Monthly Archives: julio 2016

Humillados y ofendidos

img_4476En las últimas semanas hemos asistido a un incremento de la polémica sobre los límites de la libertad de expresión en las redes sociales. De entrada, sí me gustaría afirmar que el debate debería versar, en su caso, sobre los límites de la libertad de expresión “a secas”, sin establecer conclusiones diferentes para su ejercicio en función de dónde se ejercite. La línea fronteriza que delimita dónde termina el amparo ante la difusión de ideas y dónde comienza el legítimo deseo de castigar determinadas manifestaciones no debe ser distinta en función de si dichas palabras se pronuncian en Twitter o en la barra de un bar, en Facebook o en un mitin, en un programa televisivo o en un artículo periodístico. Dicho de otra manera, el problema no reside en las redes sociales sino, como suele ser habitual, en el propio ser humano y su modo de utilizar los instrumentos que tiene a su alcance.

En un Estado constitucional, además, el límite al ejercicio de un derecho fundamental debe encontrarse en las leyes y, por ser una cortapisa a uno de sus principios constitucionales, debe aplicarse interpretando restrictivamente todo lo que implique cercenar o constreñir la efectiva práctica de ese derecho. Por tanto, ante las opiniones vertidas por los ciudadanos, serán el Código Penal y la doctrina jurisprudencial sobre las relaciones entre el derecho al honor y el derecho a la la libertad de expresión los que marquen las reglas de juego en nuestra sociedad democrática.

No existe ningún derecho, ni en España ni en ningún otro Estado constitucionalista, a no sentirse ofendido ante discursos ajenos. No se castiga el mal gusto al hablar, como tampoco se castiga el mal gusto en el vestir. No se sanciona la falta de tacto al expresarse, como tampoco la mala educación al comportarse. La grosería, como la ignorancia, no pueden ser objeto de persecución penal o administrativa. Cosa distinta es cómo reaccione la ciudadanía ante esas muestras de impertinencia y vulgaridad, ya sea mostrando su disconformidad, ya sea recriminando socialmente dicho comportamiento.

Sobre las mayorías y sus legitimidades

2239928Tras las elecciones del 20 de diciembre y del 26 de junio, se han podido escuchar un cúmulo de afirmaciones sobre la legitimidad para gobernar y sobre la responsabilidad de los dirigentes políticos para facilitar el acceso al poder de uno u otro partido. En dichos debates, a menudo alejados de la objetividad debido al interés y a la conveniencia de los propios implicados, se han mezclado conceptos para, a mi juicio, tratar de desvirtuar los principios esenciales de nuestro sistema parlamentario. Por ello, resulta conveniente realizar una serie de puntualizaciones al respecto.

Guste o no guste, en un sistema parlamentario el pueblo no elige al Presidente del Gobierno. Ni en la convocatoria de las elecciones ni en las normas electorales existen argumentos que vinculen los votos de los ciudadanos a la persona que ocupará la Presidencia de la nación. De hecho, ni siquiera es necesario que este ostente la condición de diputado. Bastará con que goce de la confianza de los miembros del Congreso, aunque no haya pasado por las urnas. Así son las reglas a día de hoy y, mientras no se modifiquen, a ellas nos tenemos que atener. Cosa bien distinta es que se defienda la conveniencia de cambiar de sistema y tender hacia modelos más presidencialistas en los que, a una vuelta o a dos, el pueblo designe directamente al líder del Ejecutivo. Hasta yo me sumaría con entusiasmo a dicha propuesta de reforma si estuviera correctamente planteada, porque el modelo actual comienza a dar evidentes signos de agotamiento, cuando no muestras de caducidad. Pero, en todo caso, se trataría de una controversia de cara al futuro.  

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