Desunión Europea

1400853597_963336_1400853681_noticia_normalLas utopías, los ideales, las palabras bonitas y los principios éticos inspiran infinidad de normas, cuyos preámbulos y articulados suelen evocar nobles fines y aspirar a elevadas metas. Y así debe ser. Es preciso apuntar bien alto y ser muy ambiciosos en los objetivos a conseguir. En el largo proceso de lo que se ha dado en llamar “construcción europea” abundan esta clase de sueños y quimeras, desde sus propios Tratados fundacionales hasta los muy rimbombantes discursos de los Jefes de Estado o de Gobierno de los países miembros. Al leerlos resulta imposible no estar de acuerdo con el grueso de los términos y frases que contienen.

Versan sobre valores universales, derechos inviolables e inalienables de las personas, libertad, democracia, igualdad y Estado de Derecho. Mencionan como pilares sólidos el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia y la solidaridad. Garantizan a los ciudadanos un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores, en el que esté garantizada la libre circulación junto a medidas adecuadas en materia de control de las fronteras exteriores, asilo, inmigración y prevención y lucha contra la delincuencia. Prometen que la Unión Europea combatirá la exclusión social y la discriminación y fomentará la justicia y la protección sociales, la igualdad entre mujeres y hombres, y la solidaridad entre las generaciones, así como el fomento de la cohesión económica, social y territorial, y la solidaridad entre los Estados miembros. ¿Quién no se siente atraído y concernido por los planteamientos de un proyecto tan sugerente?

Considero que se deben reconocer algunos logros importantes de la Unión Europea en décadas recientes. No se puede negar que ha ayudado notablemente al desarrollo de España y que su Tribunal de Justicia nos ha proporcionado grandes alegrías a quienes defendemos los derechos individuales de los ciudadanos. Sin embargo, en los últimos años (y, sobre todo, de doce meses a esta parte) se ha revelado como una organización obsoleta e ineficaz que ha traicionado sus propios fines. Y la tozuda realidad que ha generado nos ha despertado de aquel sueño europeo para sumirnos en un escenario de pesadilla.

La demoledora crisis de los refugiados es otra muestra vergonzante de cómo desde las más altas instancias de las instituciones comunitarias se recurre a conceptos como libertad, solidaridad, derechos humanos, asilo o unión para redactar discursos y frases pomposas destinados a reuniones y ruedas de prensa. Pero la verdad pura y dura es que se reducen a formulaciones vacías, huecas e hipócritas. Después de un lustro mirando hacia otro lado mientras Siria se desangraba en una guerra sin control, pretenden reaccionar cuando el tsunami de desolación ya toca nuestras costas. Se trata de una reacción, además de tardía y torpe, falsa. Basta constatar las cifras oficiales que la reubicación de apenas cuatrocientos noventa y siete refugiados de los ciento sesenta mil a los que se comprometió la Unión Europea: un ridículo, mezquino y escandaloso 0,3 por ciento.

El escarnio más reciente ha sido la negociación de las condiciones que el Reino Unido ha impuesto para su permanencia en la Unión Europea. Vendido como un acuerdo histórico y plausible, no es más que la enésima ofensa a los más básicos y elementales principios inspiradores de la comunidad europea. Finalmente, el Primer Ministro británico David Cameron se ha salido con la suya y, a partir de ahora, dentro del denominado “Club de los Veintiocho”, veintisiete países acatarán unas reglas de -supuestamente- obligado cumplimiento, mientras que a un solo Estado se le permitirá regirse por una normativa diferente a la del resto. Así, se beneficiará de las notables ventajas de la Unión (libre circulación de bienes, capitales, etc…) pero, simultáneamente, se reservará el derecho a no participar de las cargas derivadas del cumplimiento de sus fines más loables (como, por ejemplo, la libre circulación de personas).

Dicho de otra manera, el concepto de Unión Europea parece hacer referencia a los negocios y a las multinacionales, no a la ciudadanía de cada Estado miembro. Hemos de rendirnos a la evidencia de que las instituciones comunitarias son una suma de intereses y egoísmos estatales barnizados de falsa solidaridad y disfrazados de escaso o nulo interés por las personas. Un nuevo desengaño de los muchos que nos está tocando asumir. La enésima prueba de la prostitución de los ideales de libertad y constitucionalismo. Y todavía habrá quien se pregunte sorprendido por qué millones de europeos miramos con desconfianza a estos políticos que han hundido en el descrédito a las instituciones públicas.

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