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Los abusos de las Administraciones Públicas en materia de personal

Las Administraciones Públicas disfrutan de notables privilegios que se intentan fundamentar sobre viejas teorías cada vez más discutibles en la práctica. Se parte de que defienden el interés general frente a los intereses meramente personales y subjetivos de cada uno de los ciudadanos y, aunque en muchas ocasiones así sea, no es una regla matemática infalible, ni siempre se usan esas potestades públicas desorbitadas (en comparación con las que posee el simple particular) de forma correcta. Uno de los aspectos en los que resulta más notorio cómo las Administraciones Públicas usan su posición de superioridad de forma espuria y desviándose de lo que debería ser su pleno sometimiento al Derecho y al interés general es el relacionado con el ámbito de su personal.

Durante los últimos años, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha constatado y sentenciado cómo las Administraciones Públicas españolas (la estatal, la autonómica y la local) vulneran de manera reiterada tanto la normativa europea como su propia legislación interna, llevando a cabo la contratación temporal del personal de modo fraudulento. Se ha acuñado el término “abuso de la temporalidad” para referirse a una serie de trabajadores del sector público (interinos, eventuales, etc…) que acumulan lustros y hasta décadas en una situación de eterna temporalidad ilegal.

Obviamente, las dimensiones de este problema son diferentes cuando afecta al sector privado, donde también existen empresas que contratan irregularmente a sus empleados y abusan de las modalidades de contratos temporales. Sin embargo, y a diferencia del sector público, aquí sí existe una normativa clara que se impone y aplica cuando tal fraude se demuestra y se denuncia. Existen sanciones para dichas empresas, existen Inspectores de Trabajo que levantan actas de sanción y existe una normativa clara aplicable por los Juzgados de lo Social. Por desgracia, en el sector público la situación se torna bien distinta. Las Administraciones Públicas no se controlan a sí mismas, se sitúan por encima de las normas que exigen en el ámbito privado y enarbolan su posición de superioridad (basada en esa teórica defensa del interés general) para librarse de cualquier sanción o repercusión derivadas de las vulneraciones de los derechos de sus trabajadores.

España arrastra aproximadamente veinte años de retraso en la transposición de la Directiva 1999/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, sobre el trabajo de duración determinada para el sector público. Para el sector privado, sin embargo, sí se encargó de realizar los cambios legislativos necesarios para el cumplimiento de los mandatos europeos, fortuna que no se extendió al ámbito de las contrataciones temporales de las Administraciones Públicas. Como consecuencia, ha logrado una mayor impunidad a la hora de mantener sus nefastas políticas de personal, y que se centran en tres claros y flagrantes incumplimientos: a) incumplen la normativa de la Unión Europea sobre la contratación temporal; b) incumplen la propia normativa interna sobre cómo, cuándo y por cuánto tiempo se puede usar la contratación de eventuales e interinos; y c) incumplen su propia normativa sobre la periodicidad con la que deben convocar los procesos selectivos para la provisión de plazas de funcionarios y cumplir así con el mandato constitucional de acceder a la Función Pública respetando los principios de igualdad, mérito y capacidad.

Ha tenido que ser el Tribunal de Justicia de la Unión Europea el que, a través de reiteradas sentencias, afee y denuncie tan lamentable situación, producida y perpetuada por las propias Administraciones Públicas españolas. La jurisprudencia del citado tribunal se podría resumir diciendo que existe abuso en la contratación temporal del personal público cuando se utilizan empleados públicos temporales para atender necesidades que no son provisionales, esporádicas o coyunturales, sino ordinarias, estables y permanentes. Sí es legal el uso de eventuales e interinos, pero tales figuras están pensadas e ideadas por nuestras leyes para supuestos concretos y para una duración determinada. Sin embargo, las Administraciones recurren de forma indiscriminada a tales modalidades de contratación con el fin de cubrir sus necesidades permanentes, dando lugar a una situación de supuesta temporalidad que se eterniza en el tiempo.

Ante esta realidad que afecta a decenas de miles de personas, el Derecho de la Unión Europea obliga (no recomienda, sino que obliga) a los Estados miembros a sancionar los abusos en la contratación temporal de los empleados públicos, y establece la necesidad de sancionar a esa Administración abusadora y de compensar a las víctimas del abuso con una medida sancionadora efectiva, proporcionada y disuasoria que presente garantías de protección de dichos empleados públicos temporales y elimine las consecuencias de la infracción del Derecho de la Unión.

Pues bien, la Administración española, en un ejercicio de cinismo jurídico sin precedentes, se excusa en las mismas normas que vulnera para evitar compensar a esos trabajadores que han sufrido el abuso de la contratación temporal y no ser tampoco sancionada por sus prácticas ilegales durante décadas. Así, alega los principios constitucionales de “igualdad, mérito y capacidad” en el acceso a la Función Pública (que ella misma ha pisoteado al no convocar en tiempo y forma los procesos selectivos) para impedir que estos trabajadores puedan consolidar los puestos que, en algunos casos, llevan más de veinte años ocupando. Igualmente, alega su propio incumplimiento en la transposición de la Directiva comunitaria para negarle eficacia directa y eludir cualquier tipo de repercusión negativa. En definitiva, usa su negligencia como arma para que los afectados por el abuso en la contratación temporal se queden sin la compensación a la que tienen derecho.

Constituye una vergüenza y una manifiesta ilegalidad el proceder que, de forma organizada, han perpetuado durante décadas nuestras Administraciones Públicas con la contratación de sus interinos y eventuales. En estos momentos, los Tribunales son la única esperanza para este colectivo, habida cuenta el desinterés y la desidia de los responsables políticos. Porque, lo crean o no, también las Administraciones Públicas están sometidas al Derecho. También están sujetas a responsabilidad. Y ya va siendo hora de que la impunidad de la que han disfrutado injustamente durante tanto tiempo termine.

De qué hablamos cuando hablamos de inmunidad parlamentaria

Durante los últimos meses, el revuelo mediático y jurídico relacionado con la inmunidad parlamentaria de Oriol Junqueras ha generado un aluvión de repercusiones en las que se ha podido escuchar de todo. Desde manifestaciones de personas con una innegable solvencia intelectual y una elevada argumentación en Derecho, hasta proclamas políticas desprovistas de cualquier base jurídica y que mostraban más una indignación particular que un razonamiento sustentado con criterio. Creo, por tanto, procede aclarar algunas cuestiones en relación a este asunto.

La figura de la inmunidad parlamentaria tiene un origen histórico que se remonta al Medievo, etapa en la que se ideó tal prerrogativa para proteger de los poderes de los monarcas a los miembros de las asambleas, dado que podían afectarles tanto desde el punto de vista policial como judicial. La idea era (y es) añadir una serie de trámites cuando se pretendiera actuar contra un parlamentario, aunque nunca fue (ni es) impedir por completo el enjuiciamiento de los componentes de dicha institución, ya que ello supondría otorgar una impunidad. Así, se proclama que un miembro de una Cámara legislativa no puede ser detenido (salvo en caso de flagrante delito) ni procesado, sin autorización de la propia Cámara a la que pertenece.

Igualmente, encontramos esa clase de “inmunidad” en el Parlamento Europeo, habida cuenta que sus diputados no pueden ser investigados, detenidos ni procesados por sus opiniones expresadas ni por sus votos emitidos. Dicha inmunidad presenta una doble vertiente. Por un lado, gozan en su propio territorio nacional de las inmunidades reconocidas a los diputados al Parlamento del Estado por el que han sido elegidos. Por otro, no pueden ser detenidos ni procesados en el territorio de cualquier otro Estado miembro.

Actualmente se sigue usando este mecanismo de protección, si bien se discute que las razones que fundamentaron su existencia hace siglos puedan persistir en los modernos Estados de Derecho. Tal es así que, pese a que formalmente se continúe requiriendo al Parlamento la petición de permiso para poder investigar y procesar a un diputado o senador por la vía del denominado “suplicatorio”, se entiende que la Asamblea que recibe esa petición no puede negarse si se cumplen los requisitos para ello o, al menos, debe ofrecer una suficiente motivación jurídica.

En ese sentido, resulta muy interesante la sentencia de nuestro Tribunal Constitucional  243/1988, de 19 de diciembre, que declaró la nulidad del Acuerdo del Pleno del Senado de 18 de marzo de 1987 por el que se denegó la autorización para proseguir un proceso judicial contra un senador, concluyendo que dicha denegación por parte de la Cámara Alta suponía una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva de los recurrentes. Reproduciendo las palabras del propio T.C. en la citada resolución, la inmunidad encuentra su fundamento en el objetivo de garantizar la libertad e independencia de la institución parlamentaria. Al servicio de este objetivo se confieren estos “privilegios, no como derechos personales, sino como derechos reflejos de los que goza el parlamentario en su condición de miembro de la Cámara legislativa, y que solo se justifican en cuanto son condición de posibilidad del funcionamiento eficaz y libre de la institución”. Además, se añade que “en la medida en que son privilegios obstaculizadores del derecho fundamental citado [la tutela judicial efectiva], solo consienten una interpretación estricta”.

Otro elemento determinante que se debe analizar es cuándo dicha inmunidad comienza a surtir efecto y, por lo que respecta al concreto caso de Oriol Junqueras, si la obtención de su escaño en un momento posterior a su procesamiento y enjuiciamiento pudiera tener incidencia en el proceso judicial que, finalmente, lo condenó a una pena de trece años de prisión y de inhabilitación absoluta por un delito de sedición en concurso medial con un delito de malversación. O, incluso, si su condena en firme antes siquiera de tomar posesión como parlamentario pudiera verse afectada por esa supuesta inmunidad.

La doctrina proclamada por el TJUE en su reciente sentencia ha fijado que, con carácter general, cualquier preso preventivo que adquiera la condición de eurodiputado lo hace desde el momento de su proclamación como electo y ha de ser puesto en libertad para cumplimentar los trámites formales posteriores a esa designación. Sin embargo, Oriol Junqueras ya no es un preso preventivo. Por ello, nuestro Tribunal Supremo considera que ahora, una vez conocida la sentencia del TJUE, no procede formalizar la petición de suplicatorio ante el Parlamento Europeo porque, cuando Junqueras fue proclamado electo en acuerdo de 13 de junio de 2019, el proceso penal que le afectaba había concluido y la Sala de lo Penal había iniciado el proceso de deliberación.

Es decir, si el electo adquiere su condición de diputado (y su inmunidad) cuando ya se ha procedido a la apertura del juicio oral, es obvio que decae el fundamento de esa inmunidad como condición de la actuación jurisdiccional, dado que ese fundamento no es otro que preservar a la institución parlamentaria de iniciativas dirigidas a perturbar su libre funcionamiento, lo que lógicamente no puede ocurrir si la actuación jurisdiccional es anterior a la elección de los componentes de ese Parlamento.

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