Inmunidad y Constitucionalismo

Las revoluciones liberales y el Constitucionalismo surgieron básicamente con dos finalidades: por un lado, limitar y controlar al poder; por otro, reconocer y garantizar una serie de derechos fundamentales a los ciudadanos. De ahí que se plasmara la idea de la separación de poderes, del imperio de la ley y de los derechos indisponibles para el legislador. En los Estados Unidos es muy popular el concepto de “checks and balances”, que podría traducirse como “controles y equilibrios” o “frenos y contrapesos”, y sobre el que se asienta el modelo del Estado que vio nacer la primera Constitución de este planeta.

Se atribuye al historiador, político y escritor inglés Lord Acton la frase «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, conviniendo que la persona que detenta y ejerce poder, del tipo que sea, ha de ser controlado y fiscalizado, y nunca debería acumular demasiado, constituyendo esta premisa una de las esencias del Constitucionalismo y del modelo de libertades que se construyó sobre la base de las Constituciones nacidas a finales de los siglos XVIII y XIX, y que intenta pervivir en nuestros días.

A mediados del presente año, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos dictaminó que el ex Presidente Donald Trump cuenta con inmunidad parcial a la hora de ser procesado por acciones que llevó a cabo durante su anterior etapa en la Casa Blanca. “Concluimos que, bajo nuestra estructura constitucional de separación de poderes, la naturaleza del poder presidencial requiere que un ex Presidente tenga cierta inmunidad contra el procesamiento penal por actos oficiales durante su mandato”, escribió el presidente del Tribunal, John Roberts. Afirmó que, “al menos con respecto al ejercicio por parte del Presidente de sus poderes constitucionales básicos, esta inmunidad debe ser absoluta». También se recalcó, no obstante, que “el Presidente no goza de inmunidad por sus actos no oficiales, y no todo lo que hace es oficial”.

Donald Trump ya había sido declarado culpable de treinta y cuatro cargos por un jurado popular en Manhattan el pasado mes de mayo, entre ellos sus maniobras ilícitas para comprar el silencio de la actriz porno Stormy Daniels. El magistrado que debe imponer la pena ha decidido aplazar su decisión sobre la concreta condena hasta determinar si Trump puede beneficiarse de esa sentencia del Tribunal Supremo sobre la inmunidad presidencial.

Al margen de la decisión ya declarada del jurado popular, Donald Trump mantiene otras causas judiciales pendientes, desde el referido al asalto al Capitolio hasta el vinculado a la supuesta injerencia electoral en el estado de Georgia, pasando por la ocultación de documentos clasificados en su residencia particular, una vez abandonó la Casa Blanca, las cuales también se verán afectadas por la decisión del Tribunal Supremo norteamericano de concederle inmunidad.

A mi juicio, el fallo del Tribunal y sus argumentos, así como esta forma de entender la inmunidad, son lo más alejado a la esencia de las ideas sobre las que se redactó y aprobó la Constitución norteamericana, y representan un giro en sentido contrario al rumbo tomado en los inicios del modelo constitucionalista.

En el caso de España, también existe un debate sobre este tipo de inmunidades. Nuestra Carta Magna afirma que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, y que sus actos habrán de ser siempre refrendados, careciendo de validez en caso contrario. La pregunta que se plantean numerosos ciudadanos es si tal afirmación implica que el monarca podría cometer cualquier delito o incumplir impunemente cualquier norma, sin que ningún tribunal pudiera actuar contra él. Idéntica cuestión se reproduce en otros países. El artículo 90 de la Constitución italiana comienza diciendo que “el Presidente de la República no será responsable de los actos realizados en ejercicio de sus funciones”.

En mi opinión, la inviolabilidad regulada en nuestra Constitución sólo tiene sentido cuando se vincula con la figura del refrendo, es decir, con la asunción por otro cargo público de la responsabilidad de la que se exime al Jefe del Estado. Así, el monarca toma decisiones y realiza actos en el ejercicio de sus funciones, asumiendo sus posibles consecuencias otro responsable político. En otras palabras, únicamente cuando hablamos de las competencias reservadas al titular de la Corona, y el Presidente del Gobierno, sus Ministros o el Presidente del Congreso las refrendan, se puede hablar de inviolabilidad sin que el Estado de Derecho pierda de su esencia.

Para reafirmar esta postura, conviene resaltar que España ha firmado algunos Tratados Internacionales que impiden considerar esa inviolabilidad como un argumento para no responder por crímenes o delitos cometidos. El Tratado de Roma, que establece la creación de la Corte Penal Internacional, refiere literalmente en su artículo 27 que “el presente Estatuto será aplicable por igual a todos, sin distinción alguna basada en el cargo oficial. En particular, el cargo oficial de una persona, sea Jefe de Estado o de Gobierno, miembro de un Gobierno o Parlamento, representante elegido o funcionario de Gobierno, en ningún caso le eximirá de responsabilidad penal ni constituirá ʻper seʼ motivo para reducir la pena. Las inmunidades y las normas especiales de procedimiento que conlleve el cargo oficial de una persona, con arreglo al Derecho Interno o al Derecho Internacional, no obstarán para que la Corte ejerza su competencia sobre ella”.

Cuando España decidió ratificar el Estatuto de Roma y legitimar las actuaciones de la Corte Penal Internacional, se planteó la aparente incompatibilidad entre la inviolabilidad del Rey -proclamada en el artículo 56.3 de la Constitución Española- y el artículo 27 de la norma internacional ya citada. Para solventar el problema en cuestión, el Consejo de Estado emitió un dictamen en el que, de nuevo, vinculaba la irresponsabilidad con el refrendo. De ese modo, no existe vacío alguno ni riesgo de impunidad, habida cuenta de que el Gobierno que refrenda termina asumiendo la responsabilidad de la que se descarga al Rey: «La irresponsabilidad personal del Monarca no se concibe sin su corolario esencial, esto es, la responsabilidad de quien refrenda y que, por ello, es el que incurriría en la eventual responsabilidad penal individual».

Los británicos (uno de los pueblos históricamente más devotos de la institución monárquica), al verse en la tesitura de valorar los límites de la inmunidad de los Jefes del Estado, accedieron a la extradición del dictador Augusto Pinochet, concluyendo que la inviolabilidad sólo puede admitirse cuando se vincule a las funciones propias del cargo. El Juez de la Cámara de los Lores, Lord Nicholls, dijo textualmente: “Nunca negaré la inviolabilidad de los Jefes de Estado por los delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos, pero estimo que no es función de un Jefe del Estado torturar y hacer desaparecer personas”.

Por ello, lo que está ocurriendo ahora en Estados Unidos con la inmunidad presidencial sólo puede considerarse una involución de la esencia del Constitucionalismo, un paso atrás (muchos, en realidad) que nos devuelve al fantasma del poder incontrolable.

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