Somos diferentes, somos iguales y las consecuencias jurídicas de ello. Entre la estrella y el agujero negro

Numerosas realidades se sustentan sobre el equilibrio de dos fuerzas antagónicas y completamente contrapuestas. Dicen que las estrellas en las galaxias se mantienen estables la mayor parte de su vida bajo el denominado “equilibrio hidrostático”, que intenta estabilizar por un lado la fuerza de la gravedad (que tiende a absorberlo y engullirlo todo) y por otro, la de la energía calorífica (que propende a dilatarse y expandirse). Dichas potencias opuestas terminan generando unos contrapesos que se armonizan. En el mundo del Derecho, también existen realidades de este tipo, que debemos aprender a ponderar hasta lograr un justo equilibrio.
Uno de los principios esenciales del Constitucionalismo es la igualdad. Se analice desde una perspectiva jurídica, ética o moral, la idea de tratar a todos los seres humanos por igual se asume y se defiende sin discusión. Suscita un apoyo unánime y sobre dicho principio construimos no pocas de nuestras leyes y normas de comportamiento y convivencia. Enfrente, no obstante, también se observa la premisa de que un trato desigual a dos personas se puede y se debe justificar cuando sus respectivas realidades resultan de tan diversas que justifican el trato diferenciado. Igualdad entre iguales, pero desigualdad entre desiguales, ha manifestado en muchas ocasiones nuestro Tribunal Constitucional.
En este punto, ya contamos con las dos fuerzas contrapuestas que hemos de aceptar y cuya convivencia en perfecto equilibrio debemos alcanzar. Igualdad y desigualdad. Y esa tensión puede afectar tanto a las personas como a los territorios. En el debate político y en la confrontación dialéctica es habitual discutir sobre la dispar financiación entre Comunidades Autónomas, sobre el diferente nivel competencial entre ellas o sobre el trato desigual que el Estado les dispensa. Así, por un lado, asumimos que no se pueden tolerar los privilegios de unas sobre otras pero, al mismo tiempo, aceptamos que existen “hechos diferenciales” que justificarían algunas disparidades. El jurista canario Gumersindo Trujillo, uno de los más célebres estudiosos del Federalismo y de los modelos descentralizados en nuestro país, afirmaba que «los hechos diferenciales son singularidades autonómicas institucionalmente relevantes que, por estar previstas en la Constitución o ser consecuencia de las previsiones de la misma, constituyen un límite a la homogeneidad».
Alguno de dichos hechos diferenciales se tornan objetivos e imposibles de negar. Ocurre con el caso de Canarias por su condición de región insular y ultraperiférica. La lejanía y su naturaleza como archipiélago determina problemas propios, específicos y singulares respecto a las demás Comunidades Autónomas. Ello justificaría determinadas reglas y tratos especiales en cuanto a temas y materias para el territorio canario, frente a las leyes y normas generales de aplicación al resto. Tal vez constituya el ejemplo más claro y gráfico de cómo la diferencia ampara una serie de decisiones y tratamientos singulares y desiguales, sin que repugnen al valor superior que ha de presidir nuestra convivencia: la igualdad.
El problema estriba en acordar qué hechos diferenciales justifican esa desigualdad y cómo debe concretarse tal diferencia de trato para que no se convierta en un privilegio o en una concesión arbitraria que soliviante a los demás. Volviendo al ejemplo inicial de la estrella, si no se logra ese equilibrio entre la fuerza de la gravedad y la fuerza de la energía, la estrella colapsa y deriva en un agujero negro que la destruye.
Dejando a un lado la realidad de los territorios y centrándonos en las personas, el análisis no es muy diferente. El artículo 14 de nuestra Constitución establece que «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social» y, a partir de ahí, da pie a toda una doctrina y jurisprudencia que tratan de hacer eficaz esa previsión constitucional para que exista una igualdad real y efectiva entre todos los ciudadanos. Es más, ante la existencia de realidades que dificultan tal exigencia de igualdad, nuestra Carta Magna ordena a los poderes públicos en otro de sus artículos «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas», así como «remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud».
Frente a esta premisa, se asienta otra consolidada jurisprudencia, no sólo en España sino en múltiples países de nuestro entorno, que ha acogido dentro del principio de igualdad, no sólo el criterio de la igualdad para los iguales, sino también el de desigualdad para los desiguales, y que refleja una de sus primeras manifestaciones en el ámbito tributario. En el artículo 31 de nuestra Constitución, justo después de afirmar que todos los ciudadanos deben contribuir al sostenimiento de los gastos públicos por medio de un sistema tributario inspirado en el principio de igualdad, también se proclama que esa contribución será de acuerdo con la capacidad económica de cada uno y por medio de un sistema progresivo: otro ejemplo donde la igualdad entre iguales y la desigualdad entre desiguales se dan la mano.
También aquí las razones que justifiquen este tratamiento diferenciado han de ser objetivas y razonables, y la medida adoptada que evidencie la desigualdad ha de ser proporcional y ajustada, dado que, de lo contrario, se trataría de la vulneración intolerable de uno de los valores y principios sagrados de nuestro sistema constitucional y de nuestro modelo de convivencia.
La realidad actual evidencia que ese equilibrio entre igualdad y desigualdad de trato se tambalea, poniendo en peligro la estabilidad llamada a sostener a nuestra sociedad. Las estrellas del universo mueren cuando pierden el equilibrio entre la fuerza de la gravedad y la fuerza de su energía interna. Pues bien, las civilizaciones, tal y como las entendemos ahora, corren el mismo peligro de desaparecer si los equilibrios y las reglas justas que las rigen se resquebrajan. Urge, por tanto, que nos mantengamos atentos a esta evolución, para no sorprendernos cuando un día nos engulla un agujero negro o nos destruya una explosión fuera de control.

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