JUSTICIA Y ALUMINOSIS

La-JusticiaLa justicia es un pilar básico de todo Estado democrático y, como a cualquier elemento esencial, se le debe prestar una atención prioritaria, al tiempo que se le debe requerir una conducta intachable. Máximo rigor y exigencia junto a máxima dedicación y cuidado. Con ello se consigue el ideal de legitimidad que necesitan los órganos en los modelos contemporáneos de organización política, ese ideal que implica al mismo tiempo el sometimiento de los ciudadanos a los dictados del poder y el respeto y consideración a los mismos. En realidad se trata una relación simbiótica. Las personas se sienten representadas, depositan su confianza en las instituciones y, como consecuencia, aceptan el sometimiento a sus dictados como parte de la convivencia social.

Sin embargo, la sensación de que la ley es una cosa y la justicia es otra se erige como una de las grandes grietas en la visión que el pueblo tiene de sus tribunales. Decía Montesquieu que “una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”. Por su parte, el dramaturgo y periodista argentino Ernesto Mallo afirmaba que “leyes hay, lo que falta es justicia”. Cada vez se extiende, como si de una mancha de aceite se tratase, la mala imagen de los órganos judiciales y, por derivación, de la justicia del Estado y ello  implica desgraciadamente que la relación simbiótica de la que hablaba anteriormente se desvirtúe, que las teorías sobre la construcción del Estado Constitucional se discutan y que, en general, el mecanismo que debía funcionar a la perfección como un reloj bien engrasado dé la impresión de estar oxidado.

En estas últimas semanas dos noticias relacionadas con los tribunales Constitucional y Supremo han saltado a los medios de comunicación.  Al respecto del primero, los magistrados que lo componen amenazaban con tomar “medidas drásticas” si no se solucionaba el problema de la no renovación de las plazas vacantes y de los mandatos caducados. Obviamente, se trataba más bien de un farol poco efectivo, toda vez que tales medidas no pueden ir más allá de emitir comunicados de prensa, por lo que de drásticas no tienen nada. No obstante, sirve parar poner el foco sobre uno de los vicios más peligrosos del sistema: que, al fin y a la postre, sean los propios partidos políticos quienes tengan en sus manos el nombramiento y el normal funcionamiento de los órganos jurisdiccionales.

El segundo asunto se centraba en los viajes del Presidente del Tribunal Supremo a Marbella, en sus declaraciones considerando ridículas las cantidades gastadas en fines de semanas en hoteles de lujo y en su negativa a dimitir y a dar explicaciones a la prensa y a la ciudadanía. Y, en medio de ambas polémicas, el Consejo General del Poder Judicial, dividido prácticamente a la mitad entre los vocales que solicitaban la dimisión de su Presidente y los que requerían la del compañero que denunció los excesivos gastos de aquél. Pero no por considerar que su denuncia fuera falsa, sino por apreciar en dicha conducta la “deslealtad” de acudir a la fiscalía sin consultar. Puede que, efectivamente, esa conducta no sea delictiva pero ello no significa que no sea criticable o que de la misma no se deriven otras responsabilidades más allá de las penales.

Sea como fuere, y según se desprende reiteradamente de las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la gente considera a los partidos políticos más como un problema que como una vía de representación. Si a todo lo anterior añadimos que la imagen del Tercer Poder está cada vez más deteriorada, deberemos llegar a la conclusión de que los pilares sobre los que se asienta nuestro sistema político padecen aluminosis y sus grietas amenazan con hacer tambalear lo que debería ser una estructura bien firme. Porque, por si todavía no lo han olvidado, este modelo organizativo solo tiene sentido si el pueblo se siente a gusto con él.

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