Category Archives: Derecho constitucional

Más mitos y leyendas sobre la elección del Presidente del Gobierno

Pese a llevar el actual sistema político casi cuarenta y cinco años instaurado en nuestra Constitución de 1978, continúan perpetuándose una serie de ideas falsas en torno a la elección del Presidente del Gobierno de España. Tras nada menos que quince Elecciones Generales y, pese a la experiencia y el paso de los años, determinadas creencias ciudadanas siguen sin ajustarse a la realidad. Cabe, pues, aclarar determinados planteamientos tan extendidos como desacertados:

  1. En las Elecciones Generales el pueblo vota para elegir al Presidente del Gobierno. Falso. Una de las confusiones más habituales estriba en considerar que, cuando se introduce la papeleta con la lista elegida para el Congreso de los Diputados o, incluso, para el Senado, se está votando al líder que la formación política elegida presenta como candidato a ocupar la Jefatura de Gobierno y que con dicho voto se participa en la elección del citado cargo. Lo habitual es que ese líder, que aparece en la mayoría de los carteles y opta a dirigir el Poder Ejecutivo, se presente como número uno en la lista al Congreso por la circunscripción de Madrid. Por lo tanto, salvo que se vote en esa provincia, en las demás papeletas del país no figurará su nombre. En realidad, la ciudadanía elige a los miembros de las Cortes Generales, sin que tal elección quede vinculada con la posterior elección del Presidente del Gobierno.

 

  1. El Presidente del Gobierno debe ser el líder de la lista más votada. Tal afirmación es errónea. En nuestro modelo parlamentario, el Jefe del Ejecutivo será quien logre mayor número de apoyos en el Congreso. A diferencia de otros sistemas -en los que dicho cargo se elige de forma directa por los votantes y sí se vincula al hecho de ganar en una votación a otros contrincantes-, en España conseguirá el puesto el candidato que reciba el respaldo en la denominada “Cámara Baja” y, en ausencia de una mayoría absoluta, no tiene por qué coincidir con el del partido que ha obtenido más votos o cuenta con más escaños. Cuestión bien distinta supone criticar el vigente modelo y defender su modificación, apelando a la designación directa por parte del pueblo. Pero, para ello, se torna imprescindible cambiar previamente las reglas del juego.

 

  1. El Presidente del Gobierno tiene que ser diputado. De nuevo, otra afirmación incorrecta. Un rasgo característico de la separación entre los Poderes Legislativo y Ejecutivo radica en que no se exige que el Presidente del Gobierno ni sus Ministros sean miembros electos del Congreso. Ha sido la tradición la que ha establecido esta práctica, pero en modo alguno se trata de un condicionante legal ni de un imperativo constitucional. Se reduce a una costumbre reiterada en el tiempo.

 

  1. El Rey debe proponer en primer lugar como candidato a la Presidencia del Gobierno al líder del partido que ha ganado las Elecciones Generales. Más errores. El Jefe del Estado no está obligado a seguir un orden a la hora de proponer a un postulante a la Presidencia en función de los votos o escaños obtenidos por éste. Me remito al punto segundo de este artículo para insistir en que el Rey debe apostar por quien pueda obtener un mayor respaldo de la Cámara Legislativa. De ahí que, previamente a su propuesta y con el fin de sondear esos apoyos, consulte a las personas designadas por los grupos políticos con representación parlamentaria. Si de antemano estuviese compelido a proponer al más votado, tales reuniones previas no tendrían razón de ser.

 

  1. El Parlamento no puede ejercer sus competencias cuando el Gobierno está todavía «en funciones». Otra equivocación más. La situación transitoria del Gobierno saliente supone limitaciones para dicho órgano gubernamental, pero no para las Cámaras Legislativas. Así, se prohíbe expresamente al Presidente en funciones proponer al Rey la disolución de alguna de las Cámaras o de las Cortes Generales, plantear la cuestión de confianza o proceder a la convocatoria de un referéndum consultivo. Y al Gobierno (en su conjunto) se le impide aprobar el Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado y presentar Proyectos de Ley al Congreso de los Diputados o, en su caso, al Senado. En general, se establece que sólo se ocupará del «despacho ordinario de los asuntos públicos» pero, en casos de urgencia o de interés general, podrá adoptar cualesquiera otras medidas. Se trata, pues, de recortes en las funciones del Ejecutivo, no del Legislativo, aunque, si la situación de transitoriedad se alarga demasiado, se convierte en anómala y no recomendable.

 

  1. Los diputados y senadores se deben a la disciplina de voto impuesta por sus respectivos partidos. Seguramente suponga la cuestión más controvertida, pese a ser la más sencilla jurídicamente hablando. Nuestra vigente Carta Magna prohíbe expresamente que a los miembros de las Cortes Generales se les imponga el sentido de su voto, debiendo votar libremente y en conciencia. Esta proclamación constitucional es una de las más vulneradas en la actualidad, ya que para la opinión pública colectiva se ha asumido la idea de que sus señorías han de someterse en el ejercicio de su cargo a las directrices de sus respectivos líderes. En principio, la teoría establece que el representante se debe a sus representados, es decir, al pueblo, teniendo que sentirse más vinculado con éste que con el aparato de su formación política. Incluso suele calificarse de tránsfugas a quienes se apartan de la citada disciplina de partido. Sin embargo, tránsfuga sólo es el que abandona su partido para conformar otra mayoría con distintas siglas, pero no el que, sin abandonar su partido ni pretender apuntalar otras mayorías de gobierno, vota en contra de las directrices de su formación política.

 

  1. Con un Parlamento muy fragmentado no se puede formar un Gobierno. Incierto. Tal vez resulte más difícil pero, al mismo tiempo, puede suponer una gran oportunidad para revitalizar la función de control parlamentario que posee el Ejecutivo y que deviene inoperante cuando se dan mayorías absolutas o coaliciones férreas. El Derecho Comparado da fe de ello. No obstante, para que una circunstancia de este tipo no se vuelva insostenible, se requieren líderes formados, cuyos objetivos trasciendan tanto a sus propias ambiciones personales como a los concretos intereses de sus formaciones políticas. En definitiva, se necesitan estadistas capaces de, sabiéndose no vencedores, no empecinarse en imponer un programa que, visto el escaso respaldo electoral obtenido, carece de aval suficiente para convertirse en la hoja de ruta de toda una sociedad. Dicho de otro modo, es la escasa talla de los dirigentes, y no una patología del modelo de organización, la que ocasiona que el escenario se torne inestable y pernicioso.

Partidos políticos y militantes: una extraña relación

Recientemente se ha dado a conocer la noticia de la expulsión del PSOE de Nicolás Redondo Terreros,  justificando la formación política tal decisión por su “reiterado menosprecio” al partido. El afectado fue Secretario General del Partido Socialista de Euskadi entre 1997 y 2002, además de diputado en las Cortes Generales y candidato socialista a la presidencia del Gobierno Vasco. El distanciamiento entre las tesis del citado militante y la actual dirección del PSOE ya venía siendo evidente, produciéndose el último desencuentro a raíz de sus manifestaciones públicas y notorias en contra de la ley de amnistía reclamada por “Junts per Catalunya” y “ERC” para apoyar la investidura de Pedro Sánchez como Presidente del Gobierno. Así las cosas, procede llevar a cabo un análisis seguido de reflexión, tanto sobre la relación existente entre la militancia y los cargos públicos y organizativos de las formaciones políticas, como entre la libertad ideológica y de expresión de sus miembros y la disciplina que les pretenden imponer desde los partidos.

Sin entrar a valorar si cabe comparar los partidos políticos con el resto de asociaciones privadas o, por el contrario, a tenor de la indiscutible función pública que desempeñan los primeros, constituyen un tipo asociativo diferente, lo que sí parece aceptable es que cuenten con algún procedimiento sancionador que concluya en expulsión, como sucede en estructuras asociativas privadas. En cualquier caso, se ha de exigir la tramitación de un procedimiento garantista en el que el afectado disponga de un trámite de alegaciones o de defensa, y donde se concrete la imputación de una previa conducta prevista en la norma como sancionable, que podrá terminar (o no) en expulsión.

No obstante, más allá de la existencia o no de tal procedimiento sancionador previo (Nicolás Redondo Terreros ha manifestado en prensa que no le han notificado la apertura de ningún procedimiento de expulsión), existiría la cuestión de si un militante o cargo público puede discrepar públicamente de los postulados y decisiones tomadas por los dirigentes de su partido. Esta relación entre la libertad de expresión y de pensamiento del militante con la disciplina de la organización a la que pertenece es la que genera más dudas.

Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado en numerosas sentencias que la libertad de expresión comprende, junto a la mera expresión de juicios de valor, «la crítica de la conducta de otros, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática» (entre otras muchas, la STC 23/2010). Así, en el marco amplio que se otorga a la libertad de expresión, quedan amparadas aquellas manifestaciones que, aunque afecten al honor ajeno, se revelen como necesarias para la «exposición de ideas u opiniones de interés público» (STC 181/2006).

Analizando la cuestión desde una perspectiva general (no pretendo examinar exclusivamente el caso de Nicolás Redondo Terreros), en la sentencia del TC 226/2016 (que precisamente analizaba una sanción impuesta por el PSOE a uno de sus militantes), se estableció que «un partido político puede reaccionar utilizando la potestad disciplinaria de que dispone según sus estatutos y normas internas, frente a un ejercicio de la libertad de expresión de un afiliado que resulte gravemente lesivo para su imagen pública o para los lazos de cohesión interna que vertebran toda organización humana y de los que depende su viabilidad como asociación y, por tanto, la consecución de sus fines asociativos. Quienes ingresan en una asociación han de conocer que su pertenencia les impone una mínima exigencia de lealtad. Ahora bien, el tipo y la intensidad de las obligaciones que dimanen de la relación voluntariamente establecida vendrán caracterizados por la naturaleza específica de cada asociación. En el supuesto concreto de los partidos políticos ha de entenderse que los afiliados asumen el deber de preservar la imagen pública de la formación política a la que pertenecen, y de colaboración positiva para favorecer su adecuado funcionamiento. En consecuencia, determinadas actuaciones o comportamientos (como, por ejemplo, pedir públicamente el voto para otro partido político) que resultan claramente incompatibles con los principios y los fines de la organización, pueden acarrear lógicamente una sanción disciplinaria incluso de expulsión, aunque tales actuaciones sean plenamente lícitas y admisibles de acuerdo con el ordenamiento jurídico general.

En cuanto al ámbito de la libertad de expresión, la exigencia de colaboración leal se traduce igualmente en una obligación de contención en las manifestaciones públicas incluso para los afiliados que no tengan responsabilidades públicas, tanto en las manifestaciones que versen sobre la línea política o el funcionamiento interno del partido como en las que se refieran a aspectos de la política general en lo que puedan implicar a intereses del propio partido. De la misma forma que la amplia libertad individual de que goza cualquier persona se entiende voluntariamente constreñida desde el momento en que ingresa en una asociación de naturaleza política (…), el ejercicio de la libertad de expresión de quien ingresa en un partido político debe también conjugarse con la necesaria colaboración leal con él. Lo cual no excluye la manifestación de opiniones que promuevan un debate público de interés general, ni la crítica de las decisiones de los órganos de dirección del partido que se consideren desacertadas, siempre que se formulen de modo que no perjudiquen gravemente la facultad de auto-organización del partido, su imagen asociativa o los fines que le son propios».

Esta postura del Tribunal Constitucional configura una frontera difusa, imposible de delimitar con cierta seguridad. Determinar cuándo hablamos de críticas a las decisiones del partido formuladas de “modo que no perjudiquen gravemente la facultad de auto-organización del partido y su imagen asociativa”, y cuándo de “deslealtad y de resultado gravemente lesivo” para la formación política, supone un ejercicio valorativo eminentemente subjetivo que no nos ayuda a resolver la cuestión planteada.

Pero, además, en buena parte de estos casos, existe una absoluta confusión entre lo que se entiende por lealtad al partido político y lealtad a su líder, realidades no completamente coincidentes. Se suele atribuir al icono absolutista Luis XIV la frase “El Estado soy yo”. Más allá de si la expresión es apócrifa o no, refleja una idea muy alejada de los principios y valores constitucionalistas.

A título personal, discrepo de esta opinión del Tribunal. La decisión final supone una excepción que anula “de facto” la doctrina general sobre la libertad de expresión que previamente se proclama. No puede de forma coherente afirmarse que la libertad de expresión ampara la “crítica de la conducta de otros, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática” para, a continuación, constreñir esa libertad y evitar esas molestias y disgustos a una estructura asociativa. Si en la balanza se colocan, por un lado, los objetivos, estrategias y potestades de un partido político y, por otro, el derecho fundamental a la libertad de expresión del individuo, dicha balanza debe decantarse del lado del ciudadano titular del derecho, siempre que dichas expresiones no contengan descalificaciones gratuitas e innecesarias para trasladar y difundir la concreta opinión que quiere expresarse y estemos hablando de la intención de fomentar un debate sobre un tema de evidente interés público.

Modelo territorial: la difícil tarea de contentar a todo el mundo

Existe una gran diversidad en los modelos de organización democráticos y constitucionalistas. Lo que define y determina que un Estado se halle dentro de los denominados sistemas creados y amparados por el constitucionalismo es el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales, la separación y el control de los poderes públicos y la proclamación de imperio de la ley como base del Estado de Derecho. A partir de ahí, ser una República o una Monarquía, o configurarse como un país centralista o descentralizado, depende de cómo quiera organizarse su ciudadanía. El problema español radica en cuánto nos cuesta ponernos de acuerdo en esa forma de organización. Por ello, asistimos de forma recurrente a diversas reclamaciones para implantar modelos antagónicos, generándose así un debate que provoca crispación política y relega a un segundo plano otros muchos problemas que afectan directamente a la población.

Contentar a todo el mundo se torna imposible. Se debe encontrar un modelo que agrade a una amplia mayoría para que, de ese modo, la legitimidad del sistema sea superior. Hasta ahora se ha implantado en España el denominado “Estado Autonómico”. Contiene numerosos fallos, entre ellos el laberíntico sistema de distribución de competencias o la irritante irrelevancia del Senado como Cámara de representación territorial. Pero, a pesar de sus errores, ha sustentado una convivencia que dura ya más de cuarenta años. De cuando en cuando se ponen sobre la mesa nuevas propuestas, dado que en una democracia no deben existir temas “tabú”, pero finalmente es la soberanía del pueblo la que tiene siempre la última palabra. Entre esas propuestas, figuran las siguientes:

 

1.- El modelo del Estado Federal: Muy común dentro de los Estados Constitucionalistas y perfectamente asumible siempre que se sigan los procedimientos de reforma establecidos. En el caso de España, encajaría en el supuesto de un Estado unitario que se transforma para generar varios Estados miembros bajo una misma Constitución. No obstante lo anterior, en este debate se suele considerar que supondría una mayor descentralización de la que ya tenemos y que ello derivaría en más competencias para las Comunidades Autónomas, al pasar a ser un Estado miembro dentro de la Federación. La realidad, sin embargo, es que nuestro nivel de descentralización con el actual Estado Autonómico es muy elevado e incluso superior a algunas Federaciones. Es más, en algunas de ellas (por ejemplo, Alemania) se han empezado a cuestionar su propio modelo de reparto competencial y resultan frecuentes las reformas constitucionales, no sólo para clarificar esa distribución de materias entre Federación y “Landers” (nombre que reciben allí los Estados miembros), sino para que la Federación asuma nuevas facultades y materias.

2.- El modelo de la “Nación de Naciones”: Con independencia de lo que políticamente cada quien quiera entender por “Nación” o “Nacionalidad”, lo importante cuando se trata de elaborar normas jurídicas y definir la organización territorial es determinar el titular de la soberanía y saber si hablamos de Estados independientes (cada uno con su respectiva Constitución) que llegan a acuerdos propios del Derecho Internacional para abordar sus intereses comunes o si, por el contrario, se configuran dentro de una sola Constitución, como única norma jurídica suprema interna de un Estado. Dicho de otra manera, no existe el “Estado confederal”. Lo que existen son las “Confederaciones de Estados”. O hablamos de un Estado (una soberanía, una Constitución y un acuerdo jurídico interno para organizarse) o hablamos de varios Estados (cada uno soberano, cada uno con su Constitución) que por la vía del Derecho Internacional llegan a acuerdos. La cuestión de si por tener una lengua o dialecto propios, o una cultura autóctona, o unas costumbres o historia común, faculta para hablar de una Nación o, por contra, se requiere algo más, entraña un debate más político que jurídico. Lo determinante es cómo nos organicemos por la vía de las normas jurídicas que van a establecer dicha organización. Y ahí no hay mucho margen para los eufemismos.

Dicho esto, el significado de Nación depende de las épocas y de las perspectivas de estudio. Un primer concepto se relaciona con una población aglutinada en comunidad y en un espacio geográfico determinado, con lazos culturales basados en la lengua, las costumbres y las tradiciones. Esta idea persiste en la Edad Media y en los inicios de la Edad Moderna. Ya con la evolución histórica, jurídica y, sobre todo, con la llegada del constitucionalismo, tal idea se supera, y comienza a vincularse con la nacionalidad, la soberanía y la unidad. Así, nuestra primera Constitución de 1812 decía que la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios y que la soberanía reside en la Nación. Nuestra actual Constitución de 1978 afirma en su Preámbulo que el texto constitucional es fruto del uso de la soberanía que hace la Nación, recalcando que la soberanía nacional reside en el pueblo español y que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, como patria común e indivisible de todos los españoles.

Resulta evidente que la introducción de los elementos “soberanía”, “nacionalidad” y “unidad” para configurar el concepto de Nación determina un significado muy distinto al usado inicialmente, cuando dichos conceptos jurídicos ni siquiera existían. Así que, por muy legítimos que se alcen los debates entre la clase política, o por muy variopintos que se otorguen los significados al sustantivo en cuestión desde el punto de vista sociológico, al final se trata de plasmar a través normas jurídicas qué hacemos con la soberanía y qué pasaporte vamos a usar. Llegados a este punto, en nuestra tradición jurídico constitucional partimos de la soberanía del conjunto de la población española, por lo que tienden a coincidir Estado y Nación.

3.- El modelo del Estado Libre Asociado: Con independencia de que se pueda poner a Puerto Rico como ejemplo para aplicarse posteriormente en España, yo entiendo que no es viable tomarlo como referencia para implantarlo por la vía de la reforma de nuestra Constitución. Sin entrar en el espinoso tema de si la isla se considera todavía una colonia o no, y de si su Constitución de 1952 responde a las características de una Constitución en sentido estricto, esta opción, claramente excepcional y atípica, sólo es realmente viable si se parte de dos previos Estados soberanos, cada uno con sus respectivas Constituciones para, posteriormente, por medio de un Convenio Internacional, establecer pactos y acuerdos. De entrada, esta posibilidad no tiene cabida en el caso español, donde las Comunidades Autónomas ni son soberanas, ni cuentan con una Constitución, ni un supuesto pacto con el Estado poseería naturaleza de convenio o tratado internacional.

 

Sea como fuere, y aunque se llegue a una postura común sobre qué se entiende por “Nación” y qué modalidad de pactos pueden existir entre los diferentes territorios de España con el Estado, volvemos al punto de partida: ¿Cuál es la postura mayoritaria del conjunto de la ciudadanía española, que es la llamada en todo caso a decidir en una hipotética reforma constitucional de semejante calado? Porque no cabe obviar que, en democracia y en materia de consensos constitucionales, lo importante es la decisión de una holgada mayoría de la población. Urge plantearnos estos asuntos por medio de un análisis serio y riguroso, alejado de demagogias, estrategias partidistas y planteamientos inviables, dado que cada vez con mayor frecuencia asistimos a defensas de postulados basados en argumentaciones fraudulentas e interpretaciones demasiado forzadas que persiguen el objetivo de lograr el círculo cuadrado. Es decir, que persiguen un imposible.

 

Fraudes parlamentarios

Una de los grandes objetivos de las revoluciones liberales que dieron origen a los modelos constitucionalistas fue el de limitar el poder. La esencia de las Constituciones, además de proclamar y garantizar derechos fundamentales a la ciudadanía, reside en separar y controlar a los Poderes Públicos, siguiendo la premisa de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Sin embargo, poco a poco los sólidos cimientos sobre los que se asienta nuestro modelo de convivencia y de libertades tienden a sufrir grietas y erosiones y, cada vez con mayor frecuencia, observamos conductas de pasividad y tolerancia que admiten, tanto la acumulación de poder, como el incumplimiento de las normas por parte las diferentes Administraciones y órganos políticos, a menudo intentando disfrazar lo que constituye una clara negación de la esencia del modelo constitucionalista con proclamas demagógicas o, lo que resulta aún más peligroso, con una interpretación de la legitimidad ganada en las urnas que implica una arbitraria potestad a la hora de aplicar o no dichas normas, aprobadas para regular y controlar a esos representantes electos.

En las últimas semanas hemos asistido a la constitución de los grupos parlamentarios en las Cortes Generales elegidas en las pasadas elecciones del 23 de julio. La importancia de tener un grupo parlamentario propio y no terminar mezclado y diluido en el denominado “Grupo Mixto” es económica y asimismo política. La magnitud del dinero que se recibe, unida a la posibilidad de presentar iniciativas parlamentarias, hace que a los partidos políticos les interese enormemente contar con ese grupo propio. Sin embargo, se trata de una cuestión prevista y reglamentada a través de normas jurídicas de aplicación e interpretación clara.

Conforme al Reglamento del Congreso de los Diputados, para formar un grupo en dicha Cámara se debe contar con, al menos, quince parlamentarios. Existe otra alternativa, consistente en tener, como mínimo, cinco diputados si han obtenido el quince por ciento de los votos en las circunscripciones en que hubieren presentado candidatura, o el cinco por ciento de los emitidos en el conjunto de la Nación. Se aclara además que, en ningún caso, pueden constituir un grupo parlamentario separado diputados que pertenezcan a un mismo partido ni que, al tiempo de las elecciones, pertenecieran a formaciones políticas que no se hubieran enfrentado ante el electorado. En el caso del Senado, cada grupo parlamentario debe estar compuesto por diez senadores al menos.

Ante los resultados de las últimas elecciones generales, en el Congreso de los Diputados cumplen los requisitos exigidos PP, PSOE, Vox, Sumar, EH Bildu y PNV. No lo hacen ERC, Junts per Catalunya, BNG, Coalición Canaria y UPN. Se trata de datos numéricos, de operaciones matemáticas y, por ello, de criterios objetivos sin margen para la apreciación o valoración.

Sin embargo, tanto en esta legislatura como en otras anteriores se produce el denominado “préstamo de diputados”, en virtud del cual unas formaciones “prestan” diputados a otras que no alcanzan el número mínimo exigido para formar grupo, posibilitando así su constitución. Acto seguido, abandonan ese grupo parlamentario sobrevenido y vuelven a adscribirse a su grupo político inicial.

Se trata de un ejemplo de manual del denominado “fraude de ley”, que básicamente consiste en utilizar una estratagema, en principio no prohibida, con el fin de saltarse una norma jurídica que no se desea cumplir o cuya aplicación se desea evitar. Con dicha norma en la mano, resulta evidente quién puede optar a formar un grupo parlamentario y quién no, pero con estos “préstamos temporales de diputados” las formaciones eluden la normativa caprichosamente, por motivos de estricta conveniencia política.

En esta ocasión, PSOE y Sumar han “prestado” varios escaños a ERC y Junts per Catalunya durante unos días, una práctica que no supone ninguna novedad. En anteriores legislaturas, tales “préstamos” se han efectuado tanto por el PSOE como por el PP, involucrando en la operativa a CiU, PNV, Coalición Canaria, UPN, PAR, UPyD, Foro Asturias o BNG.

El Tribunal Constitucional todavía no se ha pronunciado en sentencia sobre el fondo de este asunto. En 2007 dictó un Auto por el que inadmitió un recurso de amparo del PP contra la decisión de la Mesa del Congreso de conceder un grupo propio a ERC sin cumplir con los mínimos legales exigidos por el Reglamento, al considerar que no se justificaba una decisión de fondo del asunto con el argumento de que el acto recurrido no vulneraba ningún derecho fundamental de los recurrentes. Curiosamente, en el año 2002 sí dictó sentencia y analizó el fondo de la cuestión planteada, pero para avalar la denegación de la constitución de un grupo parlamentario al BNG, por no cumplir los requisitos contenidos en el Reglamento del Congreso.

En cualquier caso, mientras no se modifique o derogue, la aplicación o inaplicación de la norma no puede quedar al arbitrio de una decisión política, porque eso es tanto como negar el carácter de norma jurídica al Reglamento Parlamentario, o como afirmar que un órgano político puede decidir a su capricho si se aplica o no una reglamentación dictada precisamente para organizar y limitar a los Poderes Públicos.

Internet, libertad de expresión y responsabilidades

El Pleno del Tribunal Constitucional ha dado a conocer recientemente una sentencia cuyo ponente ha sido el magistrado y ex Ministro de Justicia Juan Carlos Campo Moreno, en la que se ha desestimado el recurso de amparo formulado por una entidad mercantil, responsable de una página web con enlaces a diferentes noticias y comentarios de los usuarios, que los visitaban en un dominio propiedad de la sociedad recurrente. El referido recurso se dirigía contra una sentencia dictada por la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo recurrida en casación, y otra de la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Málaga, que condenaba a la demandante de amparo a pagar una indemnización de mil doscientos euros por no retirar de la página web, pese a haber sido requerida dos veces para ello, el comentario de un usuario anónimo, donde se calificaba como “hijo de puta” a un concejal que había realizado un gasto manifiestamente excesivo a través del teléfono suministrado por el Ayuntamiento.

La empresa recurrente alegaba que carecía de la condición de medio de comunicación y que actuaba como mero “agregador de contenidos”, por lo que no ejercía ningún tipo de control ni de supervisión de los enlaces, como tampoco de los comentarios que los usuarios decidían incorporar al sitio web de su propiedad.  Ante tal presupuesto, el Tribunal aprecia que existe un conflicto entre el derecho al honor de la persona que reclama la retirada del comentario del sitio web y la libertad de expresión del internauta anónimo (autor de dicho comentario). Ese conflicto termina afectando a la empresa propietaria del dominio web, conforme al artículo 16 de la Ley 34/2002, de 11 de julio, de Servicios de la Sociedad de la Información (LSSI), como intermediadora obligada a retirar contenidos ilícitos de los que tenga conocimiento efectivo.

En la sentencia, el TC considera que la libertad de expresión no puede amparar expresiones puramente vejatorias, ni siquiera en un contexto de crítica política, cuando resultan totalmente innecesarias, se amparan en el anonimato y se realizan en un medio con extraordinaria capacidad de difusión, como es Internet. Rechaza, por tanto, que las resoluciones impugnadas hayan vulnerado el derecho a libertad de expresión.

No obstante, la decisión del Pleno del Tribunal no fue unánime. Contó con el voto particular de la magistrada María Luisa Balaguer. En su postura, disidente de la mayoría de sus compañeros, consideró que la sentencia debería haber sido estimatoria de las pretensiones de la recurrente en amparo, apreciándose la vulneración de su derecho a la libertad de expresión atendiendo a que el afectado por el comentario era un cargo público, el cual debe soportar un nivel de crítica más elevado, por lo que la ponderación de los derechos en conflicto que realiza la sentencia, a juicio de la firmante del voto particular, no resulta conforme con la función institucional reconocida a las libertades de expresión e información que establece la jurisprudencia europea y el propio Tribunal Constitucional en una sociedad plural. Asimismo, el voto particular razona que la sentencia hubiera constituido una buena oportunidad para abordar la cuestión de la titularidad de las libertades comunicativas de las plataformas en Internet.

La previa sentencia del Supremo, que también condenó a la propietaria de la página de Internet, reconoció que resultaba indiscutible la relevancia pública y el interés general de los asuntos a que se refería la noticia publicada, porque hacían referencia a la política municipal, así como que el comentario se encuadraba en una crítica en relación con la gestión de los asuntos públicos.

En cuanto a los términos y conceptos usados para expresar esa crítica a la labor de gestión política, el Tribunal Supremo efectuó un repaso por otras sentencias sobre aspectos similares.

La sentencia 338/2018 consideró amparado por la libertad de expresión el uso del término «mercenario», por el ámbito de pugna política en el que se empleó, y la sentencia 620/2018, atendiendo al contexto de agrio enfrentamiento entre una agrupación de electores y el alcalde y dos concejales de un pequeño municipio, concluyó que los calificativos dirigidos por aquella a estos últimos mediante un escrito difundido en la localidad (tales como «fascistas» o «pequeño dictador», unidos a inequívocas imputaciones de irregularidades en la gestión) debían considerarse amparados por la libertad de expresión ya que, «por más duros que fuesen los términos empleados, se circunscribieron al ámbito de la gestión política, sin atacarles en su esfera privada y sin incitar al odio ni a la violencia contra ellos».

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos también ha abordado este asunto. En sus sentencias de 15 de marzo de 2011 (caso Otegui Mondragón contra España) y de 13 de marzo de 2018 (caso Stern Taulats y Roura Capellera contra España), el Tribunal Europeo asigna a la libertad de expresión en el debate sobre cuestiones de interés público una relevancia máxima, de tal forma que las excepciones a dicha libertad de expresión requieren de una interpretación restrictiva, constituyendo por ello su único límite que no se incite ni a la violencia ni al odio. Sin embargo, los Tribunales españoles tienden a establecer límites más estrictos, y el Tribunal Supremo ha concluido que, ni la condición de personaje público del destinatario de la crítica ni el interés general de la misma por razón de la materia tratada, amparan en la libertad de expresión manifestaciones inequívocamente vejatorias, como los meros insultos. A esta diferencia entre los límites a imponer en estos casos conforme a los Tribunales europeos o internos españoles es a la que se refería la magistrada discrepante.

Pero, al margen del problema sobre la libertad de expresión, se halla el asunto referido a la responsabilidad de los propietarios de las páginas de Internet que admiten comentarios de usuarios. La sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso DELFI AS contra el Estado de Estonia, imputa al titular de un portal de Internet la responsabilidad derivada de las opiniones vertidas por usuarios anónimos en la citada web. Posteriormente, en el asunto Sánchez contra Francia, el TEDH analiza el supuesto de un perfil público de un político en la red social Facebook que permitía comentarios de terceros. Los Tribunales franceses habían establecido la responsabilidad penal del titular del “muro” de FB, tras apreciar que se trataba de contenidos de incitación al odio frente a ciertos grupos de personas por su origen étnico o su adscripción religiosa. El TEDH avaló el criterio de los Tribunales franceses, exigiendo diligencias al titular de la página web en las que esos comentarios encontraron una vía para la difusión.

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