los medios de comunicación y un sinfín de acontecimientos y noticias más propios del espectáculo mediático, el entretenimiento televisivo y la tergiversación política que de un procedimiento ante un tribunal de justicia.

Puesto que incluso las defensas aceptaban el delito de desobediencia, desde un punto de vista jurídico la sentencia debía resolver dos grandes cuestiones. En primer lugar, si en los hechos enjuiciados existió rebelión o sedición. En segundo lugar, si tuvo lugar una malversación de caudales públicos. Soy consciente de la pretensión de politizar lo que debería ser un asunto exclusivamente jurídico y me consta la dificultad de desligar el análisis de la sentencia de las ideologías, sentimientos y pasiones particulares. Aun así, intentaré trasladar lo que en ella se establece y explicar las razones del Tribunal Supremo para fundamentar su decisión.

1.- Con relación a la rebelión o la sedición, procede saber diferenciar ambos delitos. La rebelión se regula en el Código Penal dentro de los “delitos contra la Constitución” y castiga a quienes se alzaren violenta y públicamente para suspender o modificar total o parcialmente la Constitución, o declarar la independencia de una parte del territorio nacional. La sedición, sin embargo, figura en el apartado dedicado a los “delitos contra el orden público” y sanciona a los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alzaren pública y tumultuariamente para impedir por la fuerza o fuera de las vías legales la aplicación de las leyes, o impedir el cumplimiento de resoluciones administrativas o judiciales. Se ha configurado habitualmente la diferencia entre estos dos delitos en función de la violencia ideada y ejercida para su comisión. El Tribunal Supremo considera que en este caso sí existió violencia. Sin embargo, tres son los argumentos por los que ha descartado el delito de rebelión:

  1. En primer lugar, dicha violencia debe ser el instrumento empleado para conseguir el fin de la secesión y ha de estar ideada por los autores como la vía para la consecución del fin rebelde, no dándose aquí por probado tal extremo.
  2. En segundo lugar, el bien jurídico que el delito de rebelión protege no pareció correr un peligro real, dado que con las decisiones del Tribunal Constitucional y con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, es decir, por medio de los instrumentos jurídicos del Estado de Derecho, se desbarataron los objetivos de los acusados.
  3. En tercer lugar, el plan ideado por los acusados era manifiestamente inviable para obtener el fin perseguido. Todos los procesados eran conscientes de que, ni la consulta celebrada el 1 de octubre de 2017 ni el resto de medidas puestas en marcha, resultarían eficaces para la creación de un Estado soberano. A juicio del Tribunal Supremo, el Estado mantuvo en todo momento el control de la fuerza militar, policial y jurisdiccional, por más que sí existieron desórdenes públicos.

La Sala de lo Penal del TS establece, por tanto, que para que se dé el delito de rebelión ha de existir un riesgo real, y no lo que califica de “una mera ensoñación de los autores”, plenamente conocedores de que su propósito estaba abocado al fracaso. El Alto Tribunal considera que, como mucho, se engañó a algunos “ilusionados ciudadanos” que pudieron creer que, efectivamente, estaban participando en unos hechos que conducirían a una república soberana, mientras que los acusados eran conscientes de lo ilusorio e irreal de su propósito.

Por el contrario, considera consumado el delito de sedición. Afirma que la defensa política del fin de derogar, suspender o modificar la Constitución no es delito, pero sí lo es movilizar a la ciudadanía en un alzamiento público y tumultuario con el objetivo de obstaculizar o impedir la normal aplicación de las normas y el cumplimiento de las resoluciones judiciales, afectando con especial gravedad al orden público.

La sentencia hace especial mención al hecho de que es consustancial a un Estado Democrático y de Derecho la defensa de su integridad territorial, siendo ello un punto común en las Constituciones europeas. También subraya la manifiesta inexistencia de un “derecho a decidir”, que no existe como tal en ningún modelo constitucional, y menos aún a través de cauces contrarios al ordenamiento jurídico. Se proclama de forma contundente que no hay Democracia fuera del Estado de Derecho. Tampoco se considera que pueda invocarse la “desobediencia civil” como reducto de la voluntad de un individuo o de un grupo social frente al normal complimiento de las normas en un Estado calificado de “Social y Democrático de Derecho”. Nadie puede arrogarse el monopolio de interpretar qué es legítimo o ilegítimo para escapar de ese modo al imperio de la ley. Existen cauces democráticos regulados para modificar las normas y las reglas de convivencia de las que nos hemos dotado y fuera de esos cauces normalizados para la defensa de ideas y objetivos no existe un derecho a la desobediencia entendida como libertad individual o colectiva que pueda invocarse. Todas estas últimas afirmaciones son, en realidad, meras obviedades, pero ha sido necesario recordar lo elemental en una sentencia, dado que estamos en una época en la que se ha pretendido negar la esencia misma de la Democracia y del Estado de Derecho con planteamientos sin ninguna base jurídica.

2.- Con relación a la malversación de caudales públicos, se sitúa dentro de los delitos contra las Administraciones Públicas. La finalidad de la tipicidad del delito de malversación es tutelar «no solo el patrimonio público y el correcto funcionamiento de la actividad patrimonial de la Administración en cualquiera de sus manifestaciones, sino también proteger la confianza de la ciudadanía en el correcto manejo de los fondos públicos por parte de los representantes públicos» (STS 470/2014 de 11 de junio). Reprueba la conducta de la autoridad o funcionario público encargado del patrimonio público que, quebrantando los vínculos de fidelidad y lealtad que le corresponden por el ejercicio de su función y abusando de las funciones de su cargo, causa un perjuicio al patrimonio administrado. En este concreto caso, el Tribunal Supremo considera acreditado que existió delito de malversación de caudales públicos en concurso medial con el de sedición, al haberse usado aquellos para un fin evidentemente contrario a la ley.

Resulta extremadamente complicado resumir en un breve artículo de divulgación periodística un fallo de casi quinientas páginas y que contiene conceptos jurídicos de elevada complejidad técnica. Por fuerza numerosas cuestiones quedan fuera de este análisis, desde la supuesta inviolabilidad parlamentaria de algunos de los condenados hasta la participación de partidos políticos como acusación particular, entre otras muchas. A través de estas líneas no he manifestado mi opinión o mi postura personal, sino que he pretendido explicar los razonamientos básicos usados por el Tribunal que condena, para que sirvan al lector como criterio para formarse su propia opinión.

La elección del Presidente del CGPJ: Algo empieza a oler a podrido

Los alumnos que estudian Derecho en las Universidades españolas han de aprender que el Consejo General del Poder Judicial no es un órgano jurisdiccional sino de gobierno de dicho Poder Judicial y que está compuesto por veinte vocales designados por las Cortes Generales (diez por el Congreso de los Diputados y diez por el Senado) por mayoría de tres quintos de sus miembros. También forma parte de sus contenidos académicos que, para la elección del Presidente de dicho órgano, en la sesión constitutiva del Consejo (que será presidida por el vocal de más edad), cada uno de ellos podrá proponer un nombre. Tal elección tendrá lugar durante una sesión a celebrar entre tres y siete días más tarde, siendo elegido quien en votación nominal obtenga el apoyo de esa mayoría de tres quintos de los miembros del Pleno. Si en una primera votación ninguno de los candidatos resulta elegido, se procederá inmediatamente a una segunda votación exclusivamente entre los dos candidatos más votados en aquélla, siendo finalmente escogido quien obtenga mayor número de votos. Esa es la teoría. Es lo que dice la ley. Y es lo que enseñamos los profesores en las aulas de la Facultad.

Sin embargo, a mí personalmente me da vergüenza explicar en clase esta lección  tal y como figura en el manual, porque la realidad es bien distinta. Hace algunas semanas, se anunció a bombo y platillo el nombre de la persona que presidiría el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo. En concreto, el magistrado Manuel Marchena, hasta ahora cabeza de la Sala de lo Penal del T.S. La noticia se publicó en prensa mucho antes de saberse la identidad de los veinte vocales que, en teoría, están llamados a proponer a los candidatos y a elegir a su Presidente, habida cuenta que el Partido Socialista y el Partido Popular pactaron la composición del órgano de gobierno de los jueces y asignaron sillas y cargos, decidiendo quién debía convertirse, conforme a nuestro ordenamiento jurídico, en la primera autoridad judicial de la Nación y ostentar la representación del Poder Judicial.

Ni siquiera se trató de un pacto secreto ni de una negociación oculta. Muy al contrario, no se obró con disimulo para evitar que saliera a la luz su flagrante falta de respeto hacia la regulación sobre el CGPJ. Inmediatamente, los responsables de ambas formaciones políticas defendieron las bondades del elegido y se felicitaron públicamente por el acuerdo, aunque para cualquier otra cuestión demuestren una falta total de entendimiento. Apenas unas semanas antes, el PSOE anunciaba una “ruptura de relaciones” con el PP ante las afirmaciones de los populares de estar entregados a los independentistas catalanes. No hay forma humana de que acuerden un Pacto por la Educación que zanje el lamentable vaivén de leyes educativas, como tampoco la mayoría de temas trascendentales para la ciudadanía. Alimentan su imagen de antagonismo defendiendo unas ideas políticas irreconciliables y unas vías incompatibles de abordar los problemas. Pero, cuando se trata de repartir las cuotas de poder en el ámbito judicial, la sintonía y el acuerdo se tornan evidentes y hasta sencillos. De hecho, pocos días después se difundieron una serie de mensajes de Ignacio Cosidó, portavoz del PP en el Senado, donde calificaba de “jugada estupenda” el acuerdo con el PSOE, argumentando que, de esa manera, estarían “controlando la Sala Segunda [del Tribunal Supremo] desde detrás”.

Reacciones como ésta, unidas a otras actuaciones similares a lo largo de décadas y décadas, explican que a principios de este año el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (conocido como Greco) reiterase por enésima vez lo que ya se ha cansado de repetir: que España no cumple con los criterios mínimos de independencia que se precisan en un Estado de Derecho moderno. El Consejo de Europa ha insistido en que, al menos la mitad de los miembros del C.G.P.J., deben ser elegidos directamente por los jueces, afirmando incluso que lo mejor sería que el poder político no participara de ninguna manera en dicha elección. Sin embargo, a la hora de hablar de medidas de independencia del Poder Judicial, España hace oídos sordos a esas recomendaciones y al sentido común más elemental. El aluvión de críticas por estos comportamientos ha sido de tal magnitud que el magistrado escogido para presidir el Poder Judicial ya ha anunciado en un comunicado su renuncia al cargo, lastrado por una imagen de juez al servicio de los partidos que lo habían propuesto, anunciado antes incluso de que el órgano que formalmente debía elegirlo estuviese constituido con sus nuevos miembros.

Llegados a este punto, la reflexión final resulta inevitable. ¿Es éste el sistema de gobierno del Poder Judicial que debe tener un Estado de Derecho? ¿Es realmente el modelo que queremos para nuestro Estado? ¿Es siquiera el que se desprende de nuestra Constitución? Tres preguntas con tres contundentes respuestas negativas. Algo empieza a oler a podrido, por mucho que algunos se empeñen en decir que el ambiente está perfectamente perfumado.

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