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El odio y su repercusión en el mundo del Derecho

Los medios de comunicación han difundido la denuncia que el PSOE ha presentado ante el Ministerio Fiscal por los hechos acaecidos frente a su sede de la madrileña calle Ferraz la pasada Nochevieja, cuando decenas de personas apalearon una piñata con el rostro del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Entre los varios delitos que considera el Partido Socialista susceptibles de investigarse, figura el denominado ”delito de odio”. Con independencia de las valoraciones éticas, morales o políticas de cada persona sobre el hecho en cuestión, así como sobre actos similares dirigidos anteriormente hacia otros líderes o formaciones partidistas, procede efectuar algunas aclaraciones o puntualizaciones desde una estricta perspectiva jurídica.

En primer lugar, aunque pueda resultar obvio o innecesario, procede dejar claro que no pueden regularse por norma los sentimientos humanos y que, por ello, no se puede imponer ni sancionar el odio, como tampoco el amor o, en su caso, la indiferencia hacia individuos o colectivos. Cabrá educar, concienciar o promover campañas de sensibilización, pero ninguna ley podrá imponer un determinado sentir, ni castigar la expresión de otro contrario al considerado deseable.

A partir de ahí, el odio se contempla en nuestro Código Penal desde dos perspectivas diferentes. Por un lado, como agravante a la hora de aplicar una pena por un concreto delito. Así, el artículo 22 apartado cuarto del CP considera como agravante cometer un delito por motivos racistas o por otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, o por la etnia o nación a la que pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, aporofobia o exclusión social, o por su discapacidad. La animadversión y el desprecio hacia esas personas o colectivos no se castiga como tal, sino como consecuencia de la comisión de un delito autónomo. Si se comete un homicidio, lesión o vejación, y la motivación está vinculada a la antipatía y la rabia del agresor hacia dichas características de la víctima, se le impondrá una pena mayor.

En segundo lugar, no ya como agravante de otro delito, sino como delito propiamente dicho, el artículo 510 del Código Penal castiga una serie de conductas contra personas o colectivos por las mismas razones ya expuestas en el apartado anterior. Se trata de un precepto extenso y complejo que, como resumen, persigue las conductas por las que se promueve o incita al odio, la hostilidad, la discriminación o la violencia contra un grupo, una parte del mismo, o un individuo determinado, por esas circunstancias expuestas derivadas de su raza, sexo, religión, orientación sexual, etcétera.

Por supuesto, uno de los principales problemas que existen en el ámbito jurídico radica en compatibilizar lo anterior con la libertad de expresión, por la que se pueden difundir libremente y como ejercicio de un derecho fundamental ideas o manifestaciones que no siempre resultan agradables al oído. Así, nuestro Tribunal Constitucional, entre otras en su célebre sentencia 112/2016 de 20 de junio, establece que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática». Es decir, no existe el derecho a no ser ofendido. Otra forma más coloquial de expresarlo, aunque provenga de un relevante magistrado, es la famosa frase del juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Robert Jackson, cuando afirmaba que “el precio de la libertad de expresión es aguantar una gran cantidad de basura”.

Lo cierto es que tal libertad de expresión también tiene límites, aunque no de todos ellos se ocupa el Derecho Penal por la vía del delito. Lo que sí se ha de recalcar, precisamente para poder trazar esa frontera que delimitará los propios límites es que, conforme a la Jurisprudencia tanto interna (Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional) como internacional (Tribunal Europeo de Derechos Humanos), para que exista delito de incitación al odio la acción debe dirigirse contra un colectivo calificado de “especialmente vulnerable”. A sensu contrario, si el supuesto destinatario de ese odio no se encuadra dentro de los denominados “colectivos vulnerables”, no se podrá aplicar el artículo 510 del CP.

La quema en 2019 de un monigote que, por aquel entonces, simbolizaba al expresidente catalán Carles Puigdemont, protagonizó otro episodio de los que se intentó perseguir como delito de incitación al odio. Sin embargo, en aquella ocasión los Tribunales descartaron la comisión del delito. Otro caso similar también tuvo lugar años atrás, cuando apareció colgado de un árbol un muñeco tiroteado representando a Santiago Abascal. El líder de VOX ejerció la acusación particular, reclamando una condena de tres años de prisión por un delito de odio. Nuevamente, la Justicia no consideró aplicable el denominado “delito de odio”, si bien lo condenó por amenazas a la pena de ocho meses de prisión y una multa. Así pues, considero que resulta inapropiado pretender la condena por un “delito de odio” de los hechos acaecidos en fin de año frente a la sede del PSOE, con independencia de la reprobación ética o moral que susciten.

Por último, conviene resaltar la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, condenando a España en más de una ocasión por las sanciones penales ante actos como la quema de la imagen del rey Felipe VI y recalcando que los cargos políticos, incluidos el Jefe del Estado y el Presidente del Gobierno, tienen que soportar una mayor injerencia en su honor y en su reputación, y que es el conjunto de la sociedad, y no los Tribunales, quien debe calificar las formas de protesta, rechazando determinadas conductas desagradables.

 

Incapacidades propias y ayudas ajenas

Hace algunos días se publicó una noticia en la que se afirmaba que el Gobierno de España había solicitado oficialmente a la Comisión Europea su mediación en las negociaciones para avanzar en la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Inmediatamente, también se difundió que Didier Reynders, Comisario europeo de Justicia,  estaba » reflexionando sobre esta solicitud de las autoridades españolas». Asimismo, semanas atrás ya se había dado a conocer que el PSOE y Junts per Catalunya habían recurrido a la supervisión de un verificador internacional, en concreto un diplomático salvadoreño, para que realizara una serie de funciones indeterminadas como mediador, iniciándose para ello una ronda de contactos en Suiza.

Existen numerosos manuales que ensalzan las bondades de la mediación para la resolución de conflictos. La intervención de un “tercero” neutral e imparcial que ayuda a dos personas a comprender el origen de sus diferencias, a conocer la visión del otro y a encontrar soluciones para resolver sus controversias puede suponer una alternativa apta para desatascar determinados problemas. No seré yo quien cuestione tal opción como vía para avanzar en la armonía y dejar atrás las disputas. La Ley 5/2012, de 6 de julio, de Mediación en Asuntos Civiles y Mercantiles, en su artículo primero establece que “se entiende por mediación aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador”.

No obstante lo anterior, cuando se trata de un Estado, de problemas constitucionales o de la política al más alto nivel, resulta más cuestionable que el recurso de la mediación se contemple con naturalidad y normalidad. De hecho, la mencionada ley excluye expresamente las controversias en las Administraciones Públicas de cualquier mediación posible. Cierto es que algunos pasos tienden a trasladar las herramientas de la mediación a los conflictos internacionales, pero en este caso ni siquiera se puede hablar de problemas entre dos países o de pugnas transfronterizas entre diferentes Estados, sino de divergencias internas de un país que se intentan resolver con la vigilancia, control o intercesión de una persona u órgano internacional, incluso trasladando al extranjero la ubicación de las conversaciones entre las partes en conflicto.

Y no puede verse con naturalidad dicho recurso a la mediación pues se supone que internamente existen instituciones y mecanismos especialmente previstos para discutir, debatir y resolver los problemas políticos y jurídicos que se planteen entre los partidos políticos o acerca del cumplimiento de las normas. El que se torne necesario solicitar ayuda a la Comisión Europea para renovar el Consejo General del Poder Judicial, o se requiera ir a Ginebra bajo la observancia de un diplomático extranjero para que el PSOE y Junts per Catalunya sean capaces de conversar, constata la incapacidad propia para abordar un asunto tan sencillo como nombrar a los miembros de un órgano o debatir políticamente entre partidos.

Es precisamente a este punto al que quiero llegar, al de la constatación de la incapacidad propia que conduce a recurrir a la ayuda ajena. Esta situación debe causar vergüenza y, ante la evidencia de ese fracaso personal, provocar una reacción para promover un cambio. Que los miembros del Consejo General del Poder Judicial lleven cinco años con el mandato caducado y que durante todo ese tiempo las Cortes Generales no hayan podido nombrar a los nuevos cargos debería abochornar a sus responsables. Y que dos formaciones políticas no puedan utilizar el Parlamento para discutir sus posiciones evidencia de nuevo la inutilidad de una institución cada vez más entregada al Ejecutivo. En definitiva, acudir a entidades y organismos internacionales para resolver cuestiones internas de nuestro país, lejos de constituir un signo de madurez y responsabilidad, obra como un reflejo de incompetencia.

Carece de sentido ocultar la realidad o disfrazarla de lo que no es. El Parlamento ya no sirve para discutir nuestros problemas políticos y los representantes no cumplen su función en las instituciones. Entonces, ¿qué opciones restan? Una, normalizar y aceptar esa manifiesta incapacidad y lanzarse a pedir ayuda internacional. Otra, llevar a cabo reformas internas para recuperar unas Cortes Generales que cumplan sus funciones de acuerdo a su naturaleza.

Urge repensar el modelo parlamentario, a día de hoy en situación de letargo, por no decir moribundo. Las Cortes Generales se hallan desnaturalizadas, habida cuenta de que son la institución que controla al Gobierno y que, de forma libre, representa al pueblo. Actualmente, una ficción, por no decir una ciencia ficción. Diputados y senadores no controlan a nadie. Más bien, son controlados por los partidos y acatan las directrices de sus órganos de dirección. La disciplina de partido (prohibida expresamente por nuestra Constitución, pero admitida en la práctica) y el control respecto de quiénes integran las listas electorales, han convertido a “nuestros” representantes en cumplidores dóciles y obedientes a sus respectivas siglas.

Ciertamente, tal y como establece la ley, los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial deben ser elegidos por los diputados y senadores de las Cortes Generales. Sin embargo, la realidad es que no eligen nada ni a nadie. Ni siquiera son ellos los que se reúnen en el Parlamento de la Nación para llegar a acuerdos. Esperan a que sus líderes se pongan de acuerdo en las respetivas sedes de sus partidos y escojan según su criterio para, a posteriori, limitarse a pulsar el botón que les ordenan. Un fenómeno similar sucede con el denominado “problema catalán”. Diputados y senadores tampoco se ocupan de este tema. Aguardan pacientemente a que el Gobierno y Carles Puigdemont fijen las reglas sobre cuándo, cómo, dónde y quiénes se reúnen para, a renglón seguido, apretar dicho botón que se les indique. Para eso, pues, no necesitamos un Parlamento.

Es preciso acabar con esta situación y abordar cambios en las normas electorales y en la regulación de las asambleas legislativas, a fin de reforzar la separación de poderes, recuperar la institución parlamentaria como centro de gravedad del sistema político y ejercer la verdadera representatividad de los diputados y senadores electos respecto de sus electores. En caso contrario, habrá que admitir esa incapacidad propia para resolver los problemas y que conduce a solicitar ayuda internacional.

Nombramientos discrecionales y reconocido prestigio

Recientemente se ha dado a conocer la sentencia dictada por el Tribunal Supremo que anula el nombramiento de Magdalena Valerio, Ministra de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social entre 2018 y 2020 y diputada a Cortes Generales por Guadalajara en dos ocasiones, como Presidenta del Consejo de Estado. La decisión judicial ha vuelto a avivar la polémica sobre la potestad de los tribunales para controlar y revisar las decisiones del Gobierno, sobre todo en materia de nombramientos. La propia portavoz del Ejecutivo criticó el fallo del TS alegando que «no es un ejemplo de la separación de poderes», dejando caer que le corresponde al Consejo de Ministros, de forma libre y discrecional, decidir quién puede ocupar determinados cargos, sin que el Poder Judicial controle esa labor.

El artículo 6 de la Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril, del Consejo de Estado, establece literalmente que “el Presidente del Consejo de Estado será nombrado libremente por Real Decreto acordado en Consejo de Ministros y refrendado por su Presidente entre juristas de reconocido prestigio y experiencia en asuntos de Estado”. Por ello, parece evidente que, al mismo tiempo que concede un gran margen al Gobierno para determinar la elección (la expresión “será nombrado libremente” resulta bastante ilustrativa), pone también algún límite o requisito, dado que los que opten a tal elección deben ser “juristas de reconocido prestigio” y acreditar “experiencia en asuntos de Estado”.

La primera pregunta a responder es si quien es jurista de reconocido prestigio también lo decide libremente el Gobierno, sin que se pueda discutir esa evaluación gubernamental o si, por el contrario, cabe algún control o fiscalización de la citada labor para asegurar que, efectivamente, el nivel y la capacidad de quien ocupa dicho cargo recaiga exclusivamente en personas con una competencia profesional indiscutible, evitando en la medida de lo posible utilizar la facultad de su nombramiento para colocar a simpatizantes o militantes y convertir así el Consejo de Ministros en una agencia de colocación de adeptos y leales al Gobierno.

La cuestión no deja de tener su enjundia. Establecer la frontera que separa el margen de decisión discrecional de un órgano político y los límites a partir de los cuales se puede hablar de un ejercicio torticero de la facultad de nombramiento es, sin duda, complicado. En palabras del Tribunal Supremo “el tenor literal del artículo sexto [ya citado] es cristalino: son dos las condiciones que debe reunir quien asuma la presidencia de este órgano [ser jurista de reconocido prestigio y tener experiencia en asuntos de Estado]. No hay excepción, ni matización, ni preferencia de la una sobre la otra. Y la razón de ser de ambas es distinta, pero concurrente: asegurar que quien esté al frente del Consejo de Estado reúna la doble cualificación que quiere el legislador. Es decir, prestigio jurídico y conocimiento experto de los asuntos de Estado. La primera condición se explica porque la función consultiva que desempeña el Consejo de Estado para el Gobierno se hace en Derecho, es esencialmente jurídica, de manera que interesa que su Presidente posea el reconocimiento profesional de la comunidad de los juristas. La segunda condición obedece a la relevancia política y pública de las cuestiones sobre las que debe informar el Consejo de Estado y al peso que tienen sus dictámenes”.

Ello lleva al Supremo a concluir que “la notoria y sobresaliente trayectoria de doña Magdalena Valerio Cordero -ministra, diputada, consejera, teniente de alcalde o concejal, entre otras responsabilidades públicas- sin duda alguna acredita su profunda experiencia en asuntos de Estado, pero no sirve para tenerla por jurista de reconocido prestigio. Su currículum vitae muestra una carrera funcionarial meritoria, pero de ella no se puede deducir la pública estima en la comunidad jurídica que implica el “prestigio reconocido”, por lo que sentencia que el nombramiento incumple uno de los dos requisitos exigidos legalmente.

Se añade a la polémica el dato de que ha sido una entidad privada (la fundación “Hay Derecho”) la que recurrió el Real Decreto con el nombramiento, alzándose algunas quejas por ese motivo, ya que se ha defendido que una mera asociación privada no tiene legitimidad para recurrir ante los tribunales las decisiones del Gobierno. Sin embargo, en la sentencia se destaca que los fines y objetivos de dicha función son “la defensa del Estado de Derecho en España y la mejora de nuestros ordenamiento e instituciones”. Para el TS, el criterio determinante para decidir si quien recurre tiene legitimidad para ello al alegar un interés legítimo no es otro que su relación con la cuestión de fondo debatida en cada proceso, y en la sentencia se puede leer: “la Fundación Hay Derecho no es una pantalla instrumental creada para litigar, sino una entidad que se ha hecho un lugar propio en el conjunto de formaciones de la sociedad civil española que persiguen finalidades de claro interés público”. Por lo tanto, se le reconoce legitimidad para recurrir el nombramiento.

Este relevante asunto se encuadra en otro aún más sustancial, si cabe, como es la creciente politización de los órganos de control, jurisdiccionales o con importantes funciones jurídicas. Los órganos políticos, necesarios y fundamentales en un sistema democrático, pretenden que su naturaleza política salpique, por no decir inunde, a los otros órganos que, por su funciones técnicas y marcadas por la aplicación del Derecho, deben situarse al margen de las estrategias partidistas y de las ideologías. El Fiscal General del Estado, la Presidencia del Consejo de Estado, los miembros del Tribunal Constitucional o la designación del Consejo General del Poder Judicial se empañan cada vez más con designaciones afines, incluso leales a los centros de poder político y gubernamental, pervirtiendo el sistema y desnaturalizando la idea constitucional que siempre viene marcada por la separación de poderes y el control y establecimiento de límites a los Poderes Públicos. Espero que esta sentencia marque un cambio de tendencia en esta costumbre asentada en los últimos años, a la hora de decidir los nombramientos en puestos clave y relevantes de innegable función jurídica. Aunque, desgraciadamente, no soy muy optimista al respecto.

El Tribunal Constitucional y la imparcialidad de sus miembros

Hace unos días el Tribunal Constitucional emitió una nota de prensa en la que anunciaba que el magistrado Juan Carlos Campo Moreno, antiguo ministro en el anterior Gobierno de Pedro Sánchez, había comunicado al Presidente del Constitucional, Cándido Conde-Pumpido Tourón, su abstención en un recurso de amparo interpuesto por un particular sobre la admisión parlamentaria de la Ley Orgánica de Amnistía. Aunque parece evidente que dicho recurso de amparo será inadmitido, dado que no existe cauce procesal ni derecho material por el que un ciudadano pueda recurrir en amparo la decisión de un parlamento de tramitar una proposición de ley, sí abre un debate sobre la imparcialidad de alguno de los miembros que deben decidir sobre la constitucionalidad de dicha norma legal, cuando se recurra por los legitimados para ello por medio de los medios de impugnación que nuestro ordenamiento jurídico prevé.

Nuestro Tribunal Constitucional ya ha manifestado en varias sentencias que el derecho a un juez imparcial constituye una garantía fundamental del sistema de justicia. Dicha imparcialidad comprende dos vertientes: subjetiva y objetiva. La subjetiva garantiza que no ha mantenido relaciones indebidas con las partes del proceso (lo que integra todas las dudas que se deriven de las relaciones del juez con aquellas), en tanto que la objetiva asegura que se acerca a la cuestión litigiosa o controvertida sin haber tomado postura en relación con ella (lo que debe ponderarse en cada caso concreto).

El problema es que el método de elección de los miembros del Tribunal Constitucional es un caldo de cultivo perfecto para sospechar sobre el grado de imparcialidad de los componentes de dicho órgano encargado de velar por la constitucionalidad de las normas. Este problema no es actual. Se puede poner como antecedente el Recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 6/2007 por la que se modificó la Ley Orgánica 2/1979 del Tribunal Constitucional y que originó que la por aquel entonces Presidenta y el Vicepresidente se abstuvieron en la toma de la decisión por la posible apariencia de pérdida de imparcialidad.

Pero el problema se acrecienta cuando hablamos de las recusaciones, es decir, no cuando el propio magistrado decide apartarse, sino cuando una de las partes acusa de pérdida de imparcialidad sin que el miembro del tribunal acepte esa valoración, debiendo pronunciarse el Tribunal Constitucional sobre la necesidad de apartar al juez señalado. El hecho de que se elijan para ocupar los puestos de tan importante institución a personas con una clara y manifiesta vinculación política, incluso a miembros destacados del Gobierno de turno, implica la proliferación de recusaciones y de acusaciones con una sólida sospecha de falta de objetividad e imparcialidad.

La propia Ley Orgánica del Poder Judicial, aplicable de forma supletoria al Constitucional, establece como causa de abstención o recusación “haber ocupado cargo público, desempeñado empleo o ejercido profesión con ocasión de los cuales haya participado directa o indirectamente en el asunto objeto del pleito o causa o en otro relacionado con el mismo”, así como “haber ocupado el juez o magistrado cargo público o administrativo con ocasión del cual haya podido tener conocimiento del objeto del litigio y formar criterio en detrimento de la debida imparcialidad”.

Por otro lado, el artículo 14 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional establece que el Pleno del Tribunal puede adoptar acuerdos cuando estén presentes, al menos, dos tercios de los miembros que en cada momento lo compongan, generándose el problema de qué ocurre cuando entre abstenciones y recusaciones los que quedan para decidir no llegan a ese quorum mínimo.

El Tribunal Constitucional dictó sendos Autos en febrero y marzo de 2023 afirmando que cuando las recusaciones planteadas afectan al quorum del Tribunal la salvaguarda del ejercicio de la jurisdicción constitucional impone que no deba excluirse del Pleno a ninguno de sus magistrados presentes. Ello implica que se obvian por completo las reglas sobre la imparcialidad del órgano para asegurar que el mismo pueda funcionar. Las consecuencias de ello son devastadoras para la legitimidad y la autoridad del Tribunal Constitucional y, con ello, de todo nuestro sistema.

Esta penosa situación se solucionaría si desde los Grupos Parlamentarios y desde el Gobierno no se designasen miembros sobre la base de una estrategia para posicionar a afines en los órganos jurisdiccionales. Sin embargo, parece que procede perder toda esperanza. Los partidos políticos han dado sobradas muestras a lo largo de las décadas que están dispuestos a enturbiar al Poder Judicial y a los órganos de control con sus propuestas ideológicas y partidistas, lo que pone en jaque la credibilidad de nuestro modelo constitucional.

Nuevamente, y con una irritante reincidencia, los partidos políticos pretenden concentrar más y más cuota de poder, e intentar influir en cualquier órgano o institución que tenga como misión fiscalizar, controlar o vigilar el estricto complimiento de las leyes. Hace aproximadamente un año se publicó el informe “Midiendo el Estado de derecho: antes y después de la pandemia”, en colaboración con la Cátedra de Buen gobierno e Integridad de la Universidad de Murcia. En el mismo se hacía hincapié en la politización de la justicia y su impacto en la eficacia del sistema judicial, así como que uno de los grandes problemas que tiene el Poder Judicial de nuestro país es la interferencia del Poder Ejecutivo en él. En la undécima encuesta anual sobre el estado de la justicia en la Unión Europea, difundida hace unos meses, España es uno de los Estados miembros de la Unión Europea donde la justicia se percibe como más sensible a la politización. Los datos situaban a nuestro país a la cola en Europa, solo por encima de Croacia, Polonia, Bulgaria y Eslovaquia.

Procede revertir urgentemente esta situación. En caso contrario, estaremos avanzando justo en sentido contrario a los principios y valores que decimos defender.

Amnistía y “Lawfare”: maquillaje y eufemismo

Las últimas semanas (y, a buen seguro, las venideras) han estado marcadas por el pacto establecido entre el PSOE y Junts Per Catalunya (partido al que pertenece Carles Puigdemont), así como por la investidura de Pedro Sánchez como Presidente del Ejecutivo. Desde el punto de vista político se pueden realizar múltiples consideraciones, si bien yo me intentaré centrar exclusivamente en las jurídicas. Por un lado, el Partido Popular debe reconocer de una vez por todas la diferencia entre ganar las Elecciones Generales y poder formar Gobierno. En España lo logra quien obtenga más apoyos en el Congreso de los Diputados, sea el partido con más diputados o no. Por otra parte, el Partido Socialista ha de ser consciente de que posee un amplio margen para llegar a acuerdos con sus futuros socios, pero no un margen ilimitado. No podrá extralimitarse en modo alguno ni de la Constitución ni de las previsiones que sobre el Estado de Derecho figuran en los Tratados y normas de la Unión Europea.

Y, aunque los socialistas defiendan ahora las bondades de la amnistía, deberían admitir al menos que existen fundadas razones para rechazarla, si quiera porque ellos mismos avalaban dicha postura hasta las elecciones celebradas en julio, existiendo declaraciones tanto de Pedro Sánchez como de varios de sus ministros manifestando su inconstitucionalidad y su inconveniencia. Se necesita una gran cantidad maquillaje y una potente campaña de marketing para dar un giro de ciento ochenta grados en apenas unos meses y proclamar como constitucional lo que antes no lo era. Pero, en política, parece que todo cabe y la conveniencia partidista tiene más peso que los ideales que supuestamente la sustentan. Sin embargo, el ámbito jurídico, pese a disponer también de cierto margen para la interpretación normativa, no es tan flexible como para pasar del negro al blanco por arte de magia.

Ciertamente nuestra Carta Magna no utiliza en ningún momento la palabra “amnistía” y, por lo tanto, no la prohíbe expresamente. Ahora bien, varios artículos y mandatos constitucionales posibilitan deducir inequívocamente su veto. Así, el artículo 62 prohíbe expresamente los “indultos generales”. La diferencia entre la amnistía y el indulto radica en que el segundo supone un perdón posterior a que los juzgados o tribunales juzguen y condenen, mientras que la primera supone un impedimento legal a que el Poder Judicial pueda realizar su labor jurisdiccional. Por ello, si se prohíbe la medida de gracia de menor calado, no puede defenderse que se permita la de mayor entidad.

A pesar de que el Tribunal Constitucional no se ha pronunciado sobre la constitucionalidad de una amnistía, pues no ha existido ninguna con posterioridad a la entrada en vigor de nuestra Constitución, sí existen algunos de sus pronunciamientos en este sentido. Por ejemplo, en el Auto 32/1981 ya se manifestaba claramente que las medidas generales de gracia están prohibidas de forma expresa por la citada norma constitucional.

Todo ello por no hablar de otras consideraciones, como que la fundamentación teórica de las amnistías halla cabida ante alteraciones bruscas de Formas de Estado o de modelos de convivencia que impliquen un cambio de legitimidad jurídica y política. Cabe aludir en este punto al tránsito de una dictadura a una democracia, supuesto que dio lugar a la ley de amnistía aprobada en nuestro país en 1977.

Obviamente, no pueden compararse con rigor las denominadas “amnistías fiscales” con este otro tipo de amnistía. Para empezar, y al margen de las valoraciones políticas que cada cual quiera defender al respecto, las amnistías fiscales no implican en ningún caso que los defraudadores no deban pagar nada por el dinero no declarado. Se establecen porcentajes de pago más benévolos que acarrean, en todo caso, una recaudación para la Hacienda Pública, sin perjuicio de que, a cambio de las declaraciones y los ingresos derivados de ella, no se impongan multas, recargos u otras sanciones. Hablamos, no obstante, de efectos eminentemente administrativos y de relaciones entre ciudadanía y Hacienda, no de la imposibilidad de los tribunales para perseguir delitos y aplicar las leyes de forma genérica.

Pero, además de la amnistía, se ha de incorporar al vocabulario político la expresión “Lawfare”. Al parecer, resulta habitual recurrir a un término extranjero  o a algún concepto de sonoridad más agradable para ocultar el verdadero significado de lo que sucede. El eufemismo consiste en utilizar una palabra más suave o decorosa en vez de otra considerada de mal gusto, grosera o incómoda de pronunciar y oír.

La pretensión consiste en hacer ver que los jueces y tribunales han actuado movidos por motivaciones políticas y en contra de determinadas ideologías, de tal manera que los procesos judiciales y las condenas pronunciadas no se deben a la aplicación de las leyes sino a una persecución política. No seré yo quien afirme que hay que estar de acuerdo con todas sus resoluciones. De hecho, discrepo de ellas en no pocas ocasiones. Pero la regla básica, esencial, elemental e imprescindible del Estado de Derecho estriba en el acatamiento de las normas y de las sentencias judiciales, gusten o no.

El Constitucionalismo, en sus diferentes versiones, comporta dos grandes objetivos: por una parte, organizar y limitar al poder y, por otra, reconocer y garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. No se entienden los modelos constitucionales ni las democracias surgidas de los mismos sin el control y limitación de los Poderes Públicos, es decir, de los gobiernos, de los partidos políticos y de los cargos públicos. Como es lógico, cualquier poder se resiste a ser controlado y fiscalizado y desde hace siglos la tensión entre los órganos judiciales que controlan y los poderes públicos controlados se ha producido y se seguirá produciendo. No constituye ninguna novedad.

Ahora bien, debe quedar meridianamente claro que el Poder Judicial, con sus aciertos y sus errores, juzga actos, no ideas. Jamás ha existido una sola condena por defender ideas, pero sí por ejecutar actuaciones en defensa de las mismas que se han considerado contrarias al ordenamiento jurídico.  Determinados líderes políticos piensan que la legitimidad que les otorga los votos les inviste de una especie de impunidad, de tal manera que pueden hacer y deshacer a su antojo, amparados en unas determinadas aspiraciones y sin que por ello se les pueda denunciar, procesar o condenar. En definitiva, defienden una sociedad con dos tipos de personas: el conjunto de la ciudadanía, que debe cumplir con todas las normas y con todas las sentencias, les gusten o no, y los mandatarios, gobernantes y líderes políticos, que pueden verse inmunes a la hora de rendir cuentas ante la Justicia y de cumplir las normas en función de sus particulares ideologías o creencias.

Evidentemente, eso no es democracia, eso no es un Estado de Derecho y eso no es un sistema constitucional. Se pretende dar un primer paso para cambiar la esencia misma de ese sistema y que sean los órganos de naturaleza política los que controlen y fiscalicen el Poder Judicial. No es, pues, de extrañar que todas las asociaciones de jueces y fiscales, tanto las calificadas de “progresistas” como las denominadas “conservadoras”, hayan compartido manifiestos y comunicados criticando y rechazando el pacto entre el PSOE y “Junts per Catalunya”

Aunque el Partido Socialista cuente con la legitimidad constitucional para formar Gobierno si recibe el apoyo mayoritario del Congreso, debería reflexionar sobre los medios utilizados para la consecución de sus fines. De hecho, muchos de sus líderes, presentes y pasados, se muestran abiertamente contrarios al modo en el que la actual dirección está negociando la investidura del nuevo Gobierno. Porque estas cuestiones no tienen que ver con ser de izquierdas o de derechas, militantes de un partido o apolíticos. Tienen que ver con la defensa, por encima de todo, de una serie de valores y principios. Y cuando defiendes esos valores y principios, también tienes que ceñirte a ellos cuando no te convienen. De lo contrario, no los defiendes.

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