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Control de la pandemia y suspensión de derechos

El actual estado de alarma ya dura más de seis semanas y se ha dictado una tercera prórroga que lo extenderá hasta casi los dos meses, sin seguridad además de que, tras dicho periodo, finalice dicha situación excepcional. Durante todo este tiempo se han dictado medidas muy restrictivas, anunciadas y explicadas como las más adecuadas para contener la propagación del coronavirus, evitar el colapso sanitario y limitar el número de muertes. Por supuesto, no me corresponde a mí analizar la conveniencia ni el acierto de unas decisiones tomadas desde un punto de vista médico o sanitario. Sin embargo, sí me siento capacitado para analizar si las órdenes cursadas desde el Gobierno de la Nación (que inciden en nuestros derechos y han implicado miles de sanciones) poseen cobertura legal y constitucional. Porque, en un Estado de Derecho, las actuaciones de los poderes públicos no sólo deben estar guiadas por la lógica, la conveniencia o el acierto desde  diversos puntos de vista -como puede ser el sanitario- sino que, además, han de estar amparadas por las leyes.

Mucho se ha escrito sobre la suspensión de derechos a la que nos estamos viendo sometidos los españoles, y ello es así porque el estado de alarma permite limitarlos, pero en modo alguno suspenderlos. Para analizar esta cuestión, es preciso diferenciar dos sectores de población. El primero lo integran los afectados por el virus, con un peligro potencial y real de propagarlo al resto de la ciudadanía. El segundo, las personas que, sin presentar síntomas ni tener confirmación de ser o no portadoras del Covid-19, se ven recluidas en sus domicilios bajo la amenaza de elevadas multas e, incluso, de condenas penales por desobediencia.

Para los integrantes de ese primer grupo (que, en mayor o menor medida, evidencian un claro riesgo social), existe un innegable amparo normativo en cuanto a su aislamiento y a la suspensión de su libre circulación. Se trata de un supuesto similar al de la prohibición de conducir vehículos a motor bajo los efectos del alcohol o las drogas. Si se constata el riesgo, se procede a inmovilizar el automóvil y a impedir que pueda continuar. Es más, cabe también adoptar dicha medida para los portadores de una enfermedad contagiosa sin necesidad de declarar el estado de alarma, puesto que se prevé expresamente en la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública. El artículo tercero de dicha norma establece literalmente que “con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”.

Sin embargo, la conclusión se torna bien distinta cuando se pretenden imponer a ciudadanos sobre los que no existen indicios ni pruebas de padecer la enfermedad ni de constituir un riesgo potencial. Insisto. No pretendo discutir si, desde un punto de vista médico, la decisión más conveniente sea la de confinar a toda la población, con independencia de que presente o no un cuadro compatible con la epidemia que se trata de controlar. Lo que cuestiono es si dicha opción, por muy recomendable que resulte científicamente hablando, encuentra cobertura legal dentro de nuestro ordenamiento jurídico. Y en mi opinión, desde luego, no existe amparo normativo para una decisión de semejante magnitud. Ni las leyes de emergencia sanitaria la contemplan, ni la ley reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio la permiten.

Las medidas que nos han impuesto van mucho más allá de una mera limitación de “la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados” (que es lo que avala nuestro ordenamiento jurídico en un estado de alarma). Es más, se ha pretendido, sin respaldo alguno ni en norma ni en reglamento, prohibir la estancia en las zonas comunes de los edificios, que son espacios de naturaleza privada. Para empezar, el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma, únicamente prohíbe el tránsito por “vías de uso público”, cuando resulta claro y manifiesto que las azoteas y los patios comunitarios de los edificios regulados por la Ley de Propiedad Horizontal no lo son. Y no es el único ejemplo. También se han prohibido actos de culto religioso en recintos diferentes de las vías públicas.

Pero es que, además de sancionarse situaciones que ni siquiera están prohibidas en virtud del decreto gubernamental del estado de alarma, algunas de las prohibiciones contenidas tanto en el citado Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, como en sus posteriores prórrogas, implican de hecho una suspensión de derechos, y no una mera limitación. A mi juicio, pues, vulneran la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio y también la Constitución Española. Recientemente vio la luz una sentencia del Tribunal Constitucional alemán en la que se establecía que, incluso estando vigente el estado de alarma, no se suspendía el derecho de manifestación en las calles. No pretendo en absoluto comparar los ordenamientos jurídicos alemán y español. Ahora bien, considero que el Ejecutivo, en su deseo de secundar criterios médicos y científicos, está abandonando el marco jurídico y, por tanto, situándose al margen de la legalidad.

Estados de alarma y de excepción: la frontera difusa

Tras la declaración del estado de alarma por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, y después de sus dos prórrogas, ya serán más de seis las semanas de confinamiento y sometimiento a una serie de severas restricciones dirigidas a ganar una batalla sanitaria. Esta realidad ha afectado de forma evidente a alguno de los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución, tales como el de reunión, manifestación, libre circulación o libertad deambulatoria. El hecho de que los derechos constitucionales se vean afectados por situaciones excepcionales que requieren de medidas, asimismo, excepcionales, no constituye una extrañeza. De hecho, se prevé y se regula en nuestro ordenamiento jurídico. Cuestión distinta es si la concreta Ley  Orgánica 4/1981, relativa a los estados de alarma, excepción y sitio, da una certera respuesta jurídica a las actuales circunstancias derivadas de la pandemia del denominado “Covid-19”, o si la respuesta, primero gubernamental y después parlamentaria, se amolda perfectamente a las previsiones normativas vigentes.

En nuestro sistema, cada uno de los tres estados citados anteriormente (alarma, excepción y sitio) está pensado para responder a situaciones diferentes y establece facultades concretas de actuación para que las autoridades competentes puedan solucionar los problemas que ponen en peligro la seguridad y la normal convivencia social. Por lo tanto, el estado de alarma responde a un determinado tipo de problemas y faculta para resolverlos a través de un abanico de medidas determinadas. El estado de excepción, por su parte, está ideado para afrontar otros supuestos y autoriza a adoptar otras decisiones, y lo mismo sucede con el estado de sitio. En función de cuál de los tres se declare, así serán las decisiones que se tomen. Dicho de otra manera, en un estado de alarma no se pueden adoptar medidas previstas para el de excepción ni el de sitio, y viceversa.

El estado de alarma incluye los siguientes supuestos: catástrofes; calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inundaciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud; crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves; paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad; y situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad. En esta modalidad no se pueden suspender derechos fundamentales (si bien se puede limitar su ejercicio). Así viene recogido expresamente en nuestras normas y ha sido igualmente proclamado por nuestro Tribunal Constitucional.

En ese sentido, las decisiones que pueden adoptar las autoridades son: limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos; practicar requisas temporales de todo tipo de bienes e imponer prestaciones personales obligatorias; intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cualquier naturaleza; limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad; e impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados.

El estado de excepción, sin embargo, está pensado para cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, de los servicios públicos esenciales para la comunidad y cualquier otro aspecto del orden público resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias se estimen insuficientes para restablecerlos y mantenerlos. En tal caso, la legislación sí habilita a la suspensión de derechos fundamentales. Se menciona expresamente que la autoridad gubernativa podrá prohibir la circulación de personas y vehículos, así como suspender los derechos de libre circulación, reunión y manifestación, entre otros. Se trata de una previsión que figura, tanto en nuestra Constitución como en la ya citada Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio.

Cabría preguntarse si las medidas a las que estamos siendo sometidos suponen una mera limitación de la circulación o la permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados o si, por el contrario, más que limitar los derechos, implican una suspensión en toda regla de los mismos. A mi juicio, y dada su entidad, sí implican dicha suspensión y no una mera limitación por lo que, de facto, corresponderían al estado de excepción (aunque el declarado sea el de alarma). Ante ello, y puesto que parece evidente que frente a crisis sanitarias de esta magnitud la imposición de confinamientos y el cierre de empresas y locales abiertos al público son adecuados, sería preciso modificar nuestras normas para posibilitar esa declaración del estado de excepción y conseguir así una perfecta adecuación entre las decisiones que deben adoptarse y el marco jurídico al que se deben someter. En estos momentos, el ajuste entre las medidas impuestas y las previsiones normativas es discutible o, como mínimo, se sitúa en esa difusa frontera que separa el estado de alarma del de excepción.

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