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Elecciones: dar la palabra a los españoles

Tanto el viernes 15 de febrero -cuando el Presidente del Gobierno anunció en rueda de prensa que disolvía las Cortes Generales y convocaba elecciones generales- como antes -cuando reiteradamente desde la oposición se reclamaba esa llamada a las urnas- se recurrió a la frase “dar la palabra a los españoles”, una metáfora para condensar la esencia misma de la democracia y mostrar el camino más lógico ante una situación de bloqueo político, por estar el Gobierno en minoría y sin un claro apoyo parlamentario. En un sistema de gobierno como el nuestro, las elecciones periódicas y libres son esenciales como modo evidente de reforzar nuestra madurez de sociedad democrática. Sin embargo, no creo que se deba ver en las consultas al pueblo una solución en sí misma a los conflictos que nos han traído hasta aquí.

El problema independentista catalán (al parecer, principal fuente de desgaste gubernamental, perpetua preocupación y protagonista absoluto de cualquier debate político) va a proseguir sea cual sea el resultado del 28 de abril. A ello, además, han de añadirse un cúmulo de dificultades relegadas al segundo plano y ocultas tras las banderas y los lazos amarillos. La educación, la sanidad, la administración de Justicia y tantos otros asuntos aguardan sin esperanza su turno para ser atendidos, dado que las prioridades de los líderes son otras. No parece que los candidatos que se postulan para residir en el Palacio de la Moncloa vayan a centrar en esto sus discursos y mensajes. Ya lo dijo el presidente del Partido Popular, Pablo Casado, justo después del anuncio de la convocatoria de elecciones: a su juicio, la elección es simple y sencilla, ya que para él habrá que elegir entre un modelo que negocie con Torra u otro que aplique el artículo 155 de la Constitución. Tan simplona dualidad figura, por otra parte, en la mayoría de consignas y mensajes del resto de formaciones políticas.

Así las cosas, los comicios generales, ideados como una fórmula de elección de los representantes que legislen y aborden los problemas del país por espacio de cuatro años, van a degenerar en una especie de plebiscito donde se juzgarán los modelos presentados por las diferentes candidaturas para resolver la cuestión catalana. El artículo 155 de la Constitución ya se aplicó y no da la sensación de que haya facilitado ninguna solución. También hubo elecciones en Cataluña y el escenario posterior tampoco ha aportado argumentos para el optimismo. Se intentó una negociación política con el resultado por todos conocido. Y ante esta tesitura se nos vuelve a “dar la palabra a los españoles” para que nos pronunciemos.

Pero ¿sabemos qué queremos decir? O, lo que es más importante, ¿sabemos qué debemos decir? Tengo la impresión de que hemos perdido ese imprescindible lazo de unión como pueblo. Y no me refiero a ideologías,  pues cualquier Estado Constitucional se basa necesariamente en el pluralismo político y, por lo tanto, en la cohabitación de ideas, proyectos y pensamientos diversos. Sin embargo, para mantener esa convivencia de credos y doctrinas se requiere un nexo común. Por ello el Preámbulo de nuestra Carta Magna comienza diciendo “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran…”, una manifestación similar a la primera de las Constituciones, la norteamericana, con su célebre “We, the People of the United States…”. Todas ellas reflejan un anhelo colectivo, unos objetivos compartidos, unas metas conjuntas. ¿Las seguimos conservando en España?

La imagen predominante es la de considerar como enemigo al que piensa diferente, al tiempo que se amuralla la parcela propia en espera del enfrentamiento. Los partidos de izquierda tachan al resto de “fachas”, los de derecha les califican de traidores y los nacionalistas aprovechan la ocasión para ahondar en la división. Ante semejante escenario no se puede construir un futuro para ningún país. Cuando surgió la polémica del “relator”, Pablo Casado dirigió al Presidente del Gobierno en una sola intervención hasta veintiuna descalificaciones (“felón”, “traidor”, “incompetente”, “mediocre”, “okupa”, “desleal” y “mentiroso compulsivo”, entre otras muchas). A su vez, la ministra de Justicia Dolores Delgado, refiriéndose al Partido Popular, Ciudadanos y Vox, acuñó el término “derecha trifálica”. Mientras tanto, de modo reiterado, se acusa de fascista (con evidente ignorancia sobre el significado del término) a cualquier sigla opuesta a los postulados de la denominada “izquierda”. Asimismo, desde el independentismo catalán se ensalzan las bondades del incumplimiento de las leyes como método superlativo de ejercer la democracia. ¿Es esta la oferta que se nos da a elegir a los ciudadanos?

Pase lo que pase el 28 de abril, esos mismos que se insultan y se desprecian deberán llegar a acuerdos. No obstante, y dada su manifiesta incapacidad, me temo que las opciones se reducen a dos: un bloque compuesto por las izquierdas y los nacionalistas que relegue a las derechas o un bloque de derechas que arrincone a las izquierdas. ¿Es ese el futuro que nos espera como nación? En vez de quince días de campaña electoral y una jornada de reflexión quizá deberíamos tener quince de reflexión y uno (o ninguno) de campaña para decidir nuestro destino, el de las futuras generaciones y, por supuesto, el de quienes no piensan como nosotros. Y yo, dadas las circunstancias, no soy capaz de neutralizar mi pesimismo.

Huelga: El derecho sin ley

La Constitución española proclama en su artículo 28.2 el derecho de huelga como derecho fundamental. Establece, además, que debe desarrollarse por medio de una Ley Orgánica. Sin embargo, nunca se ha hecho. Actualmente, su única normativa de referencia es un Real Decreto Ley del año 1977, anterior por tanto a la vigente Carta Magna. Esta carencia de una regulación que configure dicho derecho ha generado un elevado grado de inseguridad en su ejercicio que, unido a la evidente conflictividad que lleva siempre aparejada, ha derivado en cuatro décadas de numerosos paros y manifestaciones desarrollados en un limbo jurídico indeseable para un Estado de Derecho avanzado.

Y, si bien tal derecho se reconoce a “los trabajadores” para «la defensa de sus intereses», hoy en día se utiliza para referirse a situaciones bastante alejadas de las tenidas en mente en sus orígenes. A decir verdad, actualmente se confunde la huelga con cualquier tipo de protesta. Se habla de “huelga de estudiantes” o de “huelga de autónomos”, aunque ninguno de dichos grupos preste sus servicios por cuenta ajena en el régimen laboral. Así, la sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981 excluye a los trabajadores autónomos, jubilados y desempleados (entre otros) de la titularidad de este derecho pero, en la práctica, dicho concepto se ha extendido a colectivos que expresan sus quejas con el cese en el normal desarrollo de sus obligaciones, distorsionando y desnaturalizando de ese modo la esencia de la figura.

Sucede lo mismo con los fines que persigue y con sus últimos destinatarios. El citado Decreto Ley del 77 establece que una huelga es ilegal cuando se inicie o sostenga por motivos políticos o con cualquier otra finalidad ajena al interés profesional de los trabajadores afectados. Incluso también cuando sea por solidaridad o apoyo a otro sector. Sin embargo, la proclamación posterior de la Constitución ha generado un sinfín de dudas sobre cómo interpretar esa prohibición. La sentencia del Tribunal Constitucional 36/1993 consideró lícitas las huelgas generales cuyo objeto era determinados proyectos legislativos o decisiones gubernamentales, generalizando desde entonces unas reivindicaciones no necesariamente vinculadas a la patronal o a las empresas en las que los trabajadores prestan sus servicios. Recordemos la denominada “huelga feminista” del pasado 8 de marzo convocada por diferentes colectivos o la celebrada el 8 de noviembre de 2017 en Cataluña vinculada al proceso independentista en esa Comunidad Autónoma.

Igual de pintoresca resulta la denominada “huelga de jueces”, donde también cabe hablar de un vacío normativo que genera confusión, habida cuenta que no existe norma alguna que prevea tal situación. En las escasas ocasiones en que jueces y fiscales han decidido paralizar sus funciones, el Consejo General del Poder Judicial no ha fijado servicios mínimos, indicando que «el ejercicio del hipotético derecho de huelga de jueces y magistrados carece en el momento actual de soporte normativo».

Otro extremo que queda siempre en una peligrosa indeterminación se refiere a la fijación y el cumplimiento de tales servicios mínimos. Durante el desarrollo de las huelgas, ha de asegurarse su prestación para preservar la seguridad de las personas y las cosas (mantenimiento de locales, maquinaria, instalaciones, materias primas y cualquier otra gestión necesaria para la ulterior reanudación de las tareas de la empresa). Asimismo, habrán de establecerse las garantías precisas para asegurar el sostenimiento de los servicios esenciales de la comunidad. La ausencia de ley genera múltiples problemas relacionados con la fijación de estos “servicios mínimos”, así como con el respeto a los mismos una vez decretados. Por poner un ejemplo, en la última “huelga de taxistas” producida en Madrid y Barcelona fueron los propios huelguistas quienes, de forma unilateral, se autoimpusieron una serie de servicios respecto de un sector (el transporte público de personas) cuya repercusión es enorme.

A todo lo anterior se une la existencia de los denominados “piquetes” (para unos, meramente informativos y para otros, coactivos y violentos). En definitiva, existen demasiados problemas en torno a un Derecho Fundamental que no puede continuar huérfano de regulación legal, aparcado década tras década y regido por normas desfasadas y preconstitucionales debido al miedo de la clase política. Por muy espinoso que sea este asunto, merece de una vez por todas un tratamiento legislativo riguroso, moderno y constitucional.

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