La elección del Presidente del CGPJ: Algo empieza a oler a podrido

Los alumnos que estudian Derecho en las Universidades españolas han de aprender que el Consejo General del Poder Judicial no es un órgano jurisdiccional sino de gobierno de dicho Poder Judicial y que está compuesto por veinte vocales designados por las Cortes Generales (diez por el Congreso de los Diputados y diez por el Senado) por mayoría de tres quintos de sus miembros. También forma parte de sus contenidos académicos que, para la elección del Presidente de dicho órgano, en la sesión constitutiva del Consejo (que será presidida por el vocal de más edad), cada uno de ellos podrá proponer un nombre. Tal elección tendrá lugar durante una sesión a celebrar entre tres y siete días más tarde, siendo elegido quien en votación nominal obtenga el apoyo de esa mayoría de tres quintos de los miembros del Pleno. Si en una primera votación ninguno de los candidatos resulta elegido, se procederá inmediatamente a una segunda votación exclusivamente entre los dos candidatos más votados en aquélla, siendo finalmente escogido quien obtenga mayor número de votos. Esa es la teoría. Es lo que dice la ley. Y es lo que enseñamos los profesores en las aulas de la Facultad.

Sin embargo, a mí personalmente me da vergüenza explicar en clase esta lección  tal y como figura en el manual, porque la realidad es bien distinta. Hace algunas semanas, se anunció a bombo y platillo el nombre de la persona que presidiría el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo. En concreto, el magistrado Manuel Marchena, hasta ahora cabeza de la Sala de lo Penal del T.S. La noticia se publicó en prensa mucho antes de saberse la identidad de los veinte vocales que, en teoría, están llamados a proponer a los candidatos y a elegir a su Presidente, habida cuenta que el Partido Socialista y el Partido Popular pactaron la composición del órgano de gobierno de los jueces y asignaron sillas y cargos, decidiendo quién debía convertirse, conforme a nuestro ordenamiento jurídico, en la primera autoridad judicial de la Nación y ostentar la representación del Poder Judicial.

Ni siquiera se trató de un pacto secreto ni de una negociación oculta. Muy al contrario, no se obró con disimulo para evitar que saliera a la luz su flagrante falta de respeto hacia la regulación sobre el CGPJ. Inmediatamente, los responsables de ambas formaciones políticas defendieron las bondades del elegido y se felicitaron públicamente por el acuerdo, aunque para cualquier otra cuestión demuestren una falta total de entendimiento. Apenas unas semanas antes, el PSOE anunciaba una “ruptura de relaciones” con el PP ante las afirmaciones de los populares de estar entregados a los independentistas catalanes. No hay forma humana de que acuerden un Pacto por la Educación que zanje el lamentable vaivén de leyes educativas, como tampoco la mayoría de temas trascendentales para la ciudadanía. Alimentan su imagen de antagonismo defendiendo unas ideas políticas irreconciliables y unas vías incompatibles de abordar los problemas. Pero, cuando se trata de repartir las cuotas de poder en el ámbito judicial, la sintonía y el acuerdo se tornan evidentes y hasta sencillos. De hecho, pocos días después se difundieron una serie de mensajes de Ignacio Cosidó, portavoz del PP en el Senado, donde calificaba de “jugada estupenda” el acuerdo con el PSOE, argumentando que, de esa manera, estarían “controlando la Sala Segunda [del Tribunal Supremo] desde detrás”.

Reacciones como ésta, unidas a otras actuaciones similares a lo largo de décadas y décadas, explican que a principios de este año el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (conocido como Greco) reiterase por enésima vez lo que ya se ha cansado de repetir: que España no cumple con los criterios mínimos de independencia que se precisan en un Estado de Derecho moderno. El Consejo de Europa ha insistido en que, al menos la mitad de los miembros del C.G.P.J., deben ser elegidos directamente por los jueces, afirmando incluso que lo mejor sería que el poder político no participara de ninguna manera en dicha elección. Sin embargo, a la hora de hablar de medidas de independencia del Poder Judicial, España hace oídos sordos a esas recomendaciones y al sentido común más elemental. El aluvión de críticas por estos comportamientos ha sido de tal magnitud que el magistrado escogido para presidir el Poder Judicial ya ha anunciado en un comunicado su renuncia al cargo, lastrado por una imagen de juez al servicio de los partidos que lo habían propuesto, anunciado antes incluso de que el órgano que formalmente debía elegirlo estuviese constituido con sus nuevos miembros.

Llegados a este punto, la reflexión final resulta inevitable. ¿Es éste el sistema de gobierno del Poder Judicial que debe tener un Estado de Derecho? ¿Es realmente el modelo que queremos para nuestro Estado? ¿Es siquiera el que se desprende de nuestra Constitución? Tres preguntas con tres contundentes respuestas negativas. Algo empieza a oler a podrido, por mucho que algunos se empeñen en decir que el ambiente está perfectamente perfumado.

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