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Estados de alarma y de excepción: la frontera difusa

Tras la declaración del estado de alarma por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, y después de sus dos prórrogas, ya serán más de seis las semanas de confinamiento y sometimiento a una serie de severas restricciones dirigidas a ganar una batalla sanitaria. Esta realidad ha afectado de forma evidente a alguno de los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución, tales como el de reunión, manifestación, libre circulación o libertad deambulatoria. El hecho de que los derechos constitucionales se vean afectados por situaciones excepcionales que requieren de medidas, asimismo, excepcionales, no constituye una extrañeza. De hecho, se prevé y se regula en nuestro ordenamiento jurídico. Cuestión distinta es si la concreta Ley  Orgánica 4/1981, relativa a los estados de alarma, excepción y sitio, da una certera respuesta jurídica a las actuales circunstancias derivadas de la pandemia del denominado “Covid-19”, o si la respuesta, primero gubernamental y después parlamentaria, se amolda perfectamente a las previsiones normativas vigentes.

En nuestro sistema, cada uno de los tres estados citados anteriormente (alarma, excepción y sitio) está pensado para responder a situaciones diferentes y establece facultades concretas de actuación para que las autoridades competentes puedan solucionar los problemas que ponen en peligro la seguridad y la normal convivencia social. Por lo tanto, el estado de alarma responde a un determinado tipo de problemas y faculta para resolverlos a través de un abanico de medidas determinadas. El estado de excepción, por su parte, está ideado para afrontar otros supuestos y autoriza a adoptar otras decisiones, y lo mismo sucede con el estado de sitio. En función de cuál de los tres se declare, así serán las decisiones que se tomen. Dicho de otra manera, en un estado de alarma no se pueden adoptar medidas previstas para el de excepción ni el de sitio, y viceversa.

El estado de alarma incluye los siguientes supuestos: catástrofes; calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inundaciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud; crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves; paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad; y situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad. En esta modalidad no se pueden suspender derechos fundamentales (si bien se puede limitar su ejercicio). Así viene recogido expresamente en nuestras normas y ha sido igualmente proclamado por nuestro Tribunal Constitucional.

En ese sentido, las decisiones que pueden adoptar las autoridades son: limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos; practicar requisas temporales de todo tipo de bienes e imponer prestaciones personales obligatorias; intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cualquier naturaleza; limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad; e impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados.

El estado de excepción, sin embargo, está pensado para cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, de los servicios públicos esenciales para la comunidad y cualquier otro aspecto del orden público resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias se estimen insuficientes para restablecerlos y mantenerlos. En tal caso, la legislación sí habilita a la suspensión de derechos fundamentales. Se menciona expresamente que la autoridad gubernativa podrá prohibir la circulación de personas y vehículos, así como suspender los derechos de libre circulación, reunión y manifestación, entre otros. Se trata de una previsión que figura, tanto en nuestra Constitución como en la ya citada Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio.

Cabría preguntarse si las medidas a las que estamos siendo sometidos suponen una mera limitación de la circulación o la permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados o si, por el contrario, más que limitar los derechos, implican una suspensión en toda regla de los mismos. A mi juicio, y dada su entidad, sí implican dicha suspensión y no una mera limitación por lo que, de facto, corresponderían al estado de excepción (aunque el declarado sea el de alarma). Ante ello, y puesto que parece evidente que frente a crisis sanitarias de esta magnitud la imposición de confinamientos y el cierre de empresas y locales abiertos al público son adecuados, sería preciso modificar nuestras normas para posibilitar esa declaración del estado de excepción y conseguir así una perfecta adecuación entre las decisiones que deben adoptarse y el marco jurídico al que se deben someter. En estos momentos, el ajuste entre las medidas impuestas y las previsiones normativas es discutible o, como mínimo, se sitúa en esa difusa frontera que separa el estado de alarma del de excepción.

La regulación de los rescates de inmigrantes en alta mar

La polémica sobre el rescate de inmigrantes en el Mediterráneo llevado a cabo por el “Open Arms”, unida a las declaraciones de la vicepresidenta del Gobierno en funciones, Carmen Calvo, afirmando que el barco de dicha organización carece de licencia o autorización para realizar este tipo de misiones (abriendo así la puerta a posibles sanciones a la citada ONG), han generado multitud de reacciones. La envergadura del problema de la inmigración acarrea la inexistencia de soluciones fáciles o de fórmulas mágicas. Pero, al margen de las ideas políticas o de las propuestas de las partes implicadas, conviene conocer qué dicen las normas, cuáles son las obligaciones y los derechos proclamados y ratificados en los Tratados y Convenios Internacionales vigentes y a qué debemos atenernos mientras dicha legislación no sufra modificaciones.

1.- Los Estados Miembros de la Organización Marítima Internacional (OMI) introdujeron en 2004 una serie de enmiendas a dos de sus convenios internacionales más relevantes (el Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar de 1974 y el Convenio Internacional sobre Búsqueda y Salvamento Marítimos de 1979). Dichas enmiendas se adoptaron en mayo de 2004 y entraron en vigor el 1 de julio de 2006. Desde entonces el capitán de un buque tiene la obligación de brindar auxilio a quienes se encuentren en peligro en el mar, con independencia de su nacionalidad, condición jurídica o circunstancias. Así, el artículo 98.1 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1982) establece que “todo Estado exigirá al capitán de un buque que enarbole su pabellón que, siempre que pueda hacerlo sin que exista grave peligro para el buque, su tripulación o pasajeros: a) preste auxilio a toda persona que se encuentre en peligro de desaparecer en el mar; b) se dirija a toda la velocidad a prestar auxilio a las personas que estén en peligro, en cuanto sepa que necesitan socorro y siempre que tenga una posibilidad razonable de hacerlo”. Por su parte, el Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar (1974) establece que “el capitán de un buque que, estando en el mar en condiciones de prestar ayuda, reciba información de la fuente que sea que le indique que hay personas en peligro en el mar, estará obligado a acudir a toda máquina en su auxilio, informando de ello, si es posible, a dichas personas o al servicio de búsqueda y salvamento”.

2.- El Reglamento de la Unión Europea 656/2014 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de mayo de 2014, por el que se establecen normas para la vigilancia de las fronteras marítimas exteriores en el marco de la cooperación operativa coordinada por la Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa en las Fronteras Exteriores de los Estados Miembros de la Unión Europea, establece en su artículo 10 la preferencia de que el desembarque de las personas rescatadas se produzca en las costas del Estado más cercano al punto donde se encuentre la embarcación, o bien del Estado del que se presuma que ha partido la embarcación.

Sin embargo, la devolución al país del que salió la embarcación en ocasiones no es una opción, pues a menudo no se trata de un puerto seguro para los rescatados. No hay que olvidar que la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados (1951) prohíbe que refugiados y solicitantes de asilo sean expulsados o devueltos a “las fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social o de sus opiniones políticas”. Por ejemplo, Libia dista mucho de ser un “puerto seguro” para quienes han salido huyendo de sus costas. Es un país del que parte un número considerable de embarcaciones, un Estado fallido controlado por diferentes milicias y grupos armados cuyo Gobierno es incapaz de cumplir con las funciones más elementales. Procede asimismo citar la Resolución 1821 (2011) de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, que recuerda a los Estados miembros sus obligaciones en virtud del Derecho Internacional, incluidos el Convenio Europeo de Derechos Humanos, el Convenio de las Naciones Unidas de 1982 sobre el Derecho del Mar y el Convenio de Ginebra de 1951 sobre el Estatuto de los Refugiados, haciendo particular hincapié en el principio de no devolución y en el derecho de solicitar asilo.

En consecuencia, no es correcto a mi juicio afirmar que un barco como el “Open Arms” necesita una “autorización o licencia” para auxiliar a personas que se encuentren a la deriva o en peligro, ni tampoco considero que se le pueda sancionar por ello. La Fiscalía italiana ya intentó imponer una condena a la mencionada ONG por sus actividades, aunque su pretensión fue desestimada por los tribunales. La sentencia del Tribunal italiano de Ragusa de 11 de mayo de 2018 constituye un claro precedente en favor de la organización no gubernamental. Otra cuestión muy distinta es opinar que estas operaciones de salvamento potencian prácticas fraudulentas o delictivas de unas mafias que se aprovechan de la solidaridad y de la legislación aplicable en Europa para lucrarse y continuar traficando mezquinamente con la desesperación y la miseria de la gente. Pero, frente a dicha realidad, la respuesta no debe ser impedir las acciones de rescate, sino perseguir a las citadas mafias hasta erradicarlas. Ya es hora de que, por una vez, la cuerda no se rompa por lado más débil y las consecuencias negativas no recaigan, como siempre, sobre los más desfavorecidos.

El secreto profesional del periodista forma parte de la libertad de todos

Matar al mensajero. Así reza el dicho popular y esa parece ser la práctica habitual cuando el contenido de una comunicación no resulta del agrado de su receptor de la misma. La libertad de prensa y el ejercicio de la profesión periodística siempre han molestado a los círculos de poder, ya sea empresarial, político o judicial. Sin embargo, constituye la esencia misma de la Democracia y se erige como uno de los principios fundamentales de un Estado Constitucional. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha llegado a calificar a la prensa como el “perro guardián de las libertades”. En nuestro país, tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Supremo vienen subrayando la importancia para un sistema de libertades de la información veraz, destacando de forma reiterada la tendencia hacia la primacía del derecho a la información al vincularlo directamente con la formación de una opinión pública libre, valor esencial y condición imprescindible de todo Estado democrático.

Y, aun así, el periodismo no deja de sufrir ataques, de ser mirado con recelo, de resultar incómodo para quien ostenta el poder o ejerce algún tipo potestad. Tal vez por ello la revista “Time” acaba de nombrar “Hombre del año” al colectivo de periodistas personificado en la figura de Jamal Khashoggi, pero dedicado a cuantas personas luchan por dar a conocer la verdad y transmitir la información más rigurosa.

Esta misma semana hemos asistido en España a un insólito e inesperado ataque a la labor de la prensa. El Juzgado de Instrucción número 12 de Palma de Mallorca dictó una resolución en la que ordenaba requisar los teléfonos móviles, los ordenadores y los aparatos de almacenamiento de información de dos periodistas del Diario de Mallorca y de Europa Press. Se les requería directamente a facilitar cuantas claves fueran necesarias para acceder al contenido de dichos aparatos y todo ello sin indicar los argumentos jurídicos que llevaron al juez a tomar la decisión, dado que, literalmente, ordenó que sólo se notificase el fallo de su resolución, omitiendo la motivación que la sustentaba. En cumplimiento de la citada orden judicial, acudieron a las dependencias de esos medios de comunicación, que informaban sobre una causa penal declarada secreta que se tramitaba en aquel juzgado, con intención de descubrir las fuentes de información de ambos profesionales.

Sin embargo, nuestra Constitución garantiza el secreto profesional del periodista y la práctica judicial ampara dicha reserva. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en varias sentencias, también lo ha reconocido como derecho protegido por el Convenio Europeo de Derechos Humanos. En su sentencia de 27 de marzo de 1996 (Caso Goodwin contra el Reino Unido) apreció vulneración de los Derechos Humanos en las multas impuestas a un informador por negarse a revelar sus fuentes. La consideró igualmente en su sentencia de 21 de enero de 1999 (Caso Fressoz y Roire contra Francia), que versaba sobre la condena a profesionales de medios de información por publicar datos de índole fiscal calificados como secretos. Y, más tarde, en la sentencia de 25 de febrero de 2003 (Caso Roemen y Scharit contra Luxemburgo), teniendo como motivo el registro judicial del domicilio particular y del lugar de trabajo de los periodistas.

Aunque no existe una Ley que desarrolle el contenido del artículo 20.1 apartado d) de la Constitución -precepto que recoge expresamente el secreto profesional del periodista-, su inclusión dentro de la sección que regula “los Derechos Fundamentales y las libertades públicas”, unida a la reiterada jurisprudencia interna e internacional, dejan pocas dudas al respecto. Nos hallamos ante un Derecho Fundamental y, si bien no es un derecho absoluto (ninguno lo es), cualquier hipotética limitación ha de ser interpretada de forma restrictiva y siempre para salvaguardar un derecho o un bien jurídico constitucional merecedores de mayor protección.

En atención a la extraordinaria importancia que tiene para un Estado Democrático y para una sociedad libre el derecho a la información, cualquier obstáculo que pretenda interponerse al ejercicio del periodismo no puede, de ningún modo, afectar al contenido esencial de tal derecho. En ese caso, el secreto profesional se alzaría como último parapeto defensivo que, de quebrantarse, provocaría la indefensión absoluta, no sólo de los periodistas, sino de la labor informativa que ejercen y, por consiguiente, de toda la sociedad. Porque cuando nuestro Tribunal Constitucional proclama que la libertad de información es esencial para la formación de una opinión pública libre, y que sin ella quedan afectados otros muchos derechos constitucionales e, incluso, la propia legitimidad democrática, nos recuerda a esa percepción norteamericana de la prensa como “perro guardián de las libertades”. En consecuencia, solo cabe concluir que el secreto profesional del periodista forma parte de la libertad de todos.

Así pues, no es de extrañar que, ante tan inusual e inapropiada medida, la reacción generalizada haya sido contundente. La Asociación de Medios de Información, que representa a más de ochenta empresas de comunicación españoles, mostró en un comunicado el rechazo y la condena a los registros que tuvieron lugar el pasado martes. En idéntico sentido, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España reprobó tajantemente la incautación de documentación y de equipos corporativos y personales efectuada por los agentes de la Policía Nacional en la delegación balear de la agencia de noticias “Europa Press” y en el “Diario de Mallorca”. Ante las quejas de los profesionales de la información, el propio Consejo General del Poder Judicial (órgano de gobierno del Tercer Poder) emitió una nota en la que, literalmente, manifestaba que “los derechos constitucionales a transmitir y a recibir información veraz y al secreto profesional no se agotan en la dimensión subjetiva de sus titulares, sino que trascienden a una dimensión objetiva y se constituyen en pieza clave de nuestro Estado social y democrático de Derecho: sin una prensa libre que cuente con un marco adecuado de protección no es posible el desenvolvimiento de una sociedad democrática. Por lo tanto, este Consejo manifiesta su compromiso y su defensa del derecho fundamental a la libertad de información».

Es obvio que este lamentable episodio no puede volver a producirse. Ha de revocarse la orden judicial dictada y deben depurarse las pertinentes responsabilidades. Con este caso hay mucho en juego, puesto que no se está hablando exclusivamente de los derechos de dos concretos periodistas ni de los intereses de dos empresas de comunicación. Estamos hablando de los derechos de todos nosotros.

Inmigración, asilo y refugio: El Derecho devaluado

Las noticias relacionadas con el rescate y salvamento del barco “Aquarius” han vuelto a poner de manifiesto el resquebrajamiento del concepto “Unión” dentro de la Unión Europea, así como la grotesca deformación del carácter imperativo de las normas internacionales cuando tienen como destinatarios a los Estados. Una vez se divisó la embarcación a la deriva, Italia y Malta comenzaron a echarse una a otra la responsabilidad sobre la acogida de los más de seiscientos inmigrantes que iban a bordo. El nuevo Ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, reclamó a las autoridades maltesas que dejaran entrar en sus puertos al citado buque, advirtiéndoles de que Italia no lo haría. El Ministerio del Interior maltés, por su parte, se lavó las manos contestando que no se trataba de un asunto de su competencia, puesto que el rescate se centraba en una zona coordinada por Roma.

Con anterioridad, la Unión Europea ya había dado muestras de desentenderse de este problema. El acuerdo de 2016 entre las autoridades comunitarias y Turquía, así como el clamoroso incumplimiento de buena parte de los Estados miembros a la cuota de refugiados que debían asumir, es tan solo un pequeño ejemplo. Así las cosas, cada Nación va por su cuenta, aplicando políticas migratorias propias y cumpliendo (o no) la legislación interna e internacional a conveniencia, generando con ello un espacio de inseguridad jurídica sin precedentes. Como si se transitara por terrenos pantanosos o por un campo de minas, tan pronto existen gestos de desprecio y desinterés ante una tragedia de magnas proporciones como decisiones más acordes con la normativa internacional y más piadosas con el drama humano que conllevan.

Y es que se supone que el Derecho se dicta para cumplirlo porque, de lo contrario, no merece llamarse Derecho. En las operaciones de vigilancia de la frontera desarrolladas en el mar no solo se han de respetar los Derechos Humanos y el derecho de los refugiados sino que, además, se ha de aplicar el Derecho Internacional. Estas actividades están reguladas por la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, el Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar y el Convenio Internacional sobre Búsqueda y Salvamento Marítimos. Dichos instrumentos obligan a la asistencia y al salvamento en el mar de las personas en peligro. El capitán del barco tiene, además, la obligación de conducir a las personas socorridas a un lugar seguro.

En este contexto, una de las cuestiones más polémicas estriba en dónde desembarcar a los seres rescatados o interceptados en el mar. En el marco del Derecho de la Unión Europea, el artículo 12 en relación con el artículo 3 del Código de Fronteras Schengen estipula que las actividades de gestión de fronteras deben respetar el principio de no devolución. Además, existe el Convenio Europeo de Derechos Humanos, que se aplica a todos aquellos que estén bajo la jurisdicción de un Estado miembro del Consejo de Europa. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (T.E.D.H.) ya ha sostenido en varias ocasiones que los individuos están bajo su jurisdicción cuando un Estado ejerce control sobre ellos en alta mar.

En el fondo, lo que estamos viviendo estos días no difiere demasiado de otras situaciones ya juzgadas anteriormente. Así, por ejemplo, el T.E.D.H. sentenció el 23 de febrero de 2012 el denominado caso “Hirsi Jamaa y otros contra Italia”. Los hechos son perfectamente reconocibles. Los demandantes formaban parte de un grupo de unos doscientos migrantes entre los que había solicitantes de asilo que fueron interceptados por los guardacostas italianos en alta mar mientras se encontraban en el área de búsqueda y salvamento de Malta. Los migrantes fueron devueltos a Libia mediante procedimiento sumario en virtud de un acuerdo alcanzado entre Italia y Libia y no se les dio la oportunidad de pedir asilo. No se registraron sus nombres ni sus nacionalidades. El Tribunal consideró que las autoridades italianas sabían que, tras ser devueltos a Libia como inmigrantes en situación irregular, los solicitantes quedarían expuestos a un trato que vulneraría el Convenio Europeo de Derechos Humanos y no recibirían ningún tipo de protección. También se sentenció que Italia conocía que las garantías de protección de los solicitantes, ante el riesgo de ser devueltos arbitrariamente a sus países de origen -que incluían Somalia y Eritrea- eran insuficientes. Se afirmaba en la citada resolución que Italia vulneró conscientemente el artículo 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Ahora, pocos años después, algunos Estados del supuestamente civilizado “Primer Mundo” y que presumen de ser “Estados de Derecho” continúan saltándose con total impunidad las reglas que ellos mismos se comprometieron a acatar e incluso con el aplauso de buena parte de sus conciudadanos. Porque en materia de inmigración, asilo y refugio, el Derecho que existe es un Derecho devaluado, sometido al arbitrio y capricho de unos gobernantes sabedores de que pueden incumplir las leyes sin consecuencias.

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