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El colapso judicial de ayer, hoy y siempre.

El pasado 29 de abril se publicó en el Boletín Oficial del Estado el Real Decreto-Ley 16/2020, de 28 de abril, de medidas procesales y organizativas, para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia. El estado de alarma determinó la paralización de la gran mayoría de procedimientos judiciales y ralentizó el trabajo de buena parte de los funcionarios de dicha Administración. El Poder Judicial quedaba interrumpido casi en su totalidad. Desde el Gobierno de la Nación se anunciaron medidas para combatir el colapso en los juzgados y tribunales, tanto a causa de los meses de suspensión de la actividad judicial como por la presumible avalancha de escritos, procedimientos y litigios que se originarán en cuanto se restablezca la normalidad. El mensaje que se lanzaba a la opinión pública era que la crisis del coronavirus generaría una situación preocupante en el denominado Tercer Poder que acarrearía retrasos, acumulación de tareas y desbordamiento inasumible a los funcionarios que realizan la importantísima labor de impartir justicia.

Sin embargo, esta imagen que ahora se pretende transmitir a la ciudadanía no es cierta. Nuestros juzgados y tribunales no se verán colapsados por la pandemia sanitaria porque ya se estaban colapsados desde hacía muchos años. Esa sobrecarga de trabajo, con decenas de miles de expedientes acumulados, retrasos en el enjuiciamiento de los litigios y tediosas dilaciones en la ejecución de sentencias, constituye una enfermedad en sí misma que nuestro sistema judicial padece desde hace décadas, sin que nadie se ocupe seriamente de revertir tan amarga realidad.

Quienes, de algún modo, trabajan en contacto con los tribunales, así como los ciudadanos que se ven obligados a recurrir a los jueces para dirimir sus conflictos, saben a ciencia cierta que el rebosamiento de los órganos que integran el Poder Judicial es tan habitual como asumido por nuestros responsables políticos con una desesperante normalidad. Demandas de despido de trabajadores con fechas de juicio años después de su presentación; reclamaciones contra la Banca por cláusulas abusivas que tardan más de un trienio en resolverse; procedimientos que, en teoría, se tramitan con urgencia por afectar a Derechos Fundamentales, pero que se desarrollan al mismo ritmo que el resto de procesos; jueces que limitan el número de testigos o de pruebas a practicar para así poder celebrar todas las vistas que tiene previstas; o funcionarios con las mesas, las estanterías e, incluso, el suelo invadido de expedientes que esperan y esperan. Esa era la cruda realidad de nuestra Administración de Justicia antes del COVID-19 y seguirá siendo la misma cuando finalice el Estado de Alarma. De ahí la famosa maldición española de “tengas pleitos y los ganes”.

Considerar que el colapso acecha a nuestros tribunales como consecuencia del Covid19 significa querer negar la realidad. Asimismo, pretender resolver o mitigar el problema habilitando las fechas del 11 al 31 de agosto o potenciando durante unos meses la celebración de vistas mañana y tarde es como aspirar a cortar una hemorragia con una tirita. Obviamente, el Estado de Alarma supone un empeoramiento del escenario, pero las causas de fondo no derivan de un virus ni se remontan al 14 de marzo.

La Administración de Justicia nunca ha representado una prioridad para los Ejecutivos de nuestro país, con independencia de las variantes ideológicas que han ocupado el sillón de la Moncloa a lo largo de la Historia. La media europea de jueces se sitúa en 21 por cada 100.000 habitantes, mientras que en España se reduce a 12. Por lo que se refiere a los fiscales, la media se traduce en 11 por cada 100.000 habitantes en los países de nuestro entorno, cifra que aquí cae hasta 5 (en este caso, menos de la mitad). Los números resultan también deprimentes cuando se comparan las inversiones, ya que a menudo nos mantenemos en esa mitad respecto a varios países vecinos.

Para colmo de males, con semejante escasez de personal y de medios, ha de hacerse frente a una de las tasas más elevadas de litigiosidad del mundo. Ya en su discurso inaugural del año judicial 2015, el Presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo la cifró en aproximadamente 185 asuntos por cada mil habitantes, la más alta de la Unión Europea y, según otro informe sobre la materia, España es el tercer país de la OCDE con mayor número de pleitos por cada mil habitantes.

Visto lo visto, si realmente se quieren tomar en serio la Justicia y luchar para evitar su colapso, nuestros políticos deben invertir urgentemente en su Administración tratándola como lo que es, uno de los pilares esenciales sobre los que se asienta el Estado de Derecho. Y si la ciudadanía desea contar con una Justicia de calidad, ha de exigir a sus dirigentes que se ocupen de dotarla de medios personales y materiales, y de reforzar la independencia de sus órganos. De lo contrario, esta paralización continuará en el futuro tal y como sucedía antes del coronavirus y degenerará en una enfermedad crónica e irreversible.

El consenso político: Entre la utopía y el mito

Francisco Fernández Marugán es el actual Defensor del Pueblo, cargo al que accedió tras suceder a Soledad Becerril, cuyo mandato expiró hace ya más de dos años y medio. Ocupa esta institución “en funciones”, dado que no se ha podido renovar dicho puesto. Conforme a la Ley Orgánica que regula este órgano, se necesita una mayoría de tres quintas partes del Congreso y del Senado o, subsidiariamente, si no se obtiene tal apoyo, tres quintas partes del Congreso y mayoría absoluta del Senado. Eso significa que, al menos, se requieren doscientos diez votos de la Cámara que representa a la ciudadanía para poder elegir un sucesor.

El actual presidente del Tribunal Constitucional, Juan José González Rivas, la vicepresidenta, Encarnación Roca, y los magistrados Andrés Ollero y Fernando Valdés concluyeron su mandato el pasado 7 de noviembre de 2019, por lo que deben ser renovados para que su espacio en el órgano jurisdiccional sea ocupado por los nuevos miembros elegidos por el Congreso de los Diputados. En estos momentos continúan desempeñando sus funciones, pese a tener el mandato caducado, habida cuenta de que ni siquiera se ha iniciado el trámite para la elección de sus sustitutos por la Asamblea Parlamentaria. También para esta renovación se requiere una mayoría de tres quintas partes del Pleno, es decir, nuevamente el número de doscientos diez votos, como mínimo, para sacar adelante los nuevos nombramientos.

Todos los miembros del Consejo General del Poder Judicial llevan con su mandato expirado desde diciembre de 2018, así que acumulan más de un año desempeñando sus competencias, pese a que el tiempo previsto para el ejercicio de sus funciones prescribió hace más de doce meses. De hecho, y casi como señal de protesta por la situación, el Pleno del CGPJ acordó hace unas semanas paralizar el nombramiento de cargos judiciales a la espera de una pronta renovación de la institución. Sin embargo, para que ello ocurra, nos encontramos nuevamente con la necesidad de que, tanto en el Congreso como en el Senado, se alcance la mayoría de las tres quintas partes de ambos hemiciclos.

La constante apelación a que determinadas instituciones reciban un apoyo tan elevado de los representantes parlamentarios deriva de una llamada al consenso, así como de la necesidad de que la elección no esté mediatizada por una limitada mayoría ideológica. Antes al contrario, se espera que el apoyo generalizado de diferentes creencias políticas evidencie que el elegido aglutina en su persona el beneplácito de diversas siglas, programas e ideas y concluir así que su figura es apta para ejercitar sus funciones al margen de las pugnas partidistas y de forma imparcial e independiente. Estas buenas intenciones previstas en las normas se han ido desvirtuando y hasta prostituyendo por la funesta práctica de los principales partidos de repartirse los sillones por cuotas como quien se reparte un botín, para trasladar a órganos no políticos la sospecha de que sí existe una vinculación entre la naturaleza política del órgano que designa y la función técnica que debe desempeñar el elegido, afectando de ese modo a la propia esencia de la separación de poderes proclamada en nuestro texto constitucional.

La desafortunada idea de trasladar los efectos de la representación política que fundamenta la propia existencia de un Parlamento a otras instituciones que nada tienen que ver con la función representativa, supone una distorsión que agrieta los principios, valores y cimientos de nuestro modelo constitucional. La legitimidad democrática, venerada, aclamada y respetada cuando se refleja en órganos políticos como son los Parlamentos y los Gobiernos, se torna en un extraño y tóxico compañero de viaje cuando se pretende trasladar a otras organizaciones alejadas de la tradicional contienda partidista. De hecho, desde el Consejo de Europa reiteran una y otra vez las recomendaciones a España para cambiar ese criterio de elección, haciendo oídos sordos quienes tienen la capacidad y legitimidad para cambiar dicha situación.

Además, al anterior problema se añade ahora otro derivado de la imposibilidad de alcanzar esa cifra mínima de doscientos diez votos en el Congreso, fruto de la polarización en, al menos, dos bloques por lo visto irreconciliables. Si ajustadísima fue la mayoría simple que eligió a Pedro Sánchez como Presidente del Gobierno (167 votos a favor, 165 en contra y 18 abstenciones), la absoluta (a partir de 176 votos) se ve como una quimera y la de tres quintos (de 210 en adelante) como una utopía de épocas en las que el consenso, la responsabilidad y la política de Estado se situaban por encima y por delante de cualquier prioridad partidista. La total incomunicación entre los denominados “bloque de derechas” y “bloque de izquierdas” perpetúa una anomalía de nuestro sistema constitucional, con instituciones aguardando su renovación sin esperanza y a cargo de personas que no deberían seguir ocupando sus puestos. Hubo un tiempo en el que la política servía para solucionar los problemas de la sociedad. Hoy en día, tan sólo perpetúa dichos problemas y, en ocasiones, para generar nuevos.

El eterno problema de la elección del Consejo General del Poder Judicial

El pasado 13 de noviembre se publicó un nuevo informe del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) referido a España. Este organismo del Consejo de Europa tiene como objetivo mejorar la capacidad de sus miembros para combatir la corrupción, ayudando a los Estados a identificar deficiencias en las políticas nacionales contra esa lacra y mejorar la calidad del Estado de Derecho, todo ello mediante la recomendación de reformas legislativas e institucionales y la implantación de prácticas que se consideren necesarias. Con anterioridad, otros informes dedicados a nuestro país ya habían puesto en evidencia algunas carencias de nuestro ordenamiento jurídico que se han ido solventando. De hecho, en el publicado hace unos días se reconocen algunos “esfuerzos” tendentes a reforzar la democracia interna y la transparencia. No obstante, pese a dichos avances, continúa la parálisis y el estancamiento referidos a la politización del órgano de gobierno del Poder Judicial (el Consejo General del Poder Judicial), una realidad que queda perfectamente marcada y subrayada.

Desde 1999, año en el que se constituyó formalmente este órgano del Consejo de Europa, se ha recomendado a España cambiar el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, cuyos veinte vocales son designados exclusivamente por el Congreso de los Diputados y por el Senado, remarcando así la apariencia de politización de un órgano que, por sus funciones y su ubicación dentro del Tercer Poder, debe proyectar una exquisita imagen de independencia e imparcialidad respecto de los actores políticos que residen en las Cortes Generales y en el Gobierno. Durante dos décadas se ha insistido desde Europa en la importancia de dicha reforma, advertencia también avalada por buena parte de las asociaciones judiciales y de la doctrina académica. Pero España no ha atendido las peticiones de reforma, perpetuando innecesariamente la imagen de vinculación entre la institución de control y gobierno de los jueces con la clase política y sus dirigentes, y llegando a afectar incluso al modo de designación de determinados puestos de los tribunales de mayor jerarquía.

El informe es contundente. Para vergüenza de nuestros responsables políticos, se nos vuelve a instar a tomar medidas tendentes a evitar la percepción que aún mantiene la ciudadanía española de que la justicia en España está politizada. El Grupo de Estados contra la Corrupción lamenta que la labor llevada a cabo por la Subcomisión de Justicia en el Congreso en relación con la cuestión de la composición del C.G.P.J. haya fracasado, echando en cara la pérdida de una nueva oportunidad para subsanar un vicio que afecta a las características más elementales que todo Poder Judicial en un Estado Social y Democrático de Derecho debe poseer.

Si bien en ningún momento se pone en tela de juicio la independencia de los jueces, el informe sí constata que las estructuras de gobierno del Poder Judicial no se perciben como imparciales e independientes, existiendo “un impacto inmediato y negativo en la prevención de la corrupción y en la confianza del público en la equidad y eficacia del sistema jurídico del país”. Por ello, se vuelve a insistir en la necesidad de que las autoridades políticas españolas “no deben participar en ningún momento en el proceso de selección del turno judicial”, así como en la enmienda del sistema de designación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial.

Pero la clase política española continúa haciendo oídos sordos. Los dirigentes de las principales formaciones ignoran las recomendaciones y obvian el problema con negligencia y frivolidad. Es más, tras los resultados de las últimas elecciones generales, los dos partidos mayoritarios contaban los escaños para ver si entre ambos alcanzaban los 210 diputados necesarios en el Congreso para la designación, tanto de los Magistrados del Tribunal Constitucional como del Consejo General del Poder Judicial. Ante el fracaso de ese objetivo en la Cámara Baja (entre los dos suman 209 asientos) y el “logro” en el Senado (donde sí sobrepasan con holgura los tres quintos de sus miembros), la noticia difundida entre los medios es que PSOE, PP, Unidas Podemos y PNV pactarán entre ellos la renovación del C.G.P.J., con la única intención de excluir a Vox del reparto de la codiciada “tarta”.

Es evidente que nuestros dirigentes, o no han entendido el problema o, peor aún, se empeñan en no entenderlo. Pese a las voces críticas tanto académicas como profesionales, pese a las recomendaciones de los organismos internacionales y pese al más elemental sentido común que aspira a garantizar una separación de poderes seria, efectiva y garantista, seguimos viendo a los partidos políticos jugar al reparto de cromos y asientos con puestos que deberían estarles vedados. Pasarán los años y se publicarán más informes del grupo GRECO. Sin embargo, ellos continuarán sacándonos los colores en relación a este tema, perpetuando así un problema de fácil solución en teoría, pero de imposible remedio en la práctica, por culpa de su tendencia a acaparar, controlar y fagocitar todos y cada uno de los ámbitos de poder.

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